En la oscuridad, intenté memorizar cada cara, intenté recordar quién había acudido en nuestra ayuda y quién se había quedado rezagado, a salvo. Los guardias que no habían pasado por aquellas puertas habían perdido cualquier oportunidad sobre mi cuerpo.
Pero no me podía concentrar en todas las caras. Detrás de la Guardia apareció un montón de nuevas formas, la mayoría de ellas más bajas y mucho menos humanas.
Habían llegado los trasgos.
Los trasgos no eran criaturas de Cel. Éste fue mi último pensamiento antes de que la oscuridad se apoderase de mi visión y se comiera la niebla que tenía ante mis ojos. Me hundí en aquella bendita oscuridad como una piedra arrojada en el agua profunda, que sólo podía caer y caer, porque no había fondo.
31
Había una luz en la oscuridad. Un puntito blanco que flotaba hacia mí, haciéndose cada vez más grande. Y advertí que no se trataba de luz, sino de llamas: una bola de fuego blanco que avanzaba en la negrura, que avanzaba hacia mí. Y yo no podía escaparme de ella, porque ya no tenía cuerpo. Yo sólo era algo que flotaba en la fría oscuridad. El fuego me envolvió y entonces sí tuve cuerpo. Tuve huesos y músculos, piel y voz. La llama me devoró la piel, sentí los músculos hirviendo, estallando a causa del calor. El fuego me mordió los huesos, me llenó las venas de metal fundido, y empezó a despellejarme de dentro afuera.
Me desperté gritando.
Galen estaba inclinado sobre mí. Su cara fue lo único que me salvó del ataque de pánico. Me sostenía la cabeza y el torso en sus muslos, me acariciaba la frente, me apartaba el cabello de la cara.
– Todo va bien, Merry. Todo va bien. -En sus ojos brillaban lágrimas no derramadas, lágrimas de un verde cristalino.
Fflur se inclinó hacia mí.
– Pobre saludo te traigo, princesa Meredith, pero responder a la reina, yo debo.
Lo cual traducido quería decir que me había sacado de la oscuridad, me había obligado a despertar, y ello por antojo de la reina. Fflur era una de las que se esforzaba en vivir como si el calendario aún no hubiera llegado al año 1000. Habían expuesto sus tapices en el Museo de Arte de San Luis, y al menos dos revistas importantes le habían dedicado reportajes ilustrados. Fflur no quiso ver siquiera los artículos, y bajo ninguna circunstancia la pudieron convencer para que acudiera al museo. También se había negado a conceder entrevistas a la televisión, los periódicos y las mencionadas revistas.
A la segunda conseguí que mi voz no sonara como un grito.
– ¿Has sido tú la que ha sacado las rosas de la puerta?
– Sí -dijo.
Traté de sonreírle, pero apenas lo logré.
– Te has arriesgado mucho al ayudarme, Fflur. No tienes por qué disculparte.
Miró los rostros de quienes nos rodeaban, me puso la punta de un dedo en la frente, y pensó unas palabras: «Más tarde». Quería hablarme más tarde, pero no quería que lo supiera nadie. Entre otras de sus virtudes estaba la de sanar. Podría haber comprobado mi estado de salud con el mismo gesto, así que nadie sospechó.
Yo no me atreví siquiera a asentir, lo mejor que pude hacer fue mirar al fondo de sus ojos negros. Éstos contrastaban de un modo tan extraordinario con todo aquel amarillo que parecían los ojos de una muñeca. La miré a los ojos e intenté explicarle de este modo que la había entendido. Todavía no había visto el salón del trono y ya estaba metida hasta el cuello en las intrigas de la corte. Típico.
Mi tía se arrodilló a mi lado en una nube de piel y vinilo. Tomó mi mano derecha entre las suyas, acariciándola, manchándose de sangre los guantes de piel.
– Doyle me dice que te has pinchado el dedo con una espina, y las rosas han cobrado vida.
La miré e intenté en vano interpretar su expresión. Me dolían las muñecas con una quemazón aguda que me llegaba hasta los huesos. Sus dedos seguían jugueteando con las heridas frescas, y cada vez que el guante de piel pasaba sobre ellas, me hacía estremecer.
