Kim. Rosa. Julia. ¿Era coincidencia? Ansiaba hablar con Levon y Barbara, comunicarme con ellos antes de que vieran la noticia de Julia, para prepararlos de algún modo, pero no sabía dónde estaban.
Barbara había llamado el día anterior por la mañana para avisarme de que ella y su marido irían a Oahu para verificar lo que quizá fuera una pista falsa, y desde entonces no tenía noticias de ellos.
Bajé el volumen del televisor y llamé al móvil de Barbara. No obtuve respuesta, así que colgué y llamé a Levon. Él tampoco respondió. Tras dejar un mensaje, llamé al conductor, y me enviaron al buzón de voz de Marco, así que le dejé mi número de teléfono y le dije que mi llamada era urgente.
Me duché y me vestí deprisa, ordenando mis ideas, sintiendo una inquietud difusa pero apremiante. Algo me molestaba, pero no lograba precisar qué era. Parecía un mosquito que no puedes aplastar. O ese tenue olor a gas cuyo origen desconoces. ¿Qué era?
Llamé de nuevo a Levon y le dejé un mensaje. Luego llamé a Eddie Keola; él tenía que saber cómo encontrar a los McDaniels.
Era su trabajo.
53
Keola ladró su nombre al auricular.
– Eddie, soy Ben Hawkins. ¿Has visto las noticias?
– Peor que eso. He visto la realidad.
Keola había estado en el Island Breezes desde que la noticia sobre Julia Winkler había circulado por la radio policial. Había estado allí cuando sacaron el cuerpo y hablado con los policías presentes en la escena del crimen.
– Era la compañera de habitación de Kim -dijo-. ¿Puedes creerlo?
Le conté que no había podido comunicarme con los McDaniels ni con su chófer, y le pregunté si sabía dónde se alojaban.
– En un tugurio de la costa este de Oahu. Barbara me dijo que no conocía el nombre.
– Quizá yo esté paranoico, pero esto me preocupa. Ellos no suelen desaparecer tanto tiempo sin telefonear.
– Nos vemos en su hotel dentro de una hora -me dijo Keola.
Llegué al Wailea Princess poco antes de las ocho. Me dirigía a la recepción cuando oí que Eddie Keola me llamaba. Cruzó el vestíbulo de mármol a paso rápido. Su pelo plateado estaba húmedo y revuelto, y tenía ojeras de fatiga.
El gerente de turno era un joven con una elegante corbata de cien dólares, una americana de gabardina azul con una identificación en la que ponía «Joseph Casey».
Cuando dejó el teléfono, Keola y yo le explicamos nuestro problema: que no podíamos localizar a dos huéspedes y tampoco al chófer contratado por el hotel. Le dije que nos preocupaba la seguridad de los McDaniels.
El gerente sacudió la cabeza.
– No tenemos chóferes en el personal, y no contratamos a nadie para conducir a los McDaniels. Y menos a alguien llamado Marco Benevenuto. No lo hacemos y nunca lo hemos hecho.
Me quedé atónito.
– ¿Por qué ese hombre les diría a los McDaniels que era un chófer del hotel? -preguntó Keola.
– No conozco a ese hombre. No tengo ni idea. Tendrán que preguntarle a él.
Keola le enseñó su identificación, diciendo que era empleado de los McDaniels y quería ver su habitación.
Tras consultar al jefe de seguridad, Casey accedió. Llevé una guía telefónica a una silla del vestíbulo. Había cinco servicios de limusinas en Maui, y ya los había llamado a todos cuando Eddie Keola se dejó caer en la silla de al lado.
– Nadie ha oído hablar de Marco Benevenuto -le dije-. No figura en ninguna guía de Hawai.
– Y la habitación de los McDaniels está vacía. Como si nunca hubieran estado allí.
– ¿Qué diantre pasa? ¿Barbara y Levon se fueron de aquí y no sabías adónde iban?
Parecía una acusación. No era mi propósito, pero mi pánico se había disparado. Hawai tenía una tasa de delincuencia baja. Y ahora teníamos dos chicas muertas, la desaparición de Kim, la desaparición de los padres de ésta y el chófer, todo en una semana.
