Aunque yo mismo tuviera que matar a Henri.
CUARTA PARTE
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Hacía un día que había regresado de mi retiro en el desierto cuando Leonard Zagami llamó para decirme que quería publicar el libro pronto, así obtendríamos una cobertura periodística adicional por mostrar la historia de Henri en primera persona antes de que se resolvieran los homicidios de Maui.
Yo había llamado a Aronstein para pedir unas vacaciones del L.A. Times y había transformado mi sala de estar en un búnker, y no sólo por la presión de Zagami. Sentía la presencia de Henri continuamente, como si fuera una boa constrictora que me estrujara las costillas, mirando por encima de mi hombro mientras yo escribía. Ansiaba terminar de una vez con aquella historia obscena y expulsarlo de mi vida.
Desde mi regreso trabajaba desde las seis de la mañana hasta altas horas de la noche, y la trascripción de las cintas me resultó muy instructiva.
Escuchando la voz de Henri en mi casa, tranquilo y concentrado, pude captar inflexiones y pausas, comentarios susurrados que había pasado por alto cuando sufría el acecho de su presencia viperina y me preguntaba si saldría con vida de Joshua Tree.
Nunca había trabajado con tanto empeño ni tan regularmente, pero al cabo de dos semanas había concluido la trascripción, y también el bosquejo del libro. Faltaba un elemento importante, el gancho para la introducción, el interrogante que debía impulsar la narración hasta el final, la pregunta que Henri no había respondido: ¿por qué quería publicar este libro?
El lector querría saberlo, pero yo mismo no lo entendía. Henri era retorcido, pero también un superviviente. Esquivaba la muerte como si fuera el tráfico dominical. Era listo, tal vez un genio. ¿Por qué publicaría una confesión total cuando sus propias palabras podían llevar a su captura y condena? ¿Acaso por dinero? ¿Ansia de reconocimiento? ¿Su narcisismo era tan acuciante que se había tendido una trampa a sí mismo?
Eran casi las seis de la tarde del viernes. Estaba archivando la trascripción de las cintas en una caja de zapatos cuando apoyé la mano en la cinta final, la que contenía las instrucciones de Henri para salir del parque Joshua Tree. No había vuelto a escucharla porque el mensaje de Henri no me había parecido relevante para el libro, pero antes de guardarla inserté la cinta 31 en la grabadora y la rebobiné. Al instante comprendí que Henri no había usado una cinta nueva para su mensaje. Había grabado sobre la cinta que ya estaba en la máquina.
Oí mi voz aturdida y fatigada en el altavoz, diciendo «Esto es importante». Luego hubo un silencio. Yo había tenido un lapsus y olvidado lo que quería preguntarle. Luego la voz de Henri dijo: «Termina la frase, Ben. ¿Qué es importante?»
Mi respuesta: «¿Por qué quieres publicar este libro?»
Yo había apoyado la cabeza en la mesa, y recordé haber oído su voz como a través de una niebla. Ahora la escuché con toda claridad: «Buena pregunta, Ben. Si eres un escritor del calibre que espero, si aún eres el policía que eras, deducirás por qué quiero publicar este libro. Creo que te sorprenderás.»
¿Sorprenderme? ¿Qué demonios significaba eso?
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Una llave giró en la cerradura y el pestillo se abrió. Di un respingo y giré en mi silla. ¿Henri? Pero era sólo Amanda, que trasponía el umbral con una bolsa de la compra. Me levanté de un brinco, cogí la bolsa y besé a mi chica.
– He conseguido los últimos dos pollos de granja de Cornualles. ¡Sí! Y mira, arroz integral y judías.
– Eres un ángel, ¿lo sabías?
– ¿Has visto la noticia?
– No. ¿Qué ha pasado?
– Esas dos chicas que encontraron en Barbados. Una estrangulada y la otra decapitada.
– ¿Qué dos chicas? No había encendido la televisión en una semana. No sabía de qué diablos hablaba Amanda.
