– ¿Bajaron? -dijo Saldías.
– O subieron -dijo Croce.
Croce volvió a asomarse al hueco del montacargas.
– A lo mejor sólo mandaron la plata y alguien la esperaba abajo.
Salieron por el pasillo azul; al costado, detrás de una mampara de vidrio y una reja, en el entrepiso, en una especie de celda, estaba la centralita telefónica.
Entrevistaron a la telefonista del hotel, la señorita Coca. Flaquita, pecosa, sabía todo de todos Coca Castro, era la persona mejor enterada de la región, la invitaban todo el tiempo a las casas para que contara lo que sabía. Se hacía rogar. Pero al final siempre iba con sus noticias y sus novedades. ¡Por eso se había quedado soltera! Sabía tanto que ningún hombre se le animaba. Una mujer que sabe asusta a los hombres, según decía Croce. Salía con los comisionistas y los viajantes y era muy amiga de las chicas jóvenes del pueblo.
Le preguntaron si había visto algo, si había visto entrar o salir a alguien. Pero no había visto a nadie ese día. Después buscaron datos sobre Durán.
– La treinta y tres es una de las tres piezas del hotel que tiene teléfono -aclaró la telefonista-. La pidió especialmente el señor Durán.
– ¿Con quién hablaba?
– Pocas llamadas. Varias en inglés. Siempre desde Trenton, en Nueva Jersey, Estados Unidos. Pero yo no escucho las conversaciones de los huéspedes.
– Pero hoy cuando no contestaba, ¿quién llamó?, hacia las dos de la tarde. ¿Quién era?
– Una llamada local. De la fábrica.
– ¿Era Luca Belladona?
– No sé, no aclaró. Pero era un hombre. Pidió con Durán, pero no sabía el número de habitación. Cuando no contestaron, me pidió que insistiera. Se quedó esperando, pero nadie lo atendió.
– ¿Había llamado alguna vez antes?
– Durán lo había llamado un par de veces.
– ¿Un par?
– Tengo el registro. Puede verlo.
La telefonista estaba nerviosa, todos en un caso de asesinato creen que les van a complicar la vida. Durán era un encanto, dos veces la había invitado a salir. Croce de inmediato pensó que Durán quería datos, por eso la invitó; la chica podía darle información. Ella se había negado por respeto a la familia Belladona.
– ¿Te preguntó algo específico?
La chica pareció enroscarse, enrollarse, como un espíritu en la lámpara de Aladino del que sólo se veía una boca roja.
– Quería saber con quién hablaba Luca. Eso me preguntó. Pero yo no sabía nada.
– ¿Llamó a la casa de las hermanas Belladona?
– Varias veces -dijo Coca-. Hablaba sobre todo con Ada.
– Vamos a llamarlas, quiero que vengan a reconocer el cadáver.
La telefonista marcó el número de la casa de los Belladona. Tenía la expresión satisfecha de alguien que es protagonista de una situación excepcional.
– Hola, sí, aquí Hotel Plaza -dijo-. Una comunicación para las señoritas Belladona.
Las hermanas llegaron al fin de la tarde, furtivas, como si en esa circunstancia hubieran decidido romper el tabú o la superstición que había impedido durante años que se las pudiera ver juntas en el pueblo. Las hermanas parecían una réplica, tan iguales que la simetría resultaba siniestra. Y Croce tenía con ellas una familiaridad que no dependía del simple trato en el pueblo.
– ¿Quién les avisó?
– El fiscal Cueto me llamó por teléfono -dijo Ada.
