– ¿Quién se queda con el cuchillo?
Tres manos pálidas se estiraron hacia él. Miré a Doyle. Al fin y al cabo, era el capitán de la Guardia. Asintió, como si aprobara mi elección. Sabía quién me gustaba más de los tres, pero no sabía quién era mejor con un cuchillo.
– Dáselo a Frost -dijo Doyle.
Le di el cuchillo sosteniéndolo por la punta; lo cogió con una pequeña reverencia. Observé por primera vez que había pequeñas manchas de sangre en su bonita camisa. Se había apoyado en las heridas de Galen. Necesitaba lavar la camisa o las manchas de sangre se secarían.
– Ya sé que Frost se merece una o dos miradas esta noche, Meredith, pero tú te has quedado embobada -dijo Doyle.
Asentí.
– Creo que sí.
Observé las espinas. Tenía un nudo en el estómago y las manos frías. Tenía miedo.
– Estira el brazo hacia el tallo que está más abajo. Te protegeremos hasta el último aliento de nuestros cuerpos. Ya lo sabes.
Asentí.
– Lo sé.
Lo sabía. Incluso lo creía, pero aun así… observé las espinas y mi mirada se fundió en la penumbra. Unos tallos tan grandes como mi pierna se enredaban sobre sí mismos como un montón de serpientes marinas. Algunas espinas eran tan grandes como mi mano, y captaban la luz con un brillo negro y apagado.
Volví a dirigir la mirada hacia abajo, hacia las pequeñas espinas de los tallos que tenía justo encima de la cabeza. Eran pequeñas, pero había un montón: una especie de armadura erizada de espinas.
Respiré profundamente y solté el aire. Empecé a levantar lentamente la mano, con el puño cerrado. Apenas tenía la mano a la altura de la frente cuando el tallo se desprendió hacia abajo como una serpiente por un agujero. Aquella cosa marrón me rodeó la muñeca, y las espinas se me clavaron en la piel como anzuelos en la boca de un pez. Sentí el dolor, agudo e inmediato, un segundo antes de que la primera gota de sangre apareciera en mi muñeca. La sangre resbalaba por mi piel como una caricia. Una lluvia carmesí, espesa y lenta, empezó a caer.
Galen se quedó a mi lado, moviendo sus manos a mi alrededor como si quisiera tocarme pero tuviera miedo.
– ¿No es suficiente? -preguntó.
– Parece que no -dijo Doyle.
Seguí la dirección de su mirada y encontré un segundo zarcillo colgando por encima de mi cabeza. Se detuvo cuando se detuvo el primero, esperando. Esperando a mi invitación a acercarse.
Miré a Doyle.
– Estás de broma. -Hace mucho tiempo que no se alimenta, Meredith.
– Has soportado más dolor que unas cuantas espinas -dijo Rhys.
– Hasta te gustó -dijo Galen.
– El contexto era distinto -dije.
– El contexto lo es todo -dijo, en voz baja. Había algo extraño en su voz, pero no tenía tiempo de descifrarlo.
– Ofrecería mi muñeca en tu lugar, pero no soy el heredero -dijo Doyle.
– Ni yo tampoco, todavía.
El tallo se movió lentamente, acariciándome el cabello como un amante que busca el camino hacia la tierra prometida. Le ofrecí mi otro brazo, con el puño cerrado. El rosal me envolvió la muñeca en un instante. Las espinas se hundieron en mi carne; el tallo se tensó. Ahogué un grito. Rhys tenía razón. Había sufrido penalidades mayores, pero cada dolor es singular, una tortura única. Los tallos se pusieron tirantes, levantando mis manos por encima de mi cabeza. Había tantas espinas que sentía como si algún pequeño animal intentase morderme la muñeca.
Corrió sangre por mis brazos en una lluvia delicada y continua. Al principio, podía sentir cada reguero de sangre, pero mi piel se insensibilizó ante tanta sensación. El dolor de mis muñecas atraía toda mi atención. Los tallos me hicieron poner de puntillas, hasta que su presa fue lo único que me impedía caer. El dolor agudo empezó a desvanecerse en una quemazón. No era veneno. Sólo era mi cuerpo que reaccionaba al dolor.
Oí la voz de Galen como si estuviera lejos.
