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Kurag asintió.

– Tus enemigos son mis enemigos. Tus amigos son mis amigos.

– Dio un paso adelante, cerniéndose sobre mí e incluso sobre Doyle-. Seremos aliados de sangre durante una luna si…

Lo miré.

– ¿Si qué? El ritual se ha completado.

Kurag levantó sus tres ojos y miró a Doyle.

– Tu Oscuridad sabe lo que quiero decir.

– Todavía es la Oscuridad de la Reina -dije.

Los ojos de Kurag me miraron, y luego se dirigieron a Doyle.

– No está aguantando las manos de la reina.

Empecé a apartarme de Doyle, pero él me apretó las manos todavía más, y yo decidí relajarme.

– No te incumbe en absoluto a quien sostiene las manos Doyle, Kurag.

Los ojos de Kurag se estrecharon.

– ¿Es Doyle tu nuevo consorte? He oído un rumor de que ése es el motivo por el que regresabas a la corte, para escoger a un nuevo consorte.

Puse las manos de Doyle en mi cintura.

– No tengo consorte. -Me recosté en los brazos de Doyle. Durante un segundo, se puso tenso, pero acto seguido sentí que uno a uno sus músculos se iban relajando-. Aunque puede decirse que he salido a ver qué hay en el mercado.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo Kurag.

Podía sentir la tensión en Doyle, aunque no creo que nadie más lo captara. Había algo que se me escapaba, pero no sabía qué.

– Si no tienes consorte puedo pedir otra cosa o considerar rota la alianza.

– No lo hagas, Kurag -dijo Doyle.

– Invoco el derecho de carne -anunció Kurag.

– Ha tomado tu sangre de manera poco leal-dijo Frost-. Sabe quiénes son tus enemigos, y el rey de los trasgos les tiene miedo.

– ¿Estás llamando cobarde a Kurag, el rey de los trasgos? -preguntó Kurag.

Frost se puso bajo el brazo el pequeño trasgo que estaba agarrando, dejando libre su otra mano, aunque todavía desarmado.

– Sí, te llamo cobarde, si te escondes detrás de la carne.

– ¿Qué es el derecho de carne? -pregunté. Empecé a separarme de Doyle, pero me lo impidió. Lo miré-. ¿Qué pasa, Doyle?

– Kurag intenta esconder su cobardía detrás de un ritual muy antiguo.

Kurag hizo una mueca. Llamar cobarde a alguien en cualquiera de las cortes solía terminar en un duelo. Kurag estaba siendo muy razonable.

– No temo a ningún sidhe -dijo-. Invoco la carne no para salvarme de sus enemigos, sino para unir mi carne con la suya.

– Ya estás casado -dijo Frost-. El adulterio es un crimen entre los sidhe.

– Pero no entre los trasgos -aseguró Kurag-. Así pues, mi estado matrimonial no supone ningún inconveniente, sólo el suyo. Me aparté de Doyle, pero el movimiento fue demasiado rápido y me hizo tambalear. Afortunadamente Fflur me agarró por el codo y no llegué a caer.

– Voy a curarte las muñecas -dijo.

No podía discutir.

– Gracias -le dije. Mientras ella empezaba a cubrirme las muñecas, yo me volví hacia los hombres-. Que alguien me explique por favor de qué está hablando.

– Con mucho gusto -dijo Kurag-. Tu enemigo es el mío y tengo que ayudarte a defenderte contra fuerzas poderosas, por lo que mi amigo tiene que ser completamente tu amigo. Compartiremos carne igual que compartimos sangre.

– ¿Estás hablando de sexo? -preguntó Galen.

Kurag asintió.

– Sí.

Yo dije:

– No.

– Oh, no -dijo Galen.

– Si no compartimos carne, no hay alianza -dijo Kurag.

– Entre los sidhe -dijo Doyle- tus votos de matrimonio todavía son sagrados. Meredith no puede ayudarte a que engañes a tu esposa como tampoco puede engañar a su propio esposo. La regla de la carne sólo puede aplicarse cuando ninguna de las partes está comprometida.

Kurag torció el gesto.

– Maldita sea. -Me miró-. Siempre te me escapas, Merry.

– Sólo porque siempre haces trampas para llegar a mi cama.

