Se había levantado, envuelta en la sábana, y picaba la piedra de cocaína con una gillete sobre el mármol de la mesa de luz.
16
Durante su crisis nerviosa, hacía ya casi un año, encerrado en esa casa de campo, había pasado las noches -en la galería abierta, alumbrado con un sol de noche, escuchando a los grillos y a los perros lejanos hasta que empezaba a clarear y se oía cantar a los gallos- leyendo a Carl Jung, y había concluido que los procesos de individuación, en su vida, encarnaban o expresaban un universo que intentaba develar. Era alguien que había perdido la ruta y andaba a los saltos buscando el camino por el campo arado y su coche iba tan rápido que no alcanzaba a salir de la huella y parecía que nunca alcanzaría a llegar a destino por los desvíos, las zanjas, los pinares abiertos y el río Bermejo.
Cuando su hermano lo traicionó, Luca había empezado a deambular, perdido, como mosca sin cabeza, por los caminos. Había llegado sin anunciarse, esa tarde, a la oficina de la empresa en el pueblo y había sorprendido a su hermano en una reunión no anunciada con los nuevos accionistas y con Cueto, el abogado de la fábrica. Querían darle la mayoría y la decisión en el directorio a los intrusos, porque temía, su hermano, que la suba del dólar y la política cambiaria del gobierno les impidiera levantar las deudas que habían contraído en Cincinatti al comprar las grandes máquinas herramientas -una guillotina gigante y una plegadora gigante- que podían ver allí abajo si se asomaban al balcón.
Cuando vio a Luca aparecer en la oficina, Lucio sonrió con esa sonrisa que los había unido durante décadas, un gesto de intimidad entre dos hermanos que son inseparables. Habían trabajado juntos la vida entera, se entendían sin mirarse y de pronto todo había cambiado. Luca había salido de viaje a Córdoba para pedir un adelanto en la central de la IKA-Renault pero se olvidó unos papeles y pasó por la oficina y ahí los encontró. Ah, viles. De inmediato comprendió lo que estaba pasando. No les habló a los intrusos, ni los miró. Estaban sentados a lo largo de la mesa de reuniones; Luca entró, sereno, ellos lo miraron en silencio; sintió que tenía la garganta seca, un ardor por el polvo del camino. «Dejame que te explique», le dijo Lucio. «Es para bien», como si hubiera perdido la cabeza su hermano o hubiera sufrido un embrujo. Al costado, Cueto, la hiena, sonreía pero Luca recién perdió la calma cuando vio que su hermano también sonreía beatíficamente. No hay nada peor que un inocente, un idiota que hace el mal por el bien y sonríe, angélico, satisfecho de sí mismo y de sus buenas acciones. «Vi todo rojo», dijo Luca. Se había ido encima de su hermano, que era alto como una torre, y lo tiró de la silla con una trompada y Lucio no se defendió, y eso enfureció más a Luca, que al final se contuvo, para no desgraciarse, y lo dejó tirado en el piso y, mareado como estaba, salió, la conciencia perturbada. Y entonces comprendió que había sido su padre quien había convencido a Lucio, lo había asustado primero y lo obligó después a que escuchara -y aceptara- los consejos de Cueto.
Cuando se quiso dar cuenta estaba en el auto, manejando por la ruta, porque manejar lo tranquilizaba, lo sosegaba, y así llegó a la estancia de los Estévez. Lo que sucedió antes no lo recordaba. Le habían dicho que el comisario Croce lo había encontrado, con un revólver en la mano, merodeando la casa de su padre, pero él no lo recordaba, como si no hubiera ocurrido, sólo recordaba los faros del auto alumbrando la tranquera de la residencia y el casero que le abrió y lo hizo pasar y recordaba el camino de entrada entre los árboles del parque. Pasó varios días sentado en un sillón de madera, en la galería, mirando el campo. Fumaba, tomaba mate, miraba el camino flanqueado de álamos, el pedregullo, el alambrado, los pájaros que volaban en círculo, y más allá la pampa vacía, siempre quieta. Le llegaban voces lejanas, palabras extrañas, gritos, como si sus enemigos se hubieran confabulado para perturbarlo. Algunos rayos blancos, líquidos, bajaban del cielo y le hacían arder los ojos. Vio una tormenta que crecía al fondo, las nubes pesadas, los animales que corrían a refugiarse bajo los árboles, la lluvia interminable, una tela húmeda sobre el pasto. En ese momento su cuerpo pareció sufrir extrañas transformaciones. Había empezado a pensar cómo sería ser una mujer. No podía sacarse esa idea de la cabeza. ¿Cómo sería ser una mujer en el momento del coito? Era un pensamiento clarísimo, cristalino, igual que la lluvia, como si estuviera tirado en el campo en medio del aguacero y se fuera enterrando en el barro, una sensación viscosa en la piel, una tibieza húmeda, mientras se hundía. A veces se dormía ahí mismo, al sereno, y se despertaba al clarear, en el sillón de la galería, sin pensamientos, como un zombi en medio de la nada.
