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– Coge la Diez y ve hacia el este -dijo-. Después te diré qué hacer.

Tenía los papeles en el maletín, el contrato de Raven House, las cesiones, las líneas punteadas de «Firmar aquí». También tenía una grabadora, libretas, ordenador, y en el bolsillo con cremallera del dorso del maletín, junto al equipo de recarga del ordenador, mi pistola. Esperaba tener oportunidad de usarla.

Subí al coche y me dirigí a la autopista. No era gracioso, pero la situación era tan extravagante que sentía ganas de reírme.

Tenía un contrato para un «best-seller garantizado» que había soñado durante años, sólo que este contrato tenía una cláusula de rescisión bastante drástica.

Escribir o morir.

¿Algún autor de la historia moderna firmó un contrato sujeto a la pena de muerte? Estaba seguro de que esto era único, y era todo mío.

Era un sábado soleado de mediados de julio. Eché a andar por la autopista, mirando el espejo retrovisor a cada instante, esperando que me siguieran, pero no vi a nadie. Me detuve para repostar gasolina, compré café y un donut, y volví a la carretera.

Al cabo de cien kilómetros y dos horas, sonó mi teléfono móvil.

– Coge la Ciento once a Palm Springs -dijo Henri.

La aguja del velocímetro había subido cuando vi la salida para la 111. Cogí la rampa y seguí por la autopista hasta que se transformó en Palm Canyon Drive, una calle de una sola dirección.

El teléfono volvió a sonar y recibí más instrucciones de mi «socio».

– Cuando llegues al centro, vira a la derecha en Tabquitz Canyon, y a la izquierda en Belardo. No cuelgues el teléfono.

Hice los dos giros, presintiendo que estaba cerca del sitio de reunión.

– Ya tienes que verlo -dijo Henri-, El Bristol Hotel.

Nos reuniríamos en un edificio público.

Eso era bueno. Era un alivio. Sentí un estallido de euforia.

Llegué a la entrada del hotel, le di las llaves al mozo del tradicional y famoso spa, conocido por su refinamiento y sus servicios.

Henri me habló al oído:

– Ve al restaurante que está junto a la piscina. La reserva está a mi nombre. Henri Benoit. Espero que tengas hambre, Ben.

Eso era positivo: me había dado un apellido. No sabía si era real o ficticio, pero me pareció una muestra de confianza.

Atravesé el vestíbulo y me dirigí al restaurante, pensando que todo iba a ser muy civilizado.

«Descorchemos el champán.»

76

El restaurante Desert Rose estaba bajo un dosel largo y azul cerca de la piscina. La luz rebotaba en el patio de piedra blanca y tuve que taparme los ojos para protegerme del resplandor. Le dije al maître que almorzaría con Henri Benoit.

– Usted es el primero en llegar -me dijo.

Me condujo a una mesa con una vista perfecta de la piscina, del restaurante y un sendero que serpenteaba alrededor del hotel y conducía al aparcamiento. Estaba de espaldas a la pared, con el maletín a mi derecha.

La camarera vino a la mesa, me habló de las diversas bebidas, que incluían la especialidad de la casa, un cóctel de granadina y zumo de frutas. Pedí una botella de Pellegrino y, cuando llegó, empiné una copa entera, la llené y esperé la llegada de Henri.

Miré la hora: sólo llevaba esperando diez minutos. Tenía la sensación de haber esperado el doble. Siempre alerta, llamé a Amanda y le dije dónde estaba. Luego usé el teléfono para hacer una búsqueda en Internet de cualquier mención de Henri Benoit.

No encontré nada.

Llamé a Nueva York para hablar con Zagami y le dije que estaba esperando a Henri. Maté otro minuto mientras le describía a Leonard el viaje al desierto, el hermoso hotel, mi estado de ánimo.

– Empiezo a entusiasmarme con esto-dije-. Sólo espero que firme el contrato.

– Sé cauto -dijo Zagami-. Guíate por el instinto. Me sorprende que llegue tarde.

