Le llegaba al esternón, y sus hombros eran casi tan anchos como yo alta. La mayoría de los sidhe eran altos, pero los trasgos más altos eran realmente corpulentos.
Fflur se había puesto a mi lado para unirse a Galen, Doyle y Rhys. Frost estaba de pie a un lado, con el pequeño trasgo colgando de sus manos. Había una gran presión de cuerpos a nuestro alrededor: sidhe, trasgos y demás. Pero yo sólo tenía ojos para el rey de los trasgos.
– Aunque pido disculpas por la grosería de mi hombre -dijo Kurag-, no puedo ofrecerte mi sangre sin obtener algo a cambio.
Le tendí la mano derecha, y puse la mano izquierda en la boca roja de su pecho.
– Bebe entonces, Kurag, rey de los trasgos.
Acerqué mi muñeca derecha tanto como pude a su boca principal. Levantar la mano tan por encima de la cabeza me mareaba. Presioné mi muñeca izquierda contra la boca abierta de su pecho, y fueron estos labios los que se cerraron en torno a mi piel en primer lugar, esta lengua la que hurgó en la herida para que brotara sangre fresca. La lengua de aquella boca era delicada y humana, no como la áspera lengua de gato del pequeño trasgo.
Kurag bajó la cabeza hasta mi muñeca, con cuidado de no utilizar sus manos para mantener la herida cerca de él. Usar las manos habría sido grosero y se habría considerado como una insinuación sexual. Su boca era áspera como papel de lija, incluso más áspera que la del pequeño trasgo. Me raspó la herida y me hizo ahogar un grito. La boca de su pecho succionaba como un niño; la lengua de Kurag continuó lamiendo hasta que surgió sangre fresca. Cuando puso sus labios alrededor de mi herida, se metió en la boca casi toda mi muñeca. Sus dientes me mordían la carne y me hacían daño a medida que aumentaba la succión. En cambio, la boca más pequeña de su pecho era mucho más delicada.
La boca de Kurag trabajaba en mi muñeca. Cuando me había acostumbrado a su succión, sus dientes rasparon la herida y su lengua se desplazó en un movimiento amplio y doloroso. Estuvo lamiendo la herida durante mucho tiempo. Me recordó una de esas competiciones de beber cervezas en las que tomas todas las que puedes sin vomitar.
Pero finalmente, Kurag apartó la cabeza de mi muñeca. Yo aparté mi mano izquierda de su pecho; los labios me besaron fugazmente cuando me retiré.
Kurag esbozó una sonrisa, mostrando sus dientes amarillentos manchados de sangre.
– Mejóralo si puedes, princesa, aunque las sidhe siempre me han parecido demasiado remilgadas para una buena actuación con la lengua.
– No has conocido a las sidhe adecuadas, Kurag. Todas las que he conocido tenían… -bajé el tono de mi voz y le lancé una mirada insinuante- talento oral.
Kurag se rió entre dientes. Fue una risa débil y malvada, pero apreciativa.
Me tambaleé un poco, pero me mantuve en pie y eso era lo único que se necesitaba. Sin embargo, no iba a aguantar mucho más.
– Es mi turno -dije.
Kurag sonrió.
– Chúpame, dulce Merry, chúpame fuerte.
Hubiera sacudido la cabeza si no hubiera estado convencida de que eso me marearía todavía más.
– Nunca cambiarás, Kurag -dije.
– ¿Por qué tendría que cambiar? -dijo-. Ninguna mujer con la que me haya acostado en más de ochocientos años se ha ido insatisfecha.
– Sólo sangrando -dije. Parpadeó, y volvió a reír.
– Si no hay sangre, ¿dónde está la gracia?
Traté en vano de no sonreír.
– Hablas mucho para no haberme ofrecido todavía tu sangre. Me tendió el brazo. Manaba sangre de él en grandes chorros rojos. La herida que me ofreció era más profunda de lo que había parecido, una profunda hendidura como una tercera boca.
– Tu reina tenía la intención de matarte -dije.
Miró hacia la herida, sonriendo todavía.
– Sí, es cierto.
– Pareces complacido -dije.
– Y tu, princesa, parece que estés retrasando el momento de colocar en mi cuerpo tu boquita blanca.