– Ya basta, Doyle.
Hasta que lo oí no me di cuenta de que había cerrado los ojos. Había cerrado los ojos y me había entregado al dolor, porque sólo abrazándolo podía superarlo, viajar por él hasta el lugar donde no había dolor y yo flotaba en un mar de oscuridad. Su voz me hizo recuperar la conciencia, volví al desgarro de las espinas y a derramar mi propia sangre. Mi cuerpo se estremeció con aquella reacción súbita, y las espinas respondieron a este movimiento lanzándome al aire, sin tocar al suelo.
Grité. Alguien me sujetó de las piernas. Miré hacia abajo hasta descubrir que era Galen.
– Basta ya, Doyle -dijo.
– Nunca han bebido tanto de la reina -dijo Frost. Se había acercado a nosotros, con mi cuchillo en la mano.
– Si cortamos los tallos, nos atacarán -argumentó Doyle.
– Tenemos que hacer algo -dijo Rhys.
Doyle asintió.
Las mangas de mi chaqueta estaban empapadas de sangre. Pensé vagamente que me hubiera gustado ir vestida de negro, disimulaba más la sangre. El pensamiento me provocó una risita tonta. La luz gris parecía nadar a nuestro alrededor. Estaba mareada. Quería que la hemorragia se detuviera antes de tener náuseas. No hay nada como las náuseas provocadas por pérdida de sangre. Uno se siente demasiado débil para moverse y aun así quiere echar el estómago por la boca. Mi miedo se desvanecía en una sensación clara, casi brillante, como si el mundo estuviera rodeado de niebla.
Estaba peligrosamente cerca de desmayarme. Ya no podía aguantar más espinas. Intenté decir «basta», pero no salió ningún sonido. Me concentré en los labios y éstos se movieron, formando la palabra, pero no salió sonido alguno.
Entonces se oyó algo, pero no era mi voz. Los tallos del rosal silbaron y temblaron encima de mí. Levanté la cabeza para mirar, pero el cuello no podía sostenerla. Los zarzillos se enredaban encima de mí como un negra maraña de cuerdas. Las espinas que había alrededor de mi muñeca tiraban hacia arriba. Sólo los brazos de Galen sobre mis piernas impedían que el nido de espinas me levantara. El rosal tiraba de mi muñeca hacia arriba, y Galen me sujetaba, y mi cintura sangraba.
Grité. Grité una palabra:
– ¡Basta!
Los tallos se estremecieron, temblando contra mi piel. La habitación se llenó de golpe de hojas caídas. Se desencadenó una nevada marrón y seca. Percibí un olor fuerte y picante, como hojas de otoño y tras eso, como una segunda ola de aroma, el rico olor de la tierra fresca.
El rosal me dejó en el suelo. Galen me acarició, sosteniéndome en sus brazos a medida que los tallos me soltaban lentamente. Tanto los brazos de Galen como los tallos parecían extrañamente amables, si es que los dientes pueden ser amables mientras intentan darte un mordisco en el brazo.
El sonido de la puerta golpeando otra vez la pared fue el primer indicio que tenía de que los tallos se habían apartado de ella. Galen me sostenía en sus brazos y los tallos todavía mantenían mis muñecas por encima de la cabeza, cuando todos nos volvimos hacia el torrente de luz que procedía de las puertas abiertas.
La luz resplandecía, desconcertante, envuelta en un halo de niebla. Sabía que la luz sólo parecía brillante después de la oscuridad, y creí que el halo de niebla se debía a mi mareo, hasta que de aquella luz surgió una mujer. De cada uno de sus dedos color amarillo pálido se levantaba humo, como si éstos fueran velas recién apagadas.
Fflur entró en la habitación con un vestido completamente negro que daba a su piel amarilla el brillante color de los narcisos. Su pelo amarillo se esparcía por su ropa como una capa brillante que se enredaba en el viento de su propio poder.
Los guardias se repartieron a cada uno de sus lados. Muchos llevaban armas; el resto entró en la habitación con las manos vacías. Había veintisiete hombres en la Guardia de la Reina y el mismo número de mujeres en la Guardia del Rey, las cuales obedecían a Cel en ausencia de rey. Cincuenta y cuatro guerreros, y menos de treinta aparecieron por las puertas.