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– Estabas hablando de los Mirones. El trabajo que realizaste en Hawai.

– Lo recuerdo. Bien, entiende: los Mirones me conceden un amplio margen de libertad creativa. Reparé en Kim a causa de sus fotos. Usé una treta para obtener información en su agencia. Dije que quería contratarla y pregunté cuándo regresaría de… ¿dónde era la filmación?

»Me dijeron el lugar y yo averigüé el resto: qué isla, la hora de llegada, el hotel. Mientras esperaba la llegada de Kim, maté a la pequeña Rosa. Era un aperitivo, un amuse-bouche…

– ¿Amuse qué?

– Significa un entremés, y en este caso la Alianza no había encargado el trabajo. Ofrecí la película en una subasta… Sí, hay un mercado para esas cosas. Gané un dinero adicional y me aseguré de que el holandés viera la película. Jan tiene predilección por las niñas jóvenes y yo quería que los Mirones se engolosinaran con mi trabajo. Cuando Kim llegó a Maui para el rodaje, yo la vigilaba.

– ¿Usabas el nombre de Nils Bjorn? -pregunté.

Henri dio un respingo y frunció el ceño.

– ¿Cómo has sabido eso?

Había cometido un error. Mi salto mental había asociado a Gina Prazzi con la mujer que me había telefoneado en Hawai diciéndome que investigara a un huésped llamado Nils Bjorn. Al parecer Henri había hecho la misma asociación, y no le había gustado.

Pero ¿por qué Gina traicionaría a Henri? ¿Qué era lo que yo no sabía acerca de ambos?

Parecía un gancho importante para la historia de Henri, pero me hice una advertencia a mí mismo: por mi seguridad, debía cuidarme de no alertar a Henri. Cuidarme mucho.

– La policía recibió una pista -dije-. Un traficante de armas con ese nombre se marchó del Wailea Princess en el momento en que Kim desapareció. Nunca lo interrogaron.

– Te diré una cosa, Ben: yo era Nils Bjorn, pero he destruido su identidad. Nunca volveré a usarla. Ya no te sirve de nada.

Se levantó abruptamente del asiento. Acomodó el toldo para bloquear los rayos bajos del sol. Aproveché esa pausa para calmar mis nervios.

Estaba cambiando la casete por una nueva cuando Henri dijo:

– Viene alguien.

Mi corazón se desbocó.

86

Me cubrí los ojos del sol con las manos, miré el camino que surcaba el desierto hacia el oeste, vi un sedán oscuro subiendo una loma.

– ¡Muévete! -dijo Henri-. Coge tus cosas, tu copa y tu silla y métete dentro.

Entré a trompicones en el remolque con él detrás de mí. Desenganchó la cadena del suelo y la metió bajo el fregadero. Me dio mi chaqueta y me dijo que entrara en el baño.

– Si nuestro visitante se entromete demasiado -dijo Henri, lavando las copas de vino-, quizá tenga que eliminarlo. Eso significa que podrías ser testigo de un homicidio, Ben. No es saludable para ti.

Me acurruqué en el diminuto aseo y me miré la cara en el espejo antes de apagar la luz. Tenía barba de tres días y la camisa arrugada. Ofrecía un pésimo aspecto. Parecía un pordiosero.

La pared del baño era delgada y a través de ella se oía todo. Llamaron a la puerta de la caravana y Henri abrió. Oí unos pasos pesados subiendo la escalinata.

– Entre, agente, por favor. Soy el hermano Michael -dijo Henri.

– Soy la teniente Brooks -dijo la voz cortante de una mujer-. Servicio de Parques. Este campamento está cerrado, señor. ¿No vio el bloqueo del camino y el letrero de «No entrar»?

– Lo lamento. Quería rezar en completa soledad. Pertenezco al monasterio camaldulense de Big Sur. Estoy en un retiro.

– No me importa si es acróbata del Cirque du Soleil. No tiene derecho a estar aquí.

– Dios me condujo aquí. Él me dio ese derecho. Pero no tenía ninguna mala intención. Lo siento.