Y ahí en esas jornadas siempre iguales, durante su surmenage, en la casa de campo, una noche al entrar en la casa para buscar una manta, había encontrado un libro que no conocía, el único libro que encontró y pudo leer en esos días y días de aislamiento que había pasado en la estancia de los Estévez, un libro que encontró en uno de esos lúgubres roperos de campo, con espejos y puertas altas -en los que uno se esconde de chico para escuchar las conversaciones de los grandes-, al buscar entre la ropa de invierno, de golpe lo vio, como si estuviera vivo, como si fuera un bicho, una alimaña, el libro ese, como si alguien lo hubiera olvidado ahí, para nosotros, para él. El hombre y sus símbolos, del doctor Carl Jung.
– Por qué estaba ahí, quién lo había dejado, no nos interesa, pero al leerlo descubrimos lo que ya sabíamos y en ese libro encontramos un mensaje que nos estaba personalmente dirigido. El proceso de individuación. ¿Cuál es el propósito de toda la vida onírica del individuo?, se preguntaba el Maestro Suizo. Había descubierto que todos los sueños soñados por una persona a lo largo de su vida parecen seguir cierta ordenación que el doctor Jung llamaba el plan señero. Los sueños producen escenas e imágenes diferentes cada noche y las personas que no son observadoras probablemente no se darán cuenta de que existe un modelo común. Pero si observamos, dice Jung, nuestros sueños con atención durante un período fijo (por ejemplo un año) y anotamos y estudiamos toda la serie, veremos que ciertos contenidos emergen, desaparecen y vuelven otra vez. Estos cambios, según Jung, pueden acelerarse si la actitud consciente del soñante está influida por la interpretación adecuada de sus sueños y sus contenidos simbólicos.
Eso es lo que había encontrado, como una revelación personal, una noche al buscar una manta en un ropero de campo, en la casa de los Estévez; había descubierto, por azar, al maestro Jung, y así pudo entender y luego perdonar a su hermano. Pero no a su padre. Su hermano era un poseído, sólo un poseído puede traicionar a su familia y venderse a unos extraños y dejar que se apropien de la empresa familiar. Su padre, en cambio, era lúcido, cínico y calculador. En secreto durante días y días había urdido -con Cueto, nuestro asesor legal- la trampa para convencer a Lucio de vender sus acciones preferenciales y darle la mayoría a los intrusos. ¿A cambio de qué? Su hermano había traicionado por terror a la incertidumbre económica. Su padre -en cambio- había pensado como un hombre de campo que quiere ir siempre a lo seguro.
Ahí, en ese aislamiento, Luca había entendido la desdicha de esos hombres atados a la tierra, había logrado lo que llamó una certidumbre. El campo había arruinado a su familia, la había destruido, por no ser capaces de escapar, como hizo su madre, al huir de acá, de la llanura vacía. Su hermano mayor, por ejemplo, pudo vivir la felicidad de tener una madre.
– Pero antes de que yo naciera -dijo usando la primera persona del singular- mi madre ya se había cansado de la vida campesina, de la vida familiar, y había empezado a verse en secreto con el director de teatro por el que iba a abandonar a mi padre mientras yo estaba en su vientre. Mi madre dejó a mi hermano, que tenía tres años, abandonado en el piso de tierra del patio y se escapó con un hombre al que no voy a nombrar, por respeto, se fue con él y conmigo en su interior, y yo nací cuando vivían juntos, pero luego, cuando yo también tuve tres años, me abandonó a mí (como había abandonado a mi hermano) y se fue a Rosario, a enseñar inglés en Toil and Chat, y después se volvió a Irlanda, donde vive. Siempre sueño con ella -dijo después-, con mi madre, la Irlandesa.