Un policía abrió una de las puertas traseras.
– Dos cuerpos con los cinturones abrochados -exclamó-. Los reconozco. Santo cielo, son los McDaniels. Los padres de la modelo.
Me estremecí y espeté una serie de amargos juramentos para no ponerme violento ni vomitar.
Eddie Keola estaba junto a mí al lado de la cinta amarilla que iba desde un tronco arrojado por el mar hasta un trozo de roca de lava a treinta metros. Keola no sólo era mi billete para conseguir información policial y entrar en las escenas del crimen, sino que empezaba a considerarlo el hermano menor que no había tenido.
No nos parecíamos en nada, salvo que ambos éramos piltrafas en ese momento.
Se aproximaron más vehículos, algunos con sirena, y se detuvieron en el asfalto lleno de baches que corría paralelo a la playa, una carretera cerrada por reparaciones.
Estos nuevos aditamentos a la flota de la ley eran vehículos utilitarios negros, y los hombres que se apearon de ellos llevaban chaquetas con la leyenda «FBI».
El amigo policía de Eddie se nos acercó.
– Lo único que puedo deciros -comentó- es que se vio a los McDaniels cenando hace dos noches en el albergue Kamehameha. Estaban con un hombre blanco, un metro ochenta y pico, pelo cano y gafas. Salieron con él, y eso es todo lo que tenemos. Con esa descripción, el sujeto que cenó con ellos pudo ser cualquiera.
– Gracias -dijo Eddie.
– De nada, pero ahora tendréis que iros.
Eddie y yo subimos por una rampa arenosa hasta el jeep.
Me alegré de irme.
No quería ver los cadáveres de esas dos buenas personas a las que había cobrado tanto afecto. Eddie me llevó de vuelta al Marriott y nos quedamos un rato en el aparcamiento, rumiando lo sucedido.
Las muertes de todas las víctimas de esa orgía sangrienta habían sido premeditadas, calculadas, casi artísticas, la obra de un asesino muy listo y experto que no dejaba pistas. Compadecí a los investigadores que tuvieran que resolver el caso. Y ahora Aronstein ponía fin a mis vacaciones en Hawai con todos los gastos pagados.
– ¿Cuándo sale tu vuelo? -preguntó Keola.
– Alrededor de las dos.
– ¿Quieres que te lleve?
– Te lo agradezco, pero de todos modos tengo que devolver el coche.
– Lamento que esto haya salido así.
– Éste será uno de esos casos sin resolver. Y si alguna vez se resuelve, será dentro de muchos años. La confesión de un moribundo o una componenda con un presidiario.
Poco después me despedí de Eddie, recogí mis cosas y me marché del hotel. Regresaba a Los Ángeles insatisfecho y angustiado, con la sensación de haber sufrido un desgarrón. Lo habría apostado todo a que la historia había terminado, al menos para mí.
Una vez más, me equivocaba.
TERCERA PARTE
58
El guapo caballero rubio cruzó un pasillo rojo con cortinas de seda que terminaba en un vestíbulo recorrido por una suave brisa. Un mostrador de piedra se erguía en un extremo de la estancia y un joven recepcionista recibió al huésped con una sonrisa tímida.
– Su suite ya está preparada, señor Meile. Una vez más, bienvenido al Pradha Han.
– Encantado de estar aquí -dijo Henri. Se apoyó las gafas en la coronilla mientras firmaba el talón de la tarjeta de crédito-. ¿Has mantenido tibias las aguas del golfo, Raphee?
– Desde luego. No defraudaríamos a un apreciado huésped como usted.
Henri abrió la puerta de la suite de lujo, se desvistió en el suntuoso dormitorio y arrojó la ropa a la enorme cama cubierta por el mosquitero. Se puso una bata de seda y probó bombones y mango seco mientras miraba BBC World, disfrutando de las noticias sobre «la racha de asesinatos en Hawai que sigue desconcertando a la policía».
