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El instinto -o, mejor, cierta percepción íntima que no llegaba a aflorar a la conciencia- le decía que estaba a punto de encontrar una salida. En todo caso decidió moverse; prendió el motor del auto y encendió los faros; unos sapos saltaron al agua y un bicho -¿un peludo, un cuis embarrado?- se quedó quieto en un claro, cerca de los sauces. Croce hizo retroceder el auto unos metros y luego tomó por una huella y salió a campo abierto. Bordeó la estancia de los Reynal y anduvo varias leguas al costado del alambrado, con los chimangos quietos sobre los postes y los animales pastando en la noche, hasta llegar al asfalto.

Se guiaba por la luz de la fábrica, ráfagas blancas en el cielo, y por la mole oscura del edificio en lo alto del cerro; el camino llevaba a la entrada de camiones y a los depósitos; los hermanos Belladona lo habían hecho asfaltar para agilizar el movimiento de los transportes que iban y venían desde la empresa a la ruta que llevaba a Córdoba y a la central de IKA-Renault. Pero la empresa se había venido abajo de la noche a la mañana, los hermanos habían arreglado la indemnización de los obreros de la planta después de turbulentas negociaciones con el sindicato de SMATA, y habían disminuido la producción casi a cero, acosados por las deudas, los pedidos de quiebra y las hipotecas. Hacía un año, después de la disolución de la sociedad y de la muerte de su hermano, que Luca se había encerrado en la fábrica, decidido a salir adelante, trabajando en sus inventos y en sus máquinas.

Croce desembocó en el parque industrial, una hilera de galpones y galerías sobre la playa de estacionamiento. La cerca de alambre tejido estaba caída en varios lugares y Croce cruzó con el auto por uno de los portones vencidos. El playón de cemento parecía abandonado; dos o tres faroles aislados iluminaban pobremente el lugar. Croce dejó el auto estacionado frente a unas vías, entre dos grúas; una pluma altísima se perfilaba en la penumbra como un animal prehistórico. Prefería entrar por los fondos, sabía que era difícil que le abrieran si iba por la puerta principal. Había luz en las ventanas de los pisos altos de la fábrica. Se acercó a una de las cortinas metálicas medio abiertas y la cruzó; salió a un pasillo que daba al taller central. Las grandes máquinas estaban quietas, varios autos a medio hacer seguían sobre los fosos en la línea de montaje; una alta pirámide de acero estriado, pintada de un rojo ladrillo, se alzaba en medio del galpón; al costado había un engranaje y una gran rueda dentada, con cadenas y poleas que llevaban pequeños vagones de carga al interior de la construcción de metal.

– Ave María Purísima -gritó Croce hacia los techos.

– Qué dice, comisario, ¿trae orden de allanamiento?

La voz alegre y tranquila venía desde lo alto. En la galería superior se asomó un hombre pesado, de casi dos metros, con la cara enrojecida y los ojos celestes; vestido con un delantal de cuero, una máscara de hierro con visera de cristal sobre el pecho y un soldador de acetileno en la mano. Parecía jovial y estaba contento de ver al comisario.

– Cómo andás, Gringo, pasaba… -dijo Croce-. Hace mucho que no venís a verme.

Luca bajó por un ascensor iluminado desde la planta alta y se acercó, limpiándose las manos y las muñecas con un trapo que olía a querosén. A Croce siempre lo emocionaba verlo porque lo recordaba antes de la tragedia que lo había transformado en un ermitaño.

– Nos acomodamos aquí -dijo Luca, y le mostró unos bancos y una mesa, al costado del taller, cerca de una hornalla de gas sobre una garrafa. Puso la pava a calentar y empezó a preparar unos mates…

– Como decía René Queneau, el amigo francés de la Peugeot, Ici, en la pampá, lorsqu’on boit de maté l´on devient… argentin.