Podía sentir la tensión fuera de la puerta. Si la teniente intentaba usar su radio para comunicar la situación, podía darse por muerta. Años atrás, en Portland, yo había retrocedido con el coche patrulla y había tumbado a un viejo en silla de ruedas. En otra ocasión, encañoné con mi arma a un chiquillo que saltó entre dos coches, apuntándome con una pistola de agua.

En ambas ocasiones pensé que mi corazón no podía latir más deprisa, pero con toda franqueza lo que estaba viviendo en ese momento era peor. Si la hebilla de mi cinturón chocaba contra el lavabo de metal, la mujer lo oiría. Si me veía, si me interrogaba, Henri podría decidir matarla y su muerte recaería sobre mi conciencia.

Y luego me mataría a mí.

Recé para no estornudar. Recé.

87

La teniente le dijo a Henri que comprendía muy bien lo que era un retiro en el desierto, pero que ese lugar no era seguro.

– Si el piloto del helicóptero no hubiera visto la caravana, no habría ninguna patrulla por aquí. ¿Qué sucedería si se quedara sin combustible? ¿O sin agua? Nadie lo encontraría y usted moriría -dijo Brooks-. Esperaré mientras recoge sus cosas.

Oí el crepitar de una radio.

– Lo tengo, Yusef -dijo la teniente.

Esperé el inevitable disparo, pensé en abrir la puerta de un puntapié y tratar de arrebatarle el arma a Henri, salvar a esa pobre mujer.

– Es un monje, una especie de anacoreta -dijo la teniente por radio-. Sí, está solo. No; todo bajo control.

– Teniente, es tarde -intervino la voz de Henri:-. Puedo partir por la mañana sin dificultad. Agradecería una noche más aquí, para mis meditaciones.

– Lo siento, pero no es posible.

– Claro que sí. Sólo pido una noche más -insistió él.

– ¿Su depósito de gasolina está lleno?

– Sí. Lo llené antes de entrar en el parque.

– ¿Y tiene agua suficiente?

La puerta de la nevera se abrió con un chirrido.

– Está bien. Pero mañana por la mañana se va de aquí -cedió la mujer-. ¿De acuerdo?

– De acuerdo. Lamento las molestias.

– Vale. Que tenga buenas noches, hermano.

– Gracias, teniente. Que Dios la bendiga.

Oí que el coche de la mujer arrancaba. Un minuto después, Henri abrió mi puerta.

– Cambio de planes -dijo mientras yo salía penosamente del baño-. Yo cocinaré. Trabajaremos toda la noche.

– Muy bien -dije.

Miré por la ventana y vi que los faros del coche patrulla regresaban a la civilización. A mis espaldas, Henri puso unas hamburguesas en la sartén.

– Esta noche tenemos que avanzar bastante -dijo.

Yo pensaba que al mediodía del día siguiente estaría en Venice Beach contemplando a los fisicoculturistas y las chicas en tanga, los patinadores y ciclistas en las sinuosas sendas de cemento de la playa y la costa. Pensaba en los perros con pañuelo y gafas, los críos con sus triciclos, y que comería huevos rancheros con salsa extra en Scotty's con Amanda.

Le contaría todo.

Henri me puso delante una hamburguesa y un bote de kétchup. -Aquí tienes, don bistec-con-patatas.

Se puso a preparar café.

La vocecilla de mi cabeza dijo: «Todavía no estás en casa.»

88

Cuando realizas una entrevista, no escuchas de la manera habitual. Yo tenía que concentrarme en lo que decía Henri, hilvanarlo con la historia, decidir si necesitaba que se explayara sobre ese tema o si debíamos seguir adelante.

La fatiga me envolvía como niebla y la combatí con café, manteniendo mi objetivo a la vista: «Consigna todo y sal de aquí con vida.»

Henri volvió a la historia de sus servicios para el contratista militar, Brewster-North. Me dijo que había aportado su conocimiento de varios idiomas, y que había aprendido varios más mientras trabajaba para ellos.

Me contó que había entablado cierta relación con el falsificador de Beirut. Encorvó los hombros al describir en detalle su encarcelamiento, la ejecución de sus amigos.