– Nunca imaginó…
– Tampoco sé por qué lo mataron.
– ¿Y quiénes quieren hacer esos negocios, Ingeniero?
– La negrada de siempre -dijo-. Basta por hoy. Nos vemos otro día. -Volvió a apretar el botón de la campanilla, que sonó en algún lugar de la casa. Casi inmediatamente se abrió la puerta y entró una muchacha igual a la otra pero vestida de otro modo.
– Yo soy Sofía -le dijo-. Vení, vamos, te acompaño. -Tapó al padre, que dormitaba, y le acarició el pelo. Luego ella y Renzi salieron juntos-. Yo te conozco a vos -le dijo ella cuando cerró la puerta. Estaban en una sala lateral, una especie de escritorio, que daba al parque-. Nos vimos hace mucho tiempo, en una fiesta, en City Bell, en la casa de Patricio. Zas zas. Touché. Yo también estudié en La Plata.
– Increíble. Cómo me puedo olvidar de vos…
– Yo era de Agronomía -dijo ella-. Pero iba a veces a escuchar algunas clases en Humanidades y era muy amiga de Luciana Reynal, el marido es de por aquí. ¿No te acordás? Si escribiste un cuentito con esa historia…
Renzi la miró sorprendido. Había publicado un libro de cuentos hacía años y resulta que esa chica lo había leído.
– No era con esa historia -alcanzó a decir-. No puede ser que no me acuerde de vos…
– Una fiesta en City Bell… Y la mataste a Luciana, qué tarado, ella sigue vivita y coleando. -Lo miró, seria-. Y ahora escribís paparruchadas en el diario.
– Nunca había oído esa palabra. Paparruchadas. ¿Es un elogio?
Tenía ojos de un color raro, con la pupila que de pronto se le agrandaba y le cubría el iris.
– Dame un cigarrillo.
– ¿Cómo está ella? -preguntó Renzi. Tenían eso en común y se sostuvo ahí para seguir la conversación.
– No tengo la menor idea. Y desde luego no se llamaba Luciana, se hacía llamar así porque no le gustaba el nombre.
– Claro, se llamaba Cecilia.
– Se llama… pero hace años que no la veo. Venía con el marido en los veranos. Uno de esos idiotas que se la pasan jugando al polo, ella quería especializarse en la filosofía de Simone Weil, imaginate, y también tuvo una historia con vos y seguro te dijo que se iba a separar del marido.
– Yo la quería -dijo Emilio. Se quedaron callados y ella le sonrió-. Y vos qué hacés -pregunto él.
– Cuido a mi padre.
– ¿Y aparte de eso?
Sofía lo miró, sin contestar.
– Vení que te muestro dónde vivo y charlamos un rato.
Cruzaron un pasillo y salieron a la otra parte de la casa. Una galería abierta daba al jardín. Del otro lado se veía un pabellón con dos grandes ventanales iluminados.
– Nos sentamos aquí -dijo Sofía-. Traigo un poco de vino blanco.
Se habían quedado en silencio. Una mariposa nocturna giraba sobre los focos con la misma decisión con que un animal sediento busca el agua en un charco. Al fin golpeó contra la lámpara encendida y cayó al piso, medio chamuscada. Un polvillo anaranjado ardió un instante en el aire y luego se disolvió como el agua en el agua.
– En verano me vuelvo flaca -dijo Sofía, que se miraba los brazos-, vivo al aire libre. Cuando era chica me obligaba a dormir en el campo, bajo las estrellas, con una manta, a ver si podía vencer el miedo que me daba estar sola ahí porque Ada no quería, le tiene terror a los bichos y prefiere el invierno.
Sofía se paseaba por el borde de la galería, con una suave sonrisa, lejana y tranquila. Como todas las mujeres muy inteligentes que además son hermosas, pensó Renzi, consideraba su belleza algo irritante porque le daba a los hombres una idea equivocada de sus intereses. Como si quisiera negarle lo que estaba pensando, Sofía se paró frente a él, le tomó la mano y se la puso entre los pechos.
– Mañana te voy a llevar a conocer a mi hermano -dijo.
