— ¿Puedes conservarlo con vida? — le preguntó Bill.
— Por un tiempo, aunque no puedo asegurar cuanto.
— Mántenlo en vida. — Miró alrededor del círculo de prisioneros —. ¿Hay alguna manera en que sacaros esas argollas? — preguntó.
— No sin las llaves — le dijo un tosco sargento de infantería —, y los lagartos no las traían. Tendremos que llevarlas hasta que estemos de regreso. ¿Cómo es que arriesgaste el cuello para salvarnos? — preguntó con sospecha.
— ¿Y quién quería salvaros? — resopló Bill —. Tenía hambre, y me imaginé que eso que llevabais sería comida.
— Sí, lo es — contestó el sargento, pareciendo ya más tranquilo —. Así se entiende el por qué corriste el riesgo.
Bill abrió una lata de raciones y hundió el rostro en ella.
CINCO
El muerto fue cortado de su sitio en la cadena, y los dos hombres de delante y atrás del herido Deseomortal querían hacer lo mismo con él. Bill razonó con ellos, les explicó que lo más humanitario era cargar con su compañero, y estuvieron de acuerdo con él cuando los amenazó con asarles las piernas si no lo hacían. Mientras los encadenados comían, Bill cortó dos ramas flexibles y construyó una camilla con tres guerreras que le dieron. Entregó los rifles capturados al tosco sargento y a los soldados que parecían con más experiencia de combate, guardándose uno para sí mismo.
— ¿Hay alguna posibilidad de que podamos regresar? le preguntó el sargento, que estaba limpiando cuidadosamente el agua del arma.
— Tal vez. Podemos regresar por donde hemos venido, es fácil seguir las señales que hemos dejado todos nosotros arrastrándonos hasta aquí. Tendremos que estar atentos por si hay venianos, y cazarlos antes de que puedan correr la voz acerca de nosotros. Cuando lleguemos donde podamos oír los combates, trataremos de hallar un área tranquila… y de abrimos paso. Un cincuenta por ciento de posibilidades.
— Eso es más de lo que teníamos hace una hora.
— Ya lo sé. Pero disminuirán si nos quedamos mucho tiempo aquí.
— Entonces pongámonos en marcha.
El seguir la pista fue aún más fácil de lo que Bill se había imaginado, y a primera hora de la tarde oyeron los primeros sonidos de la lucha, un retumbar apagado en la distancia. Habían matado instantáneamente al único veniano al que habían visto. Bill detuvo la marcha.
— Comed todo lo que queráis, luego tirad la comida — dijo —. Pasad la orden. Pronto tendremos que marchar a toda prisa — fue a ver que tal estaba Deseomortal.
— Mal — jadeó este, con la cara tan blanca como el papel —. Esto es el fin, Bill… lo sé… ya he aterrorizado a mi último recluta… he cobrado mi última paga… he hecho mi última guardia… hasta la vista, Bill… eres un buen compañero… cuidándote de mí así…
— Me alegra que pienses eso, Deseomortal, y tal vez quieras hacerme un favor. — Rebuscó por los bolsillos del moribundo hasta que encontró su libro de notas de suboficial, abriéndolo y garabateando en una de las páginas en blanco —. ¿Qué tal si me firmaras esto, en recuerdo de los viejos tiempos…? ¿Deseomortal?
La gran mandíbula colgaba abierta, los malévolos ojos rojos estaban desorbitados y perdidos en el infinito.
— El sucio mamón se me ha muerto antes — dijo disgustado Bill. Tras meditar por un momento, mojó con tinta de la pluma la yema del pulgar de Deseomortal y la apretó contra el papel para dejar la huella.
— ¡Enfermero! — gritó, y la hilera de hombres se arqueó para que el enfermero pudiera llegar —. ¿Cómo está?
— Tieso como un arenque — dijo el enfermero, tras un examen profesional.
— Antes de morir me dejó en herencia sus colmillos, lo tengo aquí escrito, ¿ves? Son colmillos verdaderos, hechos crecer en una probeta, y cuestan un fortunón. ¿Pueden ser trasplantados?