– Me he pinchado el dedo, sí. Lo que ha provocado que las rosas cobrasen vida es interpretación de cada cual.
Andáis sostuvo mi mano con las suyas, esta vez con delicadeza, contemplando las heridas con expresión de… asombro.
– Ya había perdido la esperanza en nuestras rosas. Una pérdida más en un mar de pérdidas.
Sonrió, y parecía una sonrisa genuina, pero le había visto utilizar la misma mientras torturaba a alguien en su dormitorio. No porque la sonrisa fuera sincera había que confiar en ella.
– Me alegro de que estés satisfecha -dije, con una voz tan neutra como pude.
Entonces se puso a reír y me apretó las heridas: noté cada costura de los guantes de piel. Apretó con una presión constante y lenta, hasta que dejé escapar un pequeño gemido de dolor. Esto pareció alegrarla, y me soltó. Se levantó entre un rumor de faldas.
– Cuando Fflur te haya curado las heridas, podrás reunirte con nosotros en el salón del trono. Ansío tu presencia a mi lado.
Se volvió y los reunidos se apartaron a su paso, formando un túnel de luz que conducía al salón del trono. Eamon, una sombra de cuero negro, salió de entre la multitud para ofrecerle el brazo.
Un pequeño trasgo, con una serie de ojos que formaban una especie de collar en su frente, se arrodilló a mi lado, en las faldas negras de Fflur. Los ojos del trasgo me miraron, la miraron a ella, de nuevo a mí, luego a ella, pero lo que realmente centraba su atención era la sangre. Era un trasgo pequeño, de apenas medio metro. El círculo de ojos lo distinguía como uno de los más guapos entre sus congéneres. A esa marca la llamaban «collar de ojos», y pronunciaban la expresión con el tono que los humanos utilizan para hablar de pechos grandes o culos prietos.
La reina podía pensar lo que quisiera sobre las rosas. Yo no creía que una gota de mi sangre hubiese inspirado a las rosas moribundas. Creía que mi sangre real me había salvado, pero el ataque inicial… Sospeché otro hechizo, escondido en algún lugar entre las espinas. Se podía realizar si alguien tenía el suficiente poder.
Enemigos no me faltaban. Lo que necesitaba eran amigos, aliados.
Dejé resbalar mi mano por la cadera, como si se fuera a desmayarme. La herida estaba a sólo unos centímetros de la pequeña boca del trasgo, que se echó hacia ella y la lamió con una lengua áspera como la de un gato. Dejé escapar un pequeño sonido y el trasgo se encogió.
Galen lo apartó de la manera en que uno se quita a un perro de encima. Pero Fflur cogió al trasgo por el pescuezo.
– Tragón, ¿qué pretendes con esta impertinencia? -Empezó a apartarle.
La detuve.
– No, ha probado mi sangre sin mi permiso. Pido recompensa por semejante abuso.
– ¿Recompensa? -preguntó Galen.
Fflur continuaba agarrando al pequeño trasgo. La hilera de ojos pestañeaba.
– No quería. Lo siento, lo siento. -El trasgo tenía dos brazos principales y dos pequeños e inútiles. Los cuatro, brazos retorcidos, con unos dedos pequeños rematados por garras que abría y cerraba.
Frost levantó con las dos manos al trasgo de Fflur. No empuñaba mi cuchillo. Tendría que acordarme de pedirle que me lo devolviera. Pero, de momento, tenía otros problemas.
– Tengo que curarte las heridas -dijo Fflur-, o perderás más sangre.
Hice un gesto de negación
. -Todavía no.
– Merry -dijo Galen-, deja que te cure las heridas.
Observé su expresión de preocupación. Se había educado en la corte, igual que yo. Debería haber sabido que no era el momento de curar las heridas. Era el momento de la acción. Lo miré a la cara. No a su cara graciosa y franca, o a sus pálidos rizos verdes, o aquella risa que se la iluminaba, lo miré como debió haberle mirado mi padre cuando decidió entregarme a otra persona. No tenía tiempo de explicar cosas en las que Galen ya debería haber pensado. Observé al grupito congregado a mi alrededor: un grupito de curiosos ante un accidente de tráfico, sólo que más elegantes y más exóticos.