– La sangre de sidhe puede ser dulce -dijo Galen-, pero la sangre de trasgo es amarga.
Era un antiguo proverbio entre nosotros, que por lo demás no era cierto.
– Mientras la sangre sea roja, siempre tiene más o menos el mismo gusto -dije.
Bajé la boca hacia la herida. No podía hacer nada parecido a meterme en la boca todo el brazo de Kurag, como había hecho él con mi muñeca, pero chuparle la sangre tenía que ser más que un simple beso de mis labios. La succión de sangre era una forma apasionada de compartir, y no mostrar pasión se consideraba un insulto.
El arte de succionar una herida consiste en hacer brotar sangre desde lo más profundo. Hay que empezar despacio, trabajar en su interior. Chupé la piel en el lado menos profundo de la herida con largos y firmes lametones. Uno de los trucos para beber mucha sangre es tragar a menudo. El otro truco consiste en concentrarse en cada tarea por separado. Me concentré en lo áspera que era la piel de Kurag, en la protuberancia que parecía formar un nudo al final de la herida. Me concentré en ese nudo, haciéndolo rodar por mi boca durante un segundo para reunir el coraje preciso para lamer la herida. Me gusta un poco de sangre, un poco de dolor, pero esa herida era profunda y fresca, en cierto modo excesiva.
Volví a lamer dos veces el lado poco profundo de la herida y a continuación, detuve mi boca allí. La sangre manaba demasiado deprisa y me provocaba convulsiones al tragar. Respiraba por la nariz, pero aun así había demasiado líquido dulce y metálico. Demasiado para respirar, demasiado para tragar. Luché por contener una arcada e intenté concentrarme en algo distinto. Los bordes de la herida estaban muy limpios y suaves: buena prueba de que el cuchillo estaba bien afilado. Me hubiera ayudado poder tocar a Kurag con las manos, tener alguna otra sensación. Era consciente de que mis manos se tensaban en el aire como si intentaran encontrar algo en lo que agarrarse. Pero no lo podía evitar. Tenía que hacer algo.
Una mano me rozó las puntas de los dedos, y la agarré, la apreté. Mi otra mano se desplazó en el aire hasta que también la agarraron. Pensé que era Galen, por la delicada perfección de las puntas de sus dedos, pero la palma y los dedos estaban llenos de callos causados por la espada y el escudo. Eran demasiado rugosas para tratarse de Galen. Eran manos que se habían estado ejercitando en las armas mucho más tiempo de lo que había vivido Galen. Estas manos agarraban las mías, respondiendo a mi presión, apretándolas mientras yo me aferraba a esa sensación.
Tenía la boca contra el brazo de Kurag, pero concentraba la atención en mis manos y en la fuerza que me retenía. Podía sentir cómo unos brazos tiraban de mí y me obligaban a colocar las manos por detrás de la espalda y luego a subirlas: un dolor suave que me distraía, exactamente lo que necesitaba.
Me separé de la herida, jadeé y un instante después pude por fin respirar correctamente. Tuve una arcada, pero las manos tiraron de mis brazos hacia arriba y pude contenerme. Pasó el momento crítico y me sentí bien. No iba a ponerme en ridículo vomitando toda aquella buena sangre.
Las manos se aflojaron y el dolor de mis brazos se alivió; las manos ya sólo eran algo a lo que agarrarse.
– Ummm… -dijo Kurag- esto ha estado bien, Merry. Eres, ciertamente, la hija de tu padre.
– Todo un cumplido, viniendo de ti, Kurag.
Me separé de él y tropecé. Las manos me levantaron y permitieron que me apoyara en el pecho de su propietario. Sabía quién era antes de volverme para mirar. Doyle me observaba mientras yo me apoyaba en su cuerpo, con mis manos todavía entre las suyas. Articulé una palabra:
– Gracias.
Asintió levemente con la cabeza. No hizo ningún movimiento para soltarme, y yo no hice ningún movimiento para liberarme de la presión de su cuerpo. Temía caerme si me apartaba de él y le soltaba las manos. Pero fue también en ese momento cuando me sentí segura. Sabía que si me caía, él me cogería.
– Mi sangre está en tu cuerpo y la tuya en el mío, Kurag -dije-. Somos hermanos de sangre hasta la próxima luna.