– Le dije a Barbara que yo debía encargarme de esa pista en Oahu -dijo Keola-. Esos antros para mochileros están alejados y son bastante precarios. Pero Levon me disuadió. Me dijo que quería que yo dedicara mi tiempo a buscar a Kim aquí.
Keola jugueteaba con su reloj de pulsera y se mordía el labio. Los dos, ex policías sin ninguna autoridad, tratábamos desesperadamente de comprender lo incomprensible.
54
El vestíbulo del Wailea Princess se estaba transformando en un circo de tres pistas. Una fila de turistas alemanes se alineaba ante la recepción, un grupo de chiquillos pedía al jardinero que les dejara alimentar a las carpas, y a diez metros se desarrollaba una presentación sobre atracciones turísticas, con diapositivas, películas y música nativa.
Eddie Keola y yo parecíamos invisibles. Nadie se dignaba mirarnos.
Empecé a analizar los datos, asociando a Rosa con Kim, a Kim con Julia y el chófer, Marco Benevenuto, que les había mentido a los McDaniels y a mí, y la desaparición de los McDaniels.
– ¿Qué te parece, Eddie? ¿Ves la conexión? ¿O estoy atizando las llamas de mi calenturienta imaginación?
Keola suspiró.
– Te diré la verdad, Ben: esto me supera. No pongas esa cara. Yo me encargo de infidelidades y reclamaciones de seguros. ¿Qué crees? ¿Que Maui es Los Ángeles?
– ¿Por qué no presionas a tu amigo, el teniente Jackson?
– Lo haré. Insistiré para que se comunique con la policía de Oahu y los convenza de buscar a Barbara y a Levon. Si se pone difícil, pasaré por encima de él. Mi padre es juez.
– Eso puede ser útil.
– Ya lo creo.
Keola dijo que me llamaría, y luego me dejó con el teléfono en el regazo. Miré el mar esmeralda desde el vestíbulo j abierto. A través de la niebla matinal veía el contorno de Lanai, la pequeña isla donde se había extinguido la vida de Julia Winkler.
En Los Ángeles eran las cinco de la mañana, pero tenía que hablar con Amanda.
– ¿Qué cuentas, florecilla? -canturreó en el teléfono.
– Cosas malas, abejorro.
Le comenté la última noticia, y mi sensación de lúgubre desasosiego. Le aclaré que en los últimos tres días no había bebido nada más fuerte que zumo de guayaba.
– Kim ya habría aparecido si pudiera -le dije a Amanda-. No conozco el quién, el dónde, el porqué, el cuándo ni el cómo, pero te juro que creo conocer el qué.
– «Un asesino en serie en el paraíso.» La gran nota que esperabas. Quizás un libro.
Apenas oí sus palabras. El dato elusivo que me había molestado desde que había encendido el televisor dos horas antes centelleó en mi cabeza como un letrero de neón rojo. Charles Rollins. El nombre del sujeto al que habían visto con Julia Winkler.
Yo conocía ese nombre.
Le pedí a Amanda que aguardara, saqué la billetera del bolsillo trasero y con una mano trémula ojeé las tarjetas reunidas en la funda transparente.
– Amanda.
– Sigo aquí. ¿Y tú?
– Un fotógrafo llamado Charles Rollins se me acercó en la escena del crimen de Rosa Castro. Trabajaba para la revista Talk Weekly, de Loxahatchee, Florida. La policía cree que puede haber sido la última persona que vio a Julia Winkler con vida. Y no aparece por ninguna parte.
– ¿Hablaste con él? ¿Podrías identificarlo?
– Quizá. Necesito tu ayuda.
– ¿Enciendo el ordenador?
– Por favor.
Aguardé, apretando el móvil contra la oreja, y oí el ruido del retrete en Los Ángeles. Al fin, la voz de mi amada reapareció en la línea.
Se aclaró la garganta.
– Ben -dijo-, hay cuarenta páginas de Charles Rollins en Google, tiene que haber dos mil tíos con ese nombre, cien de ellos en Florida. Pero no aparece ninguna revista Talk Weekly. Ni en Loxahatchee ni en ninguna parte.