— Seguro, siempre que se los arranquen y los congelen antes de que pasen doce horas.
— No hay problema con eso, simplemente nos llevaremos el cadáver con nosotros. — Miró a los dos camilleros y jugueteó con su arma, y no hubo protestas —. Mándeme aquí a ese teniente.
El teniente vino.
— Capellán — dijo Bill, alzando la página del libro de notas —. Me gustaría tener la firma de un oficial en esto. Justo antes de morir este hombre me dictó su testamento, pero estaba demasiado débil para firmarlo, así que le puso la huella dactilar. Ahora usted escriba que lo vio hacerlo y que todo está bien y es legal, y firme con su nombre.
— Pero… no podría hacer eso, hijo mío. No vi como el fallecido dictaba su testamento y Glummmmp…
Dijo Glummmmp porque Bill le había metido el cañón de la pistola atómica en la boca y lo estaba haciendo girar con el dedo vibrando sobre el gatillo.
— Dispara — dijo el sargento de infantería, y tres de los hombres, que podían ver lo que estaba pasando, aplaudieron. Bill retiró lentamente la pistola.
— Tendré gran placer en ayudar — dijo el capellán, arrebatándole la pluma.
Bill leyó el documento, gruñó satisfecho, y luego se acuclilló junto al enfermero.
— ¿Estás en el hospital? — le preguntó.
— En efecto, y si logro regresar no voy a salir de él nunca más. Tuve la mala suerte de estar recogiendo heridos cuando se produjo el ataque.
— He oído que no se llevan a ningún herido. Que solo los ponen en condiciones y los devuelven a la línea de fuego.
— Oíste bien. Esta va a ser una guerra difícil de sobrevivir.
— Pero deben de haber algunos heridos demasiado graves como para volverlos al servicio activo.
— Son los milagros de la medicina moderna — le contestó el enfermero, mientras se enfrentaba con un pastel de carne deshidratado —. O te mueres, o te han puesto bueno en un par de semanas.
— ¿Y si a uno le vuelan un brazo?
— Tienen un congelador lleno de brazos viejos. Te cosen uno y bang, de vuelta al servicio.
— ¿Y que tal con los pies? — le preguntó Bill preocupado.
— ¡Tienes razón… me olvidé! Hay escasez de pies. Tenemos a tantos tíos sin pies que se nos están acabando las camas. Habían comenzado justamente a sacarlos del planeta cuando me capturaron.
— ¿Tienes algunas píldoras contra el dolor? — le preguntó Bill, cambiando de conversación. El enfermero sacó una botella blanca.
— Tres de estas y te reirías mientras te estuviesen cortando la cabeza.
— Dame tres.
— Si por casualidad ves a un tipo que le hayan volado un pie, lo mejor será que le ates algo alrededor de la pierna, por sobre la rodilla, para cortar la hemorragia.
— Gracias, compañero.
— De nada.
— Pongámonos en marcha — dijo el sargento de infantería —. Cuanto antes lo hagamos, más posibilidades tendremos.
Ocasionales relámpagos de los átomorifles quemaban el follaje por encima de ellos, y el estampido seco de las armas pesadas hacía agitarse el barro bajo sus pies. Caminaron paralelamente a la línea de fuego hasta que este hubo cesado, luego se detuvieron. Bill, que era el único no encadenado, se adelantó en reconocimiento. Las líneas enemigas parecían poco densas, y encontró un lugar que parecía ser el mejor para atravesarlas. Luego, antes de regresar, se sacó una fuerte cuerda que había tomado de los paquetes y se hizo un torniquete sobre la rodilla derecha, apretándolo con un palo, tragándose luego las tres píldoras. Se quedó tras unos espesos matorrales cuando llamó a los otros.
— Todo recto, y luego a la derecha por entre esos árboles. Vamos… ¡rápido!
Bill abrió la marcha hasta que los primeros hombres pudieron ver las líneas al frente. Luego gritó:
— ¿Qué es esto? — y se introdujo entre el espeso follaje ¡Chingers! — gritó, y se sentó con la espalda recostada en un árbol.