– Bueno -dijo después-. Veamos qué dicen estos pajarracos.
Un estanciero de Sauce Viejo declaró que había escuchado un ruido de cadenas que venían del otro lado de la pared que daba a la pieza de Durán. Luego escuchó nítida una voz que decía en un susurro nervioso:
– Te lo compro y me pagás como puedas.
Las palabras se le quedaron grabadas porque le pareció que eran una amenaza o una burla. No podía identificar al que había hablado pero tenía una voz chillona, como fingida o de mujer.
– ¿Fingida o de mujer?
– Como de mujer.
Uno de los viajantes, un tal Méndez, dijo que había visto a Yoshio rondar por el pasillo del hotel y agacharse a mirar por la cerradura de la puerta del cuarto de Durán.
– Raro -dijo Croce-. ¿Agachado?
– Contra la puerta.
– ¿A mirar o a escuchar?
– Parecía espiar.
Un comisionista dijo que había visto a Yoshio entrar en el baño del pasillo a lavarse las manos. Iba vestido de negro con un pañuelo amarillo en el cuello y llevaba las mangas de la mano derecha levantadas hasta cerca del codo.
– ¿Y usted qué hacía?
– Mis necesidades -dijo el comisionista-. Estaba de espaldas pero lo vi por el espejo.
Otro de los huéspedes, un rematador de Pergamino que paraba habitualmente en el hotel, dijo que hacia las dos de la tarde había visto a Yoshio salir del baño del piso tres y bajar agitado por la escalera sin esperar el ascensor. Una de las mucamas de limpieza dijo que a esa hora lo había visto salir del cuarto y cruzar el pasillo. Prono, el encargado de seguridad del hotel, un tipo alto y gordo que había sido boxeador profesional y que ahora se había refugiado en el pueblo buscando paz, acusó enseguida a Dazai.
– Fue el Japo -dijo con la voz nasal de un actor de película argentina de pistoleros-. Una pelea de maricas.
Los demás parecían coincidir con él y todos se habían apurado a testimoniar; al comisario le pareció rara tanta unanimidad. Algunos testigos incluso se habían creado problemas con su testimonio. Podían ser investigados, sus palabras debían ser corroboradas. El estanciero de Sauce Viejo, por ejemplo, un hombre de cara congestionada, tenía una amante en el pueblo, la viuda del viejo Corona, y su mujer -la del estanciero- estaba enferma en el hospital de Tapalqué. La mucama que dijo haber visto a Yoshio salir apurado de la pieza de Durán no pudo explicar qué hacía en el pasillo a esa hora cuando ya debía estar de franco.
Yoshio se había encerrado con llave en su cuarto, aterrado, según decían, y desesperado por la muerte de su amigo, y no respondía a los llamados.
– Déjenlo en paz hasta que lo necesite -dijo Croce-. No se va a escapar.
Sofía parecía furiosa y miró a Renzi con una sonrisa rara. Dijo que Tony estaba loco por Ada, quizá no enamorado, sólo caliente con ella, pero había venido al pueblo también por otros motivos. Las historias que se habían contado sobre el trío, sobre los juegos que habían hecho o habían imaginado, no tenían nada que ver con el crimen, eran fantasmas, fantasías de las que ella podía hablar con Emilio en otro lugar, si se daba el caso, porque no tenía nada que esconder, no iba a dejar que una gavilla de viejas resentidas le dijeran cómo tenía que vivir o con quién -«o con quiénes», dijo después tenían que irse al catre ella y su hermana. Tampoco se iban a dejar atropellar por los chupacirios de un pueblo de provincia que salen de la iglesia para ir al prostíbulo de la Bizca -o viceversa.
La gente de campo vivía en dos realidades, con dos morales, en dos mundos, por un lado se vestían con ropa inglesa y andaban por el campo en la pick-up saludando a la peonada como si fueran señores feudales, y por otro lado se mezclaban en todos los chanchullos sucios y hacían negociados con los rematadores de ganado y con los exportadores de la Capital. Por eso cuando llegó Tony supieron que había otra partida en juego además de una historia sentimental. ¿Para qué iba a venir hasta aquí un norteamericano si no era para traer plata y hacer negocios?
