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78

Esa llave me había dejado tan inmovilizado como si me hubieran partido la columna vertebral. Ningún cinturón negro aficionado podría haberme derribado así.

– Podría desnucarte en un santiamén -dijo-. ¿Entiendes?

Asentí con un jadeo, y él se levantó, me aferró el antebrazo y me ayudó a incorporarme.

– Trata de hacerlo bien esta vez. Da media vuelta y pon las manos a la espalda.

Entonces me esposó y luego subió las esposas, y casi me dislocó los hombros.

Me empujó contra el coche y puso mi maletín en el techo. Lo abrió, encontró mi pistola, la arrojó al suelo del vehículo. Luego aseguró las puertas y me llevó hacia la caravana.

– ¿Qué demonios es esto? -pregunté-. ¿Adónde vamos?

– Lo sabrás cuando lo sepas -dijo el monstruo.

Abrió la puerta y entré a trompicones.

Era una caravana vieja y maltrecha. A mi derecha estaba la cocina: una mesa unida a la pared, dos sillas atornilladas al suelo. A mi derecha había un sofá que podía usarse como cama plegable. Un gabinete albergaba un retrete y un catre.

Henri me condujo a una de las sillas y me obligó a sentarme con un golpe detrás de las rodillas. Me puso un saco de tela negra en la cabeza y me ciñó la pierna con una argolla. Oí el rechinar de una cadena y el chasquido de un cerrojo.

Estaba engrillado a un gancho del suelo.

Henri me palmeó el hombro.

– Cálmate, no quiero lastimarte. No me interesa matarte sino que escribas el libro. Ahora somos socios, Ben. Trata de confiar en mí.

Yo estaba encadenado y prácticamente ciego. No sabía adónde me llevaba Henri. Y sin duda no confiaba en él.

Oí que atrancaba la puerta, y luego puso en marcha la camioneta. El aire acondicionado bombeaba una brisa fría a través de un conducto del techo.

Anduvimos sin traqueteos durante media hora, luego viramos a la derecha por una carretera irregular. Siguieron otros giros. Traté de aferrarme al liso asiento de plástico con los muslos, pero repetidamente me golpeaba contra la pared y la mesa.

Al rato perdí la cuenta de los virajes y de la hora. Me deprimía que Henri me hubiera dominado totalmente. Era la pura y sencilla verdad.

Henri estaba al mando. Él tenía la voz cantante. Yo sólo seguía el tirón de la traílla.

79

Al cabo de una hora y media el vehículo se detuvo y abrieron la puerta. Henri me arrancó la capucha.

– Última parada, amigo. Estamos en casa.

A través de la puerta abierta vi un desierto llano y hostil; dunas de arena hasta el horizonte, yucas desgreñadas y gallinazos surcando el cielo en círculos.

Mi mente también volaba en círculos alrededor de un pensamiento: «Si Henri me mata aquí, nunca encontrarán mi cuerpo.» A pesar del aire refrigerado, el sudor resbalaba por mi cuello cuando él se apoyó en la angosta mesa de formica.

– Hice un poco de investigación sobre las colaboraciones literarias -dijo-. La gente dice que se requieren unas cuarenta horas de entrevistas para obtener material para un libro. ¿Es correcto?

– Quítame las esposas, Henri. De aquí no puedo fugarme.

Abrió la pequeña nevera y vi que estaba aprovisionada con agua, Gatorade, alimentos envasados. Sacó dos botellas de agua y apoyó una en la mesa.

– Si trabajamos ocho horas por día, estaríamos aquí cinco días.

– ¿Dónde es aquí?

– El parque Joshua Tree. Un campamento cerrado por reparaciones viales, pero el equipo eléctrico funciona -dijo.

El parque nacional Joshua Tree consiste en 400.000 hectáreas de desierto, kilómetros de nada salvo yuca, broza y formaciones rocosas en todas las direcciones. Se dice que las vistas desde lo alto son espectaculares, pero la gente normal no acampa en él en la canícula de pleno verano. Yo ni siquiera entendía a la gente que iba allí.