– Me hace mal el mate -dijo Croce-, me jode el estómago…

– Que no se diga eso de un gaucho -se divertía Luca-. Tómese un cimarrón, comisario…

Croce sostuvo el mate y chupó tranquilo de la bombilla de lata. El agua amarga y caliente era una bendición.

– Los gauchos no comían asado… -dijo de pronto Croce-. Si no tenían dientes… Te los imaginás, siempre de a caballo, fumando tabaco negro, comiendo galleta, se quedaban enseguida sin dientes y ya no podían masticar la carne… Sólo comían lengua de vaca… y a veces ni eso.

– Vivían a mazamorra y a huevo de avestruz, los pobres paisanos…

– Muchos gauchos vegetarianos…

Daban vueltas, haciendo chistes, como siempre que se encontraban, hasta que de a poco la conversación se encauzó y Luca se fue poniendo serio. Tenía la absoluta convicción de que iba a tener éxito y empezó a hablar de sus proyectos, de las negociaciones con los inversionistas, de la resistencia de los rivales, que querían obligarlo a vender la planta. No explicaba quiénes eran los enemigos. Croce debía imaginarlos, le dijo, porque los conocía mejor que él mismo, eran los mismos malandras de siempre. Croce lo dejaba hablar porque lo conocía bien. Lo conozco como si fuera mi hijo. Sabía que estaba muy acorralado y que Luca peleaba solo y sin fuerza, necesitaba fondos, tenía contactos con el Brasil y con Chile, empresarios interesados en sus ideas quizá le adelantaran el dinero que necesitaba con urgencia extrema. Estaba acollarado por las deudas, sobre todo por el próximo vencimiento de la hipoteca. «Los bancos te sacan el paraguas cuando llueve», decía Luca. Nadie le había tirado una soga, no le habían dado una mano, ni en el pueblo, ni en el partido, ni en toda la provincia; querían ejecutar la hipoteca y rematarle la planta, ocupar el edificio, especular con la tierra. Eso querían. ¡Ah, viles! Tenía que pagar sus deudas con el dólar comprado en el mercado negro y vender lo que hacía con el dólar a precio oficial. Estaba solo en esta patriada y se le habían puesto enfrente los vecinos, los milicos y la runfla de canallas que lo rodeaban. Especuladores. Ellos le habían ganado la voluntad al finado, su hermano, eso era lo más triste, la espina que tenía clavada. Lucio era un ingenuo y había muerto por eso. De noche, a veces, en sueños, veía la destrucción llegar hasta los techos de las casas como en la inundación grande del 62. Él andaba a caballo, en pelo, en la creciente, enlazando lo que podía rescatar: muebles, animales, féretros, santos de las iglesias. Eso había visto, y luego había visto venir un auto por los campos y tuvo la certeza de que era su hermano que venía otra vez a estar con él y a ayudarlo. Lo había visto clarito, manejando a lo loco, igual que siempre, meta y ponga y a los tumbos por la tierra arada. Se quedó quieto un momento con una sonrisa tranquila en la cara franca y luego en voz baja dijo que estaba seguro de que los mismos que lo perseguían a él eran los que habían liquidado a Durán.

– Me gustaría aclarar un asunto -dijo Croce-. Ustedes lo llamaron al hotel. -No parecía una pregunta y el Gringo se puso serio.

– Le pedimos a Rocha que le hablara.

– Ahá.

– Nos estaba buscando, decían…

– Pero no hablaron con él…

Como una sombra, apareció Rocha en la puerta de la galería. Menudo y muy flaco, tímido, con las gafas negras de soldador sobre la frente, fumaba mirando el piso. Era el gran técnico, el ayudante principal y el hombre de confianza de Luca y el único que parecía entender sus proyectos.

– Nadie atendió el teléfono -dijo Rocha-. Hablé primero con la telefonista, me pasó con el interno pero en la pieza no me contestaron.

– ¿Y a qué hora fue?

Rocha se quedó pensativo, con el cigarrillo en los labios.

– No sé decirle… la una y media, las dos.

– ¿Mas cerca de las dos o de la una y media?