Había llegado un sirviente con un cuenco de agua, y lo sostenía mientras Fflur me lavaba las muñecas. Abrió una botella de antiséptico y me empapó con él ambas muñecas.

– En una ocasión, te hice una oferta de matrimonio válida -dijo Kurag.

– Tenía dieciséis años -dije-. Me asustaste.

Fflur me secó las muñecas.

– Soy demasiado hombre para ti, ¿verdad?

– Vosotros dos juntos sois demasiado para mí, Kurag, tienes razón -dije.

Su mano se dirigió hacia sus genitales adicionales. Una sola caricia provocó un abultamiento debajo de sus pantalones.

– Se ha invocado la carne -dijo Kurag, todavía con la mano en su costado-. No se puede deshacer hasta que reciba respuesta.

Miré a Doyle.

– ¿Qué quiere decir?

Doyle sacudió la cabeza.

– No estoy seguro.

Una segunda sirvienta trajo una bandeja con material médico y la sostuvo mientras Fflur me vendaba las muñecas con una gasa. La sirvienta actuó como una especie de enfermera, ofreciéndole tijeras y esparadrapo cuando ella los necesitó.

– Sé lo que está haciendo Kurag -dijo Frost-. Todavía intenta huir de tus enemigos.

Kurag se volvió hacia Frost con la cólera de una tempestad.

– Merry necesita todos los brazos fuertes que pueda reunir. Es una suerte para ti, Asesino Frost.

– ¿Honrarás tu alianza entonces y serás uno de sus brazos fuertes?- preguntó Frost.

– Sí -dijo Kurag-, pero si no puedo tener relaciones sexuales con nuestra Merry, entonces prefiero no honrar la alianza.

Su cara con múltiples ojos se mostró seria de golpe, incluso inteligente. Comprendí por primera vez que Kurag no era tan estúpido como indicaban sus actos, ni tampoco estaba tan gobernado por sus glándulas como pretendía. Por un momento aquellos tres ojos amarillos mostraron una astucia absoluta. Una mirada tan penetrante, tan diferente de la de un momento antes, que me hizo retroceder, como si hubiese intentado golpearme. Porque debajo de aquella mirada tan seria había algo distinto: miedo.

¿Qué estaba pasando en las cortes para que Kurag, el rey de los trasgos, estuviera espantado?

– Si no respetas la alianza -dijo Frost-, entonces toda la corte sabrá que eres un cobarde sin honor. Nunca más se confiará en tu palabra.

Kurag miró a la multitud que nos rodeaba. Algunos se habían ido con la reina como una comitiva de aduladores, pero muchos se habían quedado rezagados. Para mirar. Para escuchar. ¿Para espiar?

El rey de los trasgos recorrió el círculo de las caras expectantes, y después volvió a centrarse en mí.

– He invocado la carne. Comparte la carne con uno de mis trasgos, uno de mis trasgos solteros, y respetaré la alianza de sangre.

Galen se puso a mi lado.

– Merry es una princesa sidhe, la segunda en la línea sucesoria. Las princesas sidhe no se acuestan con trasgos. -Había fuerza en su voz. Y también preocupación.

Le toqué el hombro.

– No pasa nada, Galen.

Se volvió hacia mí.

– Sí, sí pasa. ¿Cómo se atreve a pedirte algo así?

Un murmullo airado se extendió entre los sidhe de la sala. El pequeño grupo de trasgos que había sido autorizado a entrar en nuestro promontorio se cerraba en torno a su rey.

Doyle se me acercó y murmuró:

– Esto podría ir mal.

Lo miré.

– ¿Qué quieres que haga?

– Que te comportes como una princesa, como la futura reina -dijo.

Galen oyó parte de estas palabras. Se volvió hacia Doyle.

– ¿Qué le pides que haga?

– Lo mismo que hace con nosotros a petición de la reina Andais -dijo Doyle. Me miró-. No se lo pediría si el sacrificio no mereciera la pena.

– ¡No! -dijo Galen.

Doyle miró a Galen entonces.

– ¿Qué valoras más, su virtud o su vida?

Galen lo fulminó con la mirada, y la tensión recorrió su cuerpo como una corriente de ira casi visible.

– Su vida -dijo al fin, pero lo escupió como si se tratara de algo amargo.