Nunca volví a encontrarme a gusto con Kurag después de esto. No había sido por la proposición ni por la revelación de su hombría extraordinaria. Fue la visión de ese segundo pene, largo y erecto, independiente de Kurag y deseoso de mí. Cuando los rechacé a los dos, aquel único ojo color lavanda había derramado una solitaria lágrima.
Tuve pesadillas durante semanas. Los miembros adicionales estaban bien, pero un ser atrapado dentro de otra persona… No tengo palabras para describir ese tipo de horror. La segunda boca podía respirar, de manera que obviamente tenía acceso a los pulmones, pero carecía de cuerdas vocales. No estaba segura de si esto era una bendición o una última maldición.
– Kurag, rey de los trasgos, te saludo. Mellizo de Kurag, Carne del Rey Trasgo, te saludo a ti también.
Los delgados brazos situados al lado del pecho al desnudo del rey me saludaron. Yo saludaba a los dos desde la noche en que supe que la persona con la que había estado jugando a cartas y juegos estúpidos, como soplar plumas, en realidad no era Kurag. Que supiera, yo era la única que siempre saludaba a los dos.
– Meredith, princesa sidhe, saludos de nosotros dos.
Sus ojos naranja me miraron desde arriba, el más grande suspendido ligeramente por encima y entre los otros dos, como el ojo de un cíclope. La mirada que me dirigió era la que dirigiría cualquier hombre a una mujer a la que desea. Una mirada tan obvia que sentí cómo el cuerpo de Galen se tensaba. Rhys se levantó para situarse junto a Doyle.
– Me honras con tus atenciones, rey Kurag -dije.
Era un insulto entre los trasgos que un hombre no mirara a una mujer de forma impúdica. Significaba que era fea y estéril, inválida para el deseo.
La reina mantenía sus manos sobre Kurag, pero llevó una de ellas a un costado, donde yo sabía que estaban los otros genitales. Su laberinto de ojos me observó mientras sus manos se ocupaban en los genitales. Las dos bocas de Kurag respiraban de forma entrecortada.
Si no nos dábamos prisa íbamos a presenciar el momento en que la reina lo llevaba a él, a ellos, al orgasmo. Los trasgos no veían nada malo en disfrutar del sexo en público. Era una proeza masculina llegar al orgasmo varias veces en un banquete, y se apreciaba a la mujer capaz de conseguirlo. Por supuesto, el trasgo que aguantaba durante mucho tiempo las atenciones de una mujer era muy valorado entre ellas. Si un trasgo tenía problemas sexuales como eyaculación precoz o impotencia o, en el caso de las mujeres, frigidez, todo el mundo lo sabía. Nada se ocultaba.
Los ojos de Kurag se dirigieron a Frost y al pequeño trasgo que el guardia sujetaba. Para captar la atención plena del rey, su reina debería haber estado en otra habitación.
– ¿Por qué retienes a uno de mis hombres?
– Esto no es un campo de batalla, y yo no soy carroña -dije.
Kurag parpadeó. El ojo de su hombro pestañeó un segundo 0 dos más tarde que los tres ojos principales. Se volvió hacia el pequeño trasgo.
– ¿Qué has hecho?
– Nada, nada -farfulló el pequeño trasgo.
Kurag centró su atención en mí.
– Cuéntame, Merry. Éste miente más que habla.
– Bebió de mi sangre sin mi permiso.
Sus ojos volvieron a parpadear.
– Eso es una acusación grave.
– Quiero una recompensa por la sangre robada.
Kurag sacó un gran cuchillo de su cinturón.
– ¿Quieres su sangre?
– Bebió de una princesa de la alta corte de los sidhe. ¿Piensas realmente que obtener su sangre es un trato justo?
Kurag me miró.
– ¿Qué sería un trato justo? -Parecía desconfiado.
– Tu sangre por la mía -dije.
Kurag apartó las manos de la reina de su cuerpo. Dejó escapar un grito, y se vio forzado a mover la mano con suficiente fuerza para que ella cayera al suelo. No la miró para ver cómo había caído, o si se encontraba bien.
– Compartir sangre significa algo entre los trasgos, princesa.
– Sé lo que significa -dije.