Subieron a reconocer el cadáver. Tapado con la sábana blanca, en el piso, parecía un mueble. Saldías levantó la sábana, su cara tenía ahora una rictus irónico y estaba ya muy pálido y rígido. Ninguna de las dos dijo nada. No hacía falta decir nada: tenían que hacer el reconocimiento. Era él. Todo el mundo sabía que era él. Sofía le cerró los ojos y se alejó hacia la ventana. Ada parecía haber llorado o quizá era el polvo del pueblo sobre los ojos ardidos; miró distraída los objetos de la pieza, los cajones abiertos. Movía la pierna, nerviosa, en un gesto que no quería decir nada, como un resorte que se moviera en el aire. El comisario miró ese gesto, y sin querer pensó en Regina Belladona, la madre de Luca, el mismo movimiento de la pierna, como si el cuerpo -un punto del cuerpo- fuera el que acumula toda la desesperación. La grieta en una copa de cristal. Le llegaban de golpe esas frases extrañas, como si alguien se las dictara. Incluso la sensación de que le estaban dictando era -para él- una evidencia absoluta. Se distrajo y cuando volvió a la realidad escuchó hablar a Ada que parecía estar contestando una pregunta del escribiente. Algo referido a la llamada a la fábrica. No sabía que hubiera hablado con su hermano. Ninguna de las dos tenía noticias. Croce no les creyó, pero no insistió porque prefería dejar que sus intuiciones se revelaran cuando no hiciera falta comprobarlas. Sólo quiso saber algunos detalles sobre la visita de Tony a la casa.
– Fue a hablar con tu padre.
– Vino a casa porque mi padre quiso conocerlo.
– Se dijo algo sobre la herencia.
– Pueblo de mierda -dijo Ada con una sonrisa delicada-. Si todos saben que podemos repartir la herencia cuando queramos porque mi madre está impedida.
– Legalmente -dijo Sofía.
– En los últimos tiempos se lo veía mucho con Yoshio, saben los rumores que corren.
– No nos ocupamos de lo que hacen las personas cuando no están con nosotros.
– Y no nos importan los rumores -dijo Ada.
– Ni los chismes.
Como en un flash, Croce recordó una siesta de verano: las dos hermanas jugando con unos gatos recién nacidos. Tendrían cinco o seis años, las nenas. Los habían puesto en fila, los gatos se arrastraban por las baldosas entibiadas por el sol de la siesta, las nenas los acariciaban primero y después se los pasaban una a la otra, colgados de la cola. Un juego rápido, que se iba acelerando, a pesar del maullido lastimero de los gatos. Desde luego, desde el principio había descartado a las hermanas. Lo hubieran matado ellas directamente, no hubieran delegado en otro una cuestión tan personal. Los crímenes cometidos por mujeres, pensó Croce, son siempre personales, no le confían a nadie el trabajo. Saldías continuaba preguntando y tomando notas. Un llamado telefónico desde la fábrica. Para confirmar que estaba ahí. A la misma hora. Demasiada coincidencia.
– Ya conoce a mi hermano, comisario, es imposible que haya sido él quien llamó -dijo Sofía.
Ada dijo que no tenía noticias de su hermano, hacía tiempo que no veía a Luca. Estaban distanciados. Todo el mundo había dejado de verlo, había agregado después, vivía encerrado en la fábrica con sus inventos y sus sueños.
– ¿Qué va a pasar? -pregunto Sofía.
– Nada -dijo Croce-. Lo vamos a mandar a la morgue.
Era extraño estar hablando en ese cuarto, con el muerto en el piso, con Saldías tomando notas y el comisario con aire cansado mirándolas con benevolencia.
– ¿Podemos irnos? -preguntó Sofía.
– ¿O somos sospechosas? -dijo Ada.
– Todos somos sospechosos -dijo Croce-. Mejor salgan por atrás y hagan el favor de no comentar lo que han visto aquí ni lo que hemos hablado.
– Desde luego -dijo Ada.
Cuando el comisario se ofreció a acompañarlas, se negaron, se iban solas, podía llamarlas a cualquier hora, si las necesitaba.
Croce se había sentado en la cama, parecía agobiado o distraído. Quiso ver las notas que había tomado Saldías y las estudió con calma.