— ¿Y quién es?
— Abdul O'Brien-Cohen.
— Mándelo a buscar.
No habían pasado más que dos jarras de agua y pan duro cuando se oyeran nuevos pasos en el corredor y una clara y penetrante voz rebotó en las gélidas paredes.
— Salaam, muchachón, a fe mía que he pasado un condenado rato para llegar hasta aquí.
— Este es un caso de consejo de guerra — le dijo Bill al hombre de aspecto ordinario y con rostro vulgar que se hallaba al otro lado de los barrotes —. No creo que permitan que intervenga un abogado civil.
— Begorrah, pueblerino… por voluntad de Alá estoy preparado para cualquier contingencia — se sacó un enhiesto bigote de engomadas puntas de un bolsillo y se lo pegó al labio superior. Al mismo tiempo, sacó pecho, y sus hombros parecieron hacerse más anchos, y un resplandor acerado apareció en su mirada, y su rostro adquirió una rigidez militar —. Me complace conocerle. Estamos juntos en esto, y quiero que sepa que no lo abandonaré aunque tan solo sea un soldado.
— ¿Qué pasó con Abdul O'Brien-Cohen?
— Estoy en la escala de reserva del Cuerpo Imperial de Leguleyos: el capitán A. C. O'Brien a su servicio. ¿Se mencionó una suma de 17.000?
— Me llevaré el diez por ciento de eso — dijo Deseomortal, apareciendo.
Se iniciaron las negociaciones, que duraron un cierto número de horas. Los tres se agradaban, se respetaban y desconfiaban mutuamente unos de otros, así que se establecieron elaborados sistemas de seguridad. Cuando Deseomortal y el abogado se marcharon, tenían minuciosas instrucciones de como hallar el dinero, y Bill tenía declaraciones firmadas con sangre y las huellas digitales de los otros jurando que eran miembros del Partido dedicados a destronar al Emperador. Cuando regresaron con el dinero, Bill les devolvió las declaraciones tan pronto como O'Brien le hubo firmado un recibo comprometiéndose a defenderlo en el consejo de guerra a cambio de la suma de 15.300 pavos. Todo se llevó a cabo en una forma muy digna y satisfactoria.
— ¿Le gustaría saber mi versión de los hechos? — preguntó Bill.
— Naturalmente que no, no tiene nada que ver con las acusaciones. Cuando se alistó en el Ejército firmó una renuncia a todos sus Derechos Humanos. Pueden hacer lo que quieran con usted. La única ventaja que tiene es que también ellos son prisioneros de su propio sistema, y deben regirse por el complejo y autocontradictorio código de leyes que han edificado durante siglos. Quieren fusilarlo por desertor, y han preparado una acusación irrebatible.
— ¡Entonces me fusilarán!
— Quizá, pero ese es un riesgo que tenemos que correr.
— ¿Tenemos…? ¿Recibirá usted la mitad de los disparos?
— No se haga el listo cuando hable con un oficial, so cerdo. Confíe en mí, tenga fe, y espere a que cometan algunos errores.
Después de esto, solo fue cosa de marcar el tiempo que pasó hasta el juicio. Bill supo que ya estaba cerca cuando le dieron un uniforme con la insignia de especialista en fusibles de primera clase en la manga. Luego llegó la guardia marcando el paso, se abrió la puerta, y Deseomortal le hizo una seña para que saliera. Marcharon juntos, y Bill sacó todo el placer que pudo de cambiar el paso para hacer equivocarse a sus guardianes. Pero una vez hubo traspuesto la puerta de la corte, adoptó una postura marcial y trató de parecer un viejo luchador con sus medallas tintineando en el pecho. Había una silla vacía al lado de un muy arreglado, uniformado y militar Capitán O'Brien.
— Así está bien — le dijo O'Brien —. Siga con el papel de veterano, gáneles en su propio juego.
Se pusieron en pie cuando entraron los oficiales de la Corte. Bill y O'Brien estaban sentados a un extremo de una larga mesa de plástico negro, mientras que al otro extremo de la misma se hallaba el fiscal, un Mayor canoso y de aspecto severo que llevaba un corsé barato. Los diez oficiales de la Corte se sentaron en el lado largo de la mesa, desde donde podían mirar ceñudos a la audiencia y a los testigos.