– A mí no. No me gusta pero no me sorprende.

Fui al servicio y luego regresé a la mesa con precipitación. Me temía que Henri hubiera llegado mientras yo no estaba y estuviera sentado frente a mi silla vacía.

Me preguntaba qué apariencia tendría hoy. Si habría sufrido otra metamorfosis. Pero no había llegado.

La camarera se acercó, dijo que el señor Benoit había telefoneado para decir que se retrasaría y yo tendría que empezar sin él.

Pedí el almuerzo. La sopa de habichuelas a la toscana con col negra estaba bien. Probé algunos penne con desgana, sin saborear lo que me imaginaba era una gastronomía excelente. Acababa de pedir un espresso cuando sonó mi móvil.

Lo miré un instante.

– Hawkins -respondí, tratando de fingir que no estaba hecho un manojo de nervios.

– ¿Estás preparado, Ben? Tienes que conducir un poco más.

77

Coachella, California, situado a cuarenta kilómetros al este de Palm Springs, tiene una población de 25.000 personas. Un par de días al año, en abril, ese número casi se duplica durante el festival anual de música, un Woodstock en miniatura, sin el lodo.

Cuando termina el concierto, Coachella vuelve a ser una planicie agrícola en el desierto, hogar de jóvenes familias latinas y jornaleros, un lugar de paso para los camioneros que usan esa localidad como parada.

Henri me había dicho que buscara el Luxury Inn, y fue fácil encontrarlo. Estaba aislado en un largo tramo de carretera, y era un clásico motel con forma de U y piscina.

Dirigí el coche hacia el fondo, como me había dicho, busqué el número de habitación que me había dado, el 229.

Había dos vehículos en el aparcamiento. Uno era un Mercedes negro de modelo reciente, un coche alquilado. Supuse que Henri lo habría llevado allí. El otro era una camioneta Ford azul enganchada a una vieja caravana de nueve metros. Plateada con rayas azules, aire acondicionado, matrícula de Nevada.

Apagué el motor, cogí el maletín y abrí la puerta.

Un hombre apareció en el balcón. Era Henri, con la misma apariencia que la última vez que lo había visto; el cabello castaño peinado hacia atrás, rasurado, sin gafas, un sujeto guapo de cabeza bien proporcionada que podía adoptar otra identidad con un bigote, un parche en el ojo o una gorra de béisbol.

– Ben, deja el maletín en el coche -dijo.

– Pero el contrato…

– Yo buscaré tu maletín. Pero ahora sal del coche y por favor deja el móvil en el asiento. Gracias.

Una parte de mí gritaba: «Lárgate de aquí. Enciende el motor y márchate.» Pero una voz interior opuesta insistía en que, si abandonaba en ese momento, no habría ganado nada. Henri seguiría suelto y podría matarnos en cualquier momento, y sólo porque le había desobedecido.

Aparté la mano del maletín y lo dejé en el coche junto con el móvil. Henri bajó corriendo la escalera y me dijo que apoyara las manos en el capó. Luego me cacheó con pericia.

– Pon las manos a la espalda, Ben -dijo con amable tranquilidad. Sólo que me apoyaba el cañón de una pistola en la columna vertebral.

La última vez que le di la espalda a Henri, él me había dejado fuera de combate de un culatazo en la nuca. Ni siquiera pensé demasiado, sólo usé el instinto y el entrenamiento. Me moví al costado, dispuesto a girar para desarmarlo, pero lo que vino a continuación fue una oleada de dolor.

Los brazos de Henri me estrujaron como un tornillo de banco y me derribó. Fue una caída violenta y dolorosa, pero no tenía tiempo para examinar mi estado. Henri estaba encima de mí, su pecho sobre mi espalda, sus piernas entrelazadas con las mías. Me enganchó con los pies de tal modo que nuestros cuerpos quedaron unidos y su peso me aplastaba contra la calzada. Sentí la presión del cañón del arma en la oreja.

– ¿Alguna otra idea? -dijo-. Venga, Ben, ¿quieres intentarlo de nuevo?