– Por si crees que podrías escapar de aquí -añadió-, permíteme ahorrarte la molestia. Esto es Alcatraz, pero en desierto. Esta caravana se encuentra en medio de un mar de arena. Las temperaturas diurnas llegan a cincuenta grados. Aun si huyeras de noche, el sol te freiría antes de que llegaras a una carretera. Con toda franqueza, te aconsejo que no lo intentes.

– Cinco días, ¿eh?

– Estarás de vuelta en Los Ángeles para el fin de semana. Palabra de niño explorador.

– Vale. Entonces, ¿por qué no me sueltas?

Extendí las manos y Henri me quitó las esposas.

80

Me froté las muñecas, me levanté y empiné una botella de agua fría de un solo trago, y ese pequeño alivio me dio una dosis de inesperado optimismo. Pensé en el entusiasmo de Leonard Zagami. Imaginé que mis viejos sueños de escritor se concretaban.

– Bien -dije-, manos a la obra.

Ambos instalamos el toldo del flanco del remolque, pusimos un par de sillas plegables y una mesa bajo la delgada franja de sombra. Con la puerta del remolque abierta, sintiendo el cosquilleo del aire fresco en la nuca, nos pusimos a trabajar.

Le mostré el contrato, le expliqué que Raven-Wofford sólo haría pagos al autor. Yo le pagaría a Henri.

– Los pagos se efectúan por partes -le expliqué-. El primer tercio se liquida contra la firma. El segundo se efectúa cuando se acepta el manuscrito, y el pago final se hace contra la publicación.

– Tienes un buen seguro de vida -dijo Henri, y esbozó una sonrisa radiante.

– Términos estándar para proteger al editor de los escritores que se atascan en mitad del proyecto.

Discutimos qué porcentaje le correspondía a cada uno, una negociación ridículamente unilateral.

– Es mi libro, ¿verdad? -dijo-, y tu nombre figura en él. Eso vale mucho más que dinero, Ben.

– ¿Propones que trabaje gratis? -repliqué.

Henri sonrió.

– ¿Tienes una pluma? -preguntó.

Le entregué una y él firmó con su nom de guerre en las líneas punteadas, y luego me dio el número de una cuenta bancaria de Zurich. Guardé el contrato y Henri sacó un cable de electricidad de la caravana. Encendí el ordenador y la grabadora, probé el sonido.

– ¿Listo para empezar? -pregunté.

– Te contaré todo lo que necesitas saber para escribir este libro, pero no dejaré un rastro de migajas, ¿entiendes?

– Es tu historia, Henri. Cuéntala como quieras.

Se reclinó en la silla de lona, plegó las manos sobre el vientre duro y comenzó por el principio.

– Me crié en el quinto infierno, en un pueblucho rural en el linde de la nada. Mis padres tenían una granja avícola y yo era el único hijo. Su matrimonio era horrible. Mi padre bebía y golpeaba a mi madre. Y a mí. Ella también me golpeaba y a veces intentaba golpear a mi padre.

Henri describió una destartalada casa de cuatro habitaciones, su cuarto en la buhardilla, sobre el dormitorio de sus padres.

– Había una fisura entre los tablones del suelo -dijo-. Yo no llegaba a ver la cama, pero veía sombras y oía lo que hacían. Sexo y violencia. Todas las noches me dormía con ese arrullo.

Describió los tres cobertizos largos para los pollos, y me contó que a los seis años su padre lo puso a cargo de sacrificar los pollos a la antigua usanza: decapitación con hacha sobre un tajo de madera.

– Yo hacía mis quehaceres como un buen chico. Iba a la escuela y a la iglesia. Hacía lo que me decían y trataba de esquivar los golpes. Mi padre no sólo me apaleaba, sino que me humillaba. En cuanto a mi madre, la perdono. Pero durante años tuve el sueño recurrente de que los mataba a ambos. En el sueño, les apoyaba la cabeza en aquel viejo tocón del gallinero, empuñaba el hacha y miraba correr sus cuerpos decapitados. Durante un rato, al despertar de ese sueño, creía que era verdad. Que lo había hecho en serio.

Henri me clavó los ojos.

– La vida continuó. Figúrate, Ben, un chiquillo encantador con un hacha en la mano, con el mono empapado de sangre.