Kurag me miró con sus ojos amarillos.
– Podría simplemente esperar hasta que perdieras suficiente sangre para convertirte en carroña -dijo.
Su reina se puso a su lado.
– Yo podría acelerar el proceso.
Blandió un cuchillo más largo que mi antebrazo; la hoja brillaba débilmente.
Kurag se volvió hacia ella dando un gruñido.
– No es de tu incumbencia.
– Compartirías sangre con ella, que no es reina. Sí es de mi incumbencia. -Lanzó una puñalada.
La hoja de plata se movió con demasiada rapidez para que yo pudiera seguir el movimiento con la mirada. Kurag sólo tuvo tiempo de estirar un brazo, en un esfuerzo por evitar que el cuchillo se hundiera en su cuerpo. El cuchillo abrió su brazo en una explosión carmesí. Su otro brazo, el principal, golpeó de lleno la cara de la reina. Se escuchó un crujido de huesos rotos, y ella cayó al suelo por segunda vez. Su nariz explotó como un tomate maduro. Dos de los dientes situados entre sus colmillos se habían roto. Si brotaba sangre de su boca, se perdía entre la sangre que le manaba de la nariz. El ojo más cercano a la nariz había saltado de su órbita y aparecía encima de su mejilla como una bola colgada de un hilo.
Kurag le arrebató el cuchillo de debajo de los pies. Volvió a golpearle, y esta vez ella dio una vuelta sobre sí misma y se quedó quieta. Había tenido más de un motivo para no querer casarme con Kurag.
El rey de los trasgos se inclinó sobre la reina caída. Sus gruesos dedos comprobaron que todavía respiraba, que su corazón seguía latiendo. Asintió para sí mismo y la levantó en brazos. La sostenía dulcemente, con ternura. Pronunció una orden, y un trasgo salió de entre la multitud.
– Llévala a nuestra colina. Procura que le curen las heridas. Si se muere, haré que te corten la cabeza.
Los ojos del trasgo miraron un instante la cara del rey antes de bajar la mirada. Por un momento percibí una expresión del más puro miedo en el rostro del trasgo. El rey había golpeado a la reina, casi la había matado, pero si moría sería culpa del guardia. De esta manera, el rey se declaraba inocente y podría encontrar rápidamente a otra reina. Si la hubiera matado delante de tantos testigos reales, podrían haberle forzado a renunciar al trono o hacerle pagar con su vida. Sin embargo, seguía viva cuando la depositó con ternura en los brazos del guardia: las manos del rey estarían limpias si la reina moría. Aunque era poco probable que muriese la reina de los trasgos. Los trasgos eran una raza fuerte.
Un segundo guardia trasgo, de menor estatura aunque más fornido que el primero, cogió el cuchillo de la reina que le entregó Kurag y siguió al primer guardia. Kurag tenía derecho a ejecutar a ambos si la reina moría. Una de las cosas que los miembros de la realeza aprenden pronto es a descargarse de culpa. Descargarse de culpa y salvar la cabeza. Era como jugar con la Reina Roja de Alicia en el país de las maravillas. Si decías algo equivocado, o no decías lo correcto, podías perder la cabeza. Hablando metafóricamente, o no.
Kurag se volvió hacia mí.
– Mi reina nos ha ahorrado el problema de abrirme las venas.
– Entonces sigamos con ello. Estoy perdiendo sangre -dije. Galen todavía tenía sus manos en mis muñecas, y me di cuenta de que me estaba apretando las heridas.
Lo miré.
– Galen, no pasa nada. -Mantuvo sus manos apretadas en torno a mis muñecas-. Galen, por favor, suéltame.
Me miró, abrió la boca como si fuera a decir algo; luego la cerró y me soltó lentamente las muñecas. Sus manos estaban manchadas con mi sangre. Pero la presión ejercida había disminuido la hemorragia, o quizá fueron sólo las caricias de Galen. Quizá no era sólo mi imaginación lo que convertía sus manos en un alivio.
Me ayudó a levantarme. Tuve que apartarle las manos para poder mantenerme en pie yo sola. Separé las piernas para conseguir un buen equilibrio sobre mis tacones, y encaré a Kurag.