Segunda parte
15
Desde lejos la construcción -rectangular y oscura- parece una fortaleza. El Industrial -como todos lo llaman aquí- ha reforzado en los últimos meses la estructura original con planchas de acero y tabiques de madera y con dos torretas de vigilancia construidas en los ángulos suroeste y sureste en los lindes extremos de la fábrica que dan a la llanura que se extiende por miles de kilómetros hacia la Patagonia y el fin del continente. Las banderolas y los techos de vidrio y todas las ventanas están rotos y no se los repone porque sus enemigos los vuelven a romper; lo mismo sucede con las luces exteriores, los focos altos y los faroles de la calle, que han sido destrozados a pedradas, salvo algunas lámparas altas que seguían prendidas esa tarde, suaves luces amarillas en la claridad del atardecer; las paredes y los muros exteriores estaban cubiertos de carteles y pintadas políticas que parecían repetir en todas sus variantes la misma consigna -Perón vuelve-, escrita en distintas formas por distintos grupos que se atribuyen -y celebran- ese retorno inminente -o esa ilusión-, repetida con dibujos y grandes letras entre los carteles arrancados y de nuevo pegados con la cara -siempre como de vuelta de todo y sonriente- del general Perón. Bandadas de palomas que entran y salen por los huecos de los muros y los vidrios rotos vuelan en círculo entre las paredes mientras abajo varios perros callejeros ladran y se pelean o están tirados a la sombra de los árboles en las veredas rotas. Para no ver ese paisaje ni la decrepitud del mundo exterior, hace meses que Luca no sale a la calle, indiferente a las zonas exteriores de la fábrica de las que le llegan, sin embargo, ecos y amenazas, voces y risas y el ruido de los autos que aceleran al cruzar por la ruta que bordea la alambrada sobre la zona de carga y el playón del estacionamiento.
Luego de hacer sonar varias veces la puerta de hierro cerrada con cadena y candado, de asomarse por la ventana y de golpear las manos, los recibió el mismo Luca Belladona, alto y atento, extrañamente abrigado para la época, con una tricota negra de cuello alto y un pantalón de franela gris, con una gruesa campera de cuero y botines Patria, y los hizo pasar de inmediato a las oficinas principales, al final de una galería cubierta, con los cristales rotos y sucios, sin entrar en la planta, que, les dijo, visitarían más adelante. Había -igual que en el frente exterior- frases y palabras escritas a lo largo de las paredes interiores donde Luca anotaba, según explicó, lo que no podía olvidar.
En el patio interior se veía una superficie verde que cubría todo el piso hasta donde daba la vista, una pampa uniforme de yerba porque Luca vaciaba el mate por la ventana que daba al patio interior, al costado de su escritorio, o, a veces, cuando recorría el pasillo de un lado a otro, usaba el pozo de aire, que comunicaba el patio con los depósitos y las galerías, para cambiar la yerba, golpeando luego el mate vacío contra la pared, mientras esperaba que se calentara el agua, y tenía entonces un parque natural con palomas y gorriones que revoloteaban sobre el manto verde.
Su dormitorio estaba al fondo, sobre el ala oeste, cerca de una de las antiguas salas de reunión del directorio, en una pieza chica que había sido en el pasado el cuarto de los archivadores, con un catre, una mesa y varios armarios con papeles y cajas de remedios. De ese modo no tenía que moverse demasiado mientras realizaba sus cálculos y sus experimentos, sencillamente se quedaba en esa ala de la fábrica y paseaba por el pasillo hasta la puerta de entrada y volvía por el costado para bajar por la escalera que daba a sus oficinas. A veces, les dijo de pronto, al realizar sus paseos matutinos por la galerías tenía que escribir en las paredes los sueños que acababa de recordar al levantarse de la cama porque los sueños se diluyen y se olvidan en cuanto hemos suspirado y es necesario anotarlos donde sea. La muerte de su hermano Lucio y la fuga de su madre eran los temas centrales que aparecían -a veces sucesiva y a veces alternadamente- en la mayoría de sus sueños. «Son una serie», dijo. «La serie A», y les mostró un cuadro sinóptico y algunos diagramas. Cuando los sueños derivaban hacia otros ejes los anotaba en otra sección, con otra clave. «Ésta es la serie B», dijo, pero agregó que, en general, en estos días estaba soñando con su madre en Dublín y con su hermano muerto.