— Comencemos — dijo el Presidente de la Corte, un Almirante de la Flota, calvo y regordete, con la adecuada solemnidad —. Que se inicie el juicio, que se cumpla la justicia en el más breve plazo, y que se halle culpable al prisionero para que sea fusilado.
— Protesto — dijo O'Brien, saltando en pie —. Esos comentarios demuestran prejuicios contra el acusado, que es inocente hasta que no se pruebe su culpabilidad…
— Se deniega la protesta — el mazo del Presidente golpeó la mesa —. Se impone una multa de 50 pavos al abogado defensor por interrupción injustificada. El acusado es culpable, como demostrarán las pruebas, y será fusilado. Se hará justicia.
— Así que van a jugar de esa manera — murmuró O'Brien entre semicerrados labios —. Puedo enfrentarme con ellos en cualquier terreno, siempre que conozca las reglas del juego.
El fiscal ya había comenzado su intervención inicial con monótona voz:
— …y por tanto probaremos que el especialista en fusibles de primera clase Bill sobrepasó alevosamente el permiso que le había sido concedido oficialmente durante un período de nueve días, y consiguientemente resistió su arresto y escapó de quienes pretendían retenerlo, eludiendo con éxito su persecución, tras lo cual permaneció ausente por un período de más de un año standard, por lo que consecuentemente es culpable de deserción…
— ¡Culpable hasta el cuello! — gritó uno de los oficiales de la Corte, un Mayor de Caballería con el rostro rojizo y un monóculo negro, saltando en pie y haciendo caer su silla —. Voto culpable… ¡Fusilen a este hijo de madre!
— Estoy de acuerdo, Sam — aceptó el Presidente, dando un golpecito con su mazo —. Pero tenemos que fusilarlo según las reglas, así que todavía nos llevará un tiempo.
— Todo eso es falso — siseó Bill a su abogado —. Los hechos son…
— No se preocupe por los hechos, Bill, a nadie de aquí le preocupan. Los hechos no pueden alterar el caso.
— …y por consiguiente pedimos la pena máxima: la muerte — dijo finalmente el fiscal, arrastrándose hasta el fin de su intervención.
— ¿Va a hacernos perder nuestro tiempo con una intervención, Capitán? — preguntó el Presidente, fulminando a O'Brien con la mirada.
— Tan solo unas pocas palabras, si la Corte me permite…
Se produjo una repentina conmoción entre los espectadores y una mujer desmañada, con una toquilla sobre la cabeza, aferrando contra su pecho un paquete envuelto en una manteleta, corrió adelantándose hasta la mesa.
— Excelencias… — jadeó —, no me quiten a mi Bill, la luz de mi vida. Es un buen hombre, y todo lo que hizo fue solo por mí y por mi pequeñín — alzó el paquete, y se pudo oír un débil gemido —. Cada día quería dejarme y regresar a su deber, pero yo estaba enferma y el niñito estaba enfermo, y le suplicaba con lágrimas en los ojos que se quedase…
— ¡Sáquenla de aquí! — la maza golpeó estrepitosamente. —… y él se quedaba, jurando siempre que sería tan solo por otro día más, sabiendo siempre mi amor que si nos dejaba íbamos a morir de hambre… — su voz fue apagada por la masa de los PM uniformados de gala que se la llevaron forcejeando hacia la puerta — …y benditas sean sus excelencias si lo liberan, pero si lo condenan, malditos almas negras, que se pudran sus cuerpos y ardan en el infierno… — se cerró la puerta y se cortó su voz.
— Borren eso de los archivos — dijo el Presidente, y le lanzó una airada mirada al abogado defensor —. Y si creyese que usted tenía algo que ver en este asunto, lo haría fusilar junto con su cliente.
O'Brien aparecía como el hombre más inocente, con los dedos sobre el pecho y la cabeza echada atrás, comenzando un comentario inocente, cuando se produjo otra interrupción: un viejo se puso en pie en uno de los bancos del público y agitó sus brazos para llamar la atención.