– Y tenían razón -dijo Sofía, prendiendo un cigarrillo y fumando en silencio durante un rato, la brasa del cigarrillo brillando en la penumbra del atardecer-. Tony tenía un encargo y por eso nos fue a buscar y después anduvimos con él por los casinos de la costa, parando en hoteles de lujo o en piojosos moteles de la ruta, divirtiéndonos y viviendo la vida mientras se terminaba de arreglar el asunto que le habían encomendado.
– ¿Un encargo? -dijo Renzi-. ¿Qué asunto? ¿Ya lo sabía cuando las buscó?
– Sí, sí -dijo ella-. En diciembre.
– En diciembre, no puede ser… ¿Cómo en diciembre? Si tu hermano…
– Habrá sido en enero, no importa eso, no importa, qué importa. Era un caballero, no hablaba de más y nunca nos mintió… sólo se negaba a comentar ciertos detalles… -dijo Sofía, y retomó su letanía, como si estuviera cantando, de chica, en el coro de la iglesia… Y Renzi tuvo un flash con esa imagen, la nenita pelirroja, en la iglesia, cantando en el coro, vestida de blanco…-. Para colmo, Tony era mulato, y eso que nos calentaba a mi hermana y a mí asustaba a los chacareros de la zona, ¿o no lo empezaron a llamar el Zambo, como mi padre le había vaticinado?
La muerte de Tony no se puede entender sin el costado oscuro de la historia familiar, sobre todo la historia de Luca, el hijo de otra madre, su medio hermano, estaba diciendo ella, y Renzi la detenía, «esperá, esperá…» y Sofía se irritaba y seguía adelante o volvía atrás para empezar la historia por otro lado.
– Cuando la fábrica se vino abajo, mi hermano no quiso transar. Ni siquiera habría que decir «no quiso», más bien no pudo, ni siquiera imaginó la posibilidad de abandonar o rendirse. ¿Te das cuenta? Imaginate un matemático que descubre que dos más dos son cinco y para que no crean que se ha vuelto loco tiene que adaptar, a su fórmula, todo el sistema matemático donde, por supuesto, dos más dos no son cinco, ni tres, y lo consigue. -Se sirvió otro vaso de vino y le puso hielo y se quedó quieta un momento, y después miró a Renzi, que parecía un gato, en el sillón-. Parecés un gato -dijo ella-, tirado en ese sillón, y te digo más -dijo después-, no fue así, no es tan abstracto, imaginate un campeón de natación que se ahoga. O mejor, pensá en un gran maratonista que va primero y que cuando está a quinientos metros de la meta le da un ataque, un calambre que lo paraliza, pero avanza igual porque no piensa, de ningún modo, abandonar, hasta que al fin, cuando pisa la raya, ya es de noche y no queda nadie en el estadio.
– Pero ¿qué estadio? -dice Renzi-. ¿Qué gato? No hagas más comparaciones, contá directo.
– No te apures, esperá, hay tiempo ¿no? -dijo, y se quedó un momento inmóvil, mirando la luz en la ventana del fondo, del otro lado del patio, entre los árboles-. Se dio cuenta -dijo después, como si volviera a escuchar en el aire una melodía- de que todos en el pueblo se habían confabulado para sacarlo del medio. Dos más dos, cinco, pensaba, pero nadie lo sabe. Y tenía razón.
– ¿En qué tenía razón?
– Sí -dijo ella-. La herencia de su madre, ¿te das cuenta? -dijo, y lo miró-. Todo lo que tenemos lo heredamos, ésa es la maldición.
Está delirada, pensó Renzi, ella es la que está borracha, de qué habla.
– Nos pasamos la vida peleando por la herencia, primero mi abuelo, después mi padre y ahora nosotras. Recuerdo siempre los velorios, los parientes disputando en la funeraria del pueblo, las voces ahogadas, furiosas, que vienen del fondo, mientras se llora al muerto. Pasó con mi abuelo y con mi hermano Lucio, y va a pasar con mi padre y también con nosotras. El único que se mantuvo ajeno y no aceptó ningún legado y se hizo solo fue mi hermano Luca… Porque no hay nada que heredar, salvo la muerte y la tierra. Porque la tierra no debe cambiar de mano, la tierra es lo único que vale, dice siempre mi padre, y cuando mi hermano se negó a aceptar lo que era de él, empezaron los conflictos que llevaron a la muerte de Tony.