Cuando todo estuvo listo, se dispusieron a montar y el Monito se sacó las alpargatas y estribó descalzo, con el dedo gordo metido en la soga de la horquilla, a lo indio, mientras el Chino usaba estribo corto, bien arriba, a la inglesa, medio parado en el caballo, las dos riendas en la mano enguantada y la derecha acariciando la cabeza del animal mientras le hablaba al oído en una lengua lejana y gutural. Después los subieron, uno por vez, en una balanza de pesar maíz que estaba a ras del piso, y al Monito tuvieron que agregarle peso adicional porque, flaco como era, le sacaba como dos kilos al oriental.
Decidieron que la tenida iba a ser con partida en marcha, distancia de tres cuadras, trescientos metros escasos, desde la sombra que tiraban las casuarinas hasta el terraplén que daba sobre la barranca, cerca de la laguna. En la raya uno de los cancheros había tendido un hilo sisal pintado de amarillo que brillaba al sol como si fuera de oro. El comisario se instaló en la largada y les hizo un gesto con el sombrero para que se alistaran. Paró la música, se hizo otra vez el silencio, sólo se oía el murmullo de los que todavía tomaban las apuestas en voz baja.
Los parejeros largaron juntos al trote atrás de la arboleda y hubo una partida falsa y dos aprontes hechos para poner en línea otra vez a los caballos, que al final se vinieron desde el fondo en un galope liviano, sin sacarse ventaja, tomando cada vez más velocidad, prodigiosamente montados, hocico con hocico, y cuando estaban corriendo en la misma línea, el comisario golpeó las manos con fuerza y les gritó que la partida era buena y el tordillo pareció que saltaba hacia delante y enseguida le sacó una cabeza de ventaja al Chino, que cabalgaba tirado sobre las orejas del animal, sin tocarlo, con la fusta siempre en la axila, mientras el Monito venía a rebencazo limpio, meta y meta, los dos como una luz de ligeros.
Los gritos de aliento y los insultos hacían un coro que envolvía la pista y el Monito siguió siempre adelante hasta los doscientos metros, donde el Chino empezó a castigar al alazán y a acortar distancia y se vinieron cabeza a cabeza, y al cortar la cinta había un hocico de ventaja para el tordillo del Payo.
El Chino saltó del caballo, enfurecido, diciendo que lo habían perjudicado en la largada.
– La partida fue buena -dijo el comisario con voz tranquila-. Ganó el Mono, en la raya.
Se armó una revuelta y en medio de la confusión el Chino empezó a discutir con el Payo Ledesma. Primero lo insultó y después quiso pegarle, pero Ledesma, que era flaco y alto, le puso la mano en la cabeza y lo mantuvo a distancia mientras el Chino, furioso, largaba patadas y golpes sin poder tocarlo. Por fin el comisario intervino y pegó un grito y el Chino se calmó. Después se sacudió la ropa y miró a Croce.
– ¿Cierto que el caballo es suyo? -dijo-. Nadie le gana aquí al caballo del comisario.
– Qué caballo del comisario ni qué niño muerto -dijo Croce-. Ustedes cuando pierden dicen que estaba arreglado y cuando ganan se olvidan de todo.
Todo el mundo estaba exaltado y discutiendo y las apuestas todavía no se habían pagado. Las hermanas se habían parado en las sillitas de lona para ver lo que pasaba y se sostenían del hombro de Durán, que estaba entre las dos y sonreía. El estanciero de Luján parecía muy tranquilo y tenía al caballo de la brida.
– Calma, Chino -le dijo al jockey, y luego se volvió hacia Ledesma-. La largada no fue clara. Mi caballo tenía el paso cambiado y usted -miró a Croce, que había prendido el toscano y fumaba furioso- vio eso, pero la dio por buena igual.
– ¿Y por qué no avisó antes y dijo mala? -preguntó Ledesma.
– Porque soy un caballero. Si me la dan por perdida, allá ustedes, voy a pagar las apuestas, pero mi caballo sigue invicto.
– Yo no estoy de acuerdo -dijo el jockey-. Un caballo tiene honor y no acepta nunca una derrota injusta.
– Pero este muñequito está loco -dijo Ada con asombro y con admiración-. Es un empecinado.
Como si las hubiera escuchado a pesar de estar al fondo del campo, el Chino miró a las mellizas con descaro, primero a una y después a la otra, de arriba abajo, y se movió para quedar de frente a ellas, insolente y pretencioso. Ada levantó el pulgar y el índice, y formando la letra c le mostró una pequeña diferencia y le sonrió.
– A este gallito le falta cantar -dijo.
– Nunca estuve con un jockey -dijo Sofía.
El jockey las miró a las dos y les hizo una inclinación y después se alejó, con un bamboleo suave, como si tuviera una pierna más corta que la otra, la fusta en la axila, el cuerpito armonioso y envarado, y se acercó a la bomba que estaba al lado de la casa y se mojó la cabeza. Mientras bombeaba el agua miró al Monito, que se había sentado bajo un árbol.
– Me madrugaste -le dijo.
– Hablás de más -dijo el Monito, y los dos se encararon pero sin pasar a mayores, porque el Chino empezó a caminar de espaldas y se acercó al alazán y empezó a hablarle y a acariciarlo, como si buscara calmarlo cuando en realidad era él quien estaba nervioso.
– Voy a darla por buena entonces -dijo el estanciero de Luján-, