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Con los trasgos como aliados, Cel tendría que afrontar un duelo de sangre con Kurag y su corte en el caso de que me matara. Eso haría dudar a Cel o a cualquier otro. Necesitaba aquella alianza.

– Tomaré la carne de uno de tus trasgos en mi cuerpo -dije.

Kurag sonrió.

– Su carne en tu dulce cuerpo. Deja que tu carne y la suya sean una y toda la nación de los trasgos será tu aliada.

– ¿Con quién compartiré la carne? -pregunté.

Kurag se mostró pensativo. El ojo de su hombro se ensanchó, y los dos brazos delgados de su lado gesticularon ampliamente.

El rey se volvió hacia el círculo de sus trasgos y empezó a deambular entre ellos, siguiendo los pequeños brazos de su gemelo. No pude ver ante quién se detuvo finalmente. Regresó del cerrado grupo de trasgos, y no vi al elegido hasta que el pequeño trasgo surgió de detrás de su espalda.

Medía sólo un metro veinte y tenía una piel pálida que brillaba como una perla. Reconocía la piel de sidhe cuando la veía. El cabello le caía por el cuello, negro y grueso, aunque cortado muy corto por encima de los hombros. Su cara era extrañamente triangular con unos enormes ojos almendrados del color del zafiro, con una pupila negra muy fina. Sólo llevaba un taparrabos de plata, lo cual según las costumbres de los duendes significaba que había algo de deformidad en las partes desnudas. No ocultaban ninguna deformidad, sino que las veían como un signo de honor.

Caminó hacia mí por encima de la piedra como un pequeño muñeco. Si tenía alguna deformidad, no la podía ver. Salvo por su talla y sus ojos, podría haber pertenecido a la corte.

– Éste es Kitto -dijo Kurag-. Su madre era una sidhe que fue violada en la última guerra de los trasgos. -Lo cual significaba que Kitto tenía casi mil años. Sin duda, no los aparentaba.

– Hola, Kitto -dije.

– Hola, princesa.

Había un silbido extraño en sus palabras, como si le costara articularlas. Sus labios eran carnosos y de color rosa, pero apenas sí se movían cuando hablaba, como si pretendiese ocultar algo en su boca.

– Antes de mostrar tu conformidad -dijo Kurag-, admira a tu pareja.

Kitto se dio la vuelta y mostró por qué llevaba taparrabos: en el nacimiento del pelo surgía una sucesión de escamas iridiscentes que le bajaban por la espalda hasta la base de la columna vertebral. Sus nalgas eran prietas y perfectas, pero las escamas brillantes explicaban por qué sus ojos tenían pupilas elípticas y por qué tenía problemas con las eses.

– Un trasgo serpiente -dije.

Kitto se volvió para mirarme. Asintió.

– Abre la boca, Kitto. Déjame verlo todo -dije.

Miró al suelo durante un momento, y a continuación fijó en mí sus extraños ojos. Abrió su boca en un amplio bostezo. Su lengua era como una cinta roja con una línea negra a cada lado.

– ¿Ssssatisfecha? -preguntó.

Asentí.

– Sí.

– No puedes -dijo Rhys. Había estado tan quieto que casi había olvidado que se encontraba con nosotros.

– Lo he elegido así -dije.

Rhys me tocó el hombro y me llevó a un lado.

– Mira bien la cicatriz que me recorre la cara. Sé que te he contado miles de historias heroicas sobre cómo me la hice, pero la verdad es que la reina me castigó. Me entregó a los trasgos para una noche de placer. Pensé, por qué no, sexo libre, aunque sea con trasgos. -Parpadeó con el ojo bueno-. La concepción que un trasgo tiene del sexo es algo más violento de lo que puedes imaginarte, Merry.

Recorrió toda la cicatriz con la punta de su dedo. Tenía la mirada perdida, como si estuviera haciendo memoria de algo.

Toqué el extremo de la cicatriz, en su mejilla, y tomé una de sus manos entre las mías.

– ¿Te lo hizo un trasgo durante el acto sexual?

Asintió.

– Oh, Rhys -dije, en voz baja.

Me cogió la mano y sacudió la cabeza.

– No quiero compasión. Sólo quiero que comprendas qué estás aceptando.

– Lo entiendo, Rhys. Gracias por contármelo.

Le acaricié la mejilla, le apreté la mano y seguí caminando hasta los trasgos, que estaban esperando. Caminaba derecha y en línea recta, pero la cabeza me daba vueltas y necesitaba agarrarme a algo. Pero cuando uno negocia un tratado de guerra, tiene que mostrarse fuerte, o como mínimo no dar la sensación de que se puede desmayar en cualquier momento.

– La carne de Kitto en mi cuerpo, ¿verdad? -pregunté.

Kurag asintió, y parecía satisfecho consigo mismo, como si supiera que ya había ganado.

– Estoy de acuerdo en tomar la carne de Kitto en mi cuerpo. -¿Estás de acuerdo? -preguntó Kitto; su voz traslucía sorpresa-. ¿Estás de acuerdo en compartir carne con un trasgo?

Asentí.

– Estoy de acuerdo con una condición.

Sus ojos se estrecharon.

– ¡Qué condición?

– Si la alianza entre nosotros dura un año -dije.

Sentí que Doyle se me acercaba. La sorpresa recorría la sala en forma de murmullos y pequeños movimientos.

– ¿Un año? -dijo Kurag-. No, es demasiado.

– Once lunas desde ahora -dije.

Movió la cabeza.

– Dos lunas.

– Diez -dije.

– Tres.

– Sé razonable -dije.

– Cinco -dijo.

– Ocho -repliqué.

Sonrió.

– Seis.

– De acuerdo -dije.

Kurag me miró durante un instante.

– Hecho. -Lo dijo en voz baja, como si hasta en el momento de decirlo estuviera seguro de que estaba tomando una mala decisión.

Levanté la voz para que llenara toda la habitación y separé ligeramente los pies para mantener el equilibrio. Debería haberme mostrado agresiva, pero no tenía intención de hacerlo. Intentaba que mi cuerpo no se contagiara del movimiento que sentía en la cabeza.

– La alianza está forjada.

Kurag alzó su propia voz.

– Lo estará sólo después de que compartas carne con mi trasgo. Tendí mi mano a Kitto. Él puso su mano encima de las mías, una ligera caricia de carne suave. Le agarré la mano y la coloqué en mi cara. Intenté inclinarme y besarle la palma, pero la habitación me daba vueltas. Tuve que levantarle la mano con las mías. Separé sus dedos perfectos. Nunca había cogido una mano de hombre que fuera más pequeña que la mía. Chupar un dedo era lo más sensual que cabía hacer, pero ya no quería succionar más carne esa noche. Le di un beso delicado pero intenso en la palma abierta. No dejé ninguna marca de pintalabios, lo cual significaba que ya no me quedaba nada después de haber lamido el brazo de Kurag.

Los ojos extraños de Kitto se abrieron.

Levanté la boca y la aparté de su mano, lentamente, de manera que fijé mis ojos en Kurag al dejar de ocuparme de la mano del trasgo.

– Ya nos las arreglaremos para compartir la carne, Kurag, no te preocupes. Ahora ven conmigo, Kitto. La reina me espera a mí y a todos mis hombres.

Kitto buscó el permiso de Kurag, y después me miró.

– Es un gran honor.

Miré al alto rey.

– Mientras yo comparta la carne con Kitto en las noches venideras, recuerda esto, Kurag: fue tu propio deseo y cobardía lo que me entregó a él, y él a mí.

La cara de Kurag cambió de amarillo a un naranja oscuro. Cerró los puños.

– Zorra -dijo.

– He pasado muchas noches en tu corte, Kurag. Sé que sólo compartir carne con un trasgo es verdadero sexo para ti. Menos que eso es sólo un juego. Y me has entregado a otro trasgo, Kurag. La próxima vez que intentes engañarme para llevarme a la cama, piensa en adónde nos ha llevado tu engaño, a ti y a mí.

Sentí que mi fuerza se desvanecía al acabar el discurso. Tropecé. Unas manos fuertes me sujetaron ambos brazos: Doyle a un lado y Galen a otro. Miré a ambos y conseguí murmurar:

– Necesito sentarme, pronto.

Doyle asintió. Galen mantuvo un brazo en mi codo y me pasó el otro por la cintura. Doyle seguía sujetándome con fuerza. Dejé que ellos sostuvieran el peso de mi cuerpo, pero lo hice de forma que desde lejos parecía que me mantenía en pie sin ningún problema. Había perfeccionado esta técnica muchas veces, en los casos en que la Guardia me arrastraba ante mi tía y ella pedía que permaneciera en pie y yo no podía hacerlo por mí misma. Algunos de los guardias me ayudaban; otros, no. Caminar iba a resultar una experiencia interesante.