Estaba pensando que eso haría felices a los Mirones cuando la campanilla de la puerta anunció la llegada de sus amigos especiales.
Aroon y Sakda, adolescentes menudos de pelo corto y piel dorada, se inclinaron para saludar al hombre que conocían como Paule Meile, y luego, riendo, lo rodearon con los brazos mientras él los llamaba por su nombre.
Instalaron la mesa de masajes en el balcón privado que daba a la playa. Mientras los chicos alisaban las sábanas y sacaban aceites y lociones, Henri instaló la cámara de vídeo y encuadró la escena.
Aroon lo ayudó a quitarse la bata y Sadka dispuso las sábanas sobre la parte inferior del cuerpo, y luego los chicos iniciaron la especialidad del spa Pradha Han, el masaje de cuatro manos.
Henri suspiró mientras los chicos trabajaban a la vez, sobándole los músculos, frotándolo con la crema hmong, disolviendo las tensiones de la semana anterior. En la selva graznaban cálaos y el aire olía a jazmín. Era una experiencia sensorial deliciosa, y por eso iba a Hua Hin al menos una vez al año.
Los chicos le hicieron dar la vuelta y le tiraron de los brazos y manos al mismo tiempo, luego hicieron otro tanto con las piernas y los pies, le acariciaron la frente, hasta que Henri abrió los ojos.
– Aroon -dijo en tailandés-, ¿me traerías el billetero? Está en la cómoda.
Cuando Aroon regresó, Henri sacó un fajo de billetes, mucho más que los pocos centenares de bahts que costaba el masaje. Agitó el dinero frente a los chicos.
– Yak ja yoo len game tor mai? -preguntó-. ¿Os gustaría quedaros para jugar un poco?
Los chicos rieron entre dientes y ayudaron al rico caballero a incorporarse en la mesa de masajes.
– ¿A qué quieres jugar, papá? -preguntó Sakda.
Henri se lo explicó y ellos asintieron y batieron las palmas, al parecer muy contentos de proporcionarle satisfacción. Les besó las palmas, uno por vez.
Amaba a esos dulces chicos.
Era un auténtico deleite estar con ellos.
59
Henri despertó a solas al oír el campanilleo.
– Adelante -dijo.
Entró una muchacha con una flor roja en el cabello, se inclinó y le sirvió el desayuno en una bandeja de cama: nahm prik, tallarines de arroz con salsa de chile y cacahuate, fruta fresca y un cuenco de té cargado.
La mente de Henri era un hervidero mientras comía, pensando en la noche anterior, disponiéndose a editar su vídeo para la Alianza.
Llevó el té a la mesa, examinó la filmación en su ordenador y echó un vistazo a la escena del masaje. Pasó a la escena del agua que caía en la tina bajo el ojo redondo de la claraboya y puso un título sobre el agua corriente: «Ochibashigure.»
La escena siguiente era una toma larga y morosa que empezaba con la cara inocente de los chicos y luego un pasaje por sus cuerpos jóvenes y desnudos, demorándose en la ropa que se habían quitado.
Cuando su propia cara apareció en la pantalla, Henri usó la herramienta de distorsión para deformar sus rasgos mientras alzaba a los niños para meterlos en la bañera. Esa toma era una belleza.
Cortó y pegó la secuencia siguiente, cerciorándose de que el montaje diera una impresión de impecable continuidad: un primer plano de sus manos sosteniendo a los chicos mientras forcejeaban y pataleaban, las burbujas que salían de sus bocas, ángulos de los cuerpos flotantes, ochiba shigure. En japonés: «como hojas flotando en un estanque».
A continuación, un plano de la cara desencajada de Sadka, las gotas de agua que se adherían al pelo y la piel. Luego la cámara retrocedía para revelar a ambos chicos muertos sobre las tumbonas junto a la tina, los brazos y las piernas extendidos como en una danza.
Una mosca aterrizó en la mejilla húmeda de Sadka.