– La noticia estaba en todos los canales, por no mencionar Internet. Necesitas emerger a la superficie, Ben.
La seguí a la cocina, dejé las compras en la encimera y encendí el televisor. Sintonicé MSNBC, donde Dan Abrams hablaba con John Manzi, ex investigador del FBI, que tenía mala cara.
«Hablamos de "asesino en serie" cuando hay dos o tres homicidios con un período de enfriamiento emocional intermedio -decía-. El homicida dejó el arma en una habitación de hotel, con el cuerpo decapitado de Sara Russo. Wanda Emerson fue hallada en el maletero de un coche, amarrada y estrangulada. Estos crímenes recuerdan las muertes de Hawai de hace un mes. A pesar de la distancia que los separa, yo diría que pueden estar vinculados. Apostaría por ello.»
Proyectaron imágenes de las dos jóvenes en pantalla dividida mientras Manzi hablaba. Russo parecía tener menos de veinte años, Emerson un poco más. Ambas jóvenes exhibían sonrisas grandes y ávidas, y Henri las había matado. Estaba seguro de ello. Yo también hubiera apostado.
Amanda pasó junto a mí, metió los pollos en el horno, movió cacharros y lavó las verduras. Subí el volumen.
«Es demasiado pronto para saber si el asesino dejó muestras de ADN -decía Manzi-, pero la ausencia de un móvil, el acto de dejar las armas homicidas, nos dan la imagen de un criminal muy experto. No empezó en Barbados, Dan. La pregunta es a cuánta gente ha matado, durante cuánto tiempo y en cuántos lugares.»
Durante la pausa comercial le dije a Amanda:
– Me pasé una eternidad escuchando a Henri hablar de sí mismo. Puedo asegurar que no siente el menor remordimiento. Está orgulloso de sí, casi en éxtasis. -Añadí que Henri me había dicho que esperaba que yo dedujera por qué quería que su historia apareciera en un libro-. Me está retando como escritor y como policía. Oye, quizá quiera que lo capturen. ¿Tiene sentido para ti?
Amanda se había mantenido firme, pero me mostró cuán asustada estaba cuando me estrujó las manos y me clavó la mirada.
– Nada de esto tiene sentido para mí. Ben. Ni el porqué ni lo que quiere, ni siquiera por qué te escogió para escribir el libro. Sólo sé que es un maldito psicópata. Y que sabe dónde vivimos.
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Desperté en la cama, el corazón palpitante, la camiseta y los calzoncillos empapados de sudor.
En mi sueño, Henri me había ofrecido un tour por sus asesinatos de Barbados, y me hablaba mientras serraba la cabeza de Sara Russo. Sostenía la cabeza por el pelo, diciendo «Esto es lo que me gusta, ese momento fugaz entre la vida y la muerte», y, como ocurre en los sueños, Sara se transformaba en Amanda. Ésta me miraba, manchando de sangre el brazo de Henri, y me decía: «Ben, llama al 911.»
Me apoyé el brazo en la frente y me enjugué la cara.
Era fácil interpretar aquella pesadilla: me aterraba que Henri pudiera matar a Amanda. Y me sentía culpable por las chicas de Barbados. Si hubiera acudido a la policía, quizás aún estarían con vida.
¿Era sólo una ilusión? ¿O era verdad?
Me imaginé yendo al FBI, contando que Henri me había encañonado con un arma, había tomado fotos de Amanda y amenazado con matarnos a ambos. Habría tenido que contarles que Henri me encadenó a una caravana en el desierto durante tres días y me describió en detalle la muerte de treinta personas. Pero ¿habían sido verdaderas confesiones? ¿O meras patrañas?
Imaginé al agente del FBI con su mirada escéptica, luego las emisoras de televisión transmitiendo la descripción de «Henri»: sujeto masculino blanco, un metro ochenta y pico, unos ochenta kilos, treintañero. Eso irritaría a Henri. Y entonces, si podía, nos mataría.
¿Henri realmente pensaba que yo lo permitiría?
Miré los faros que se reflejaban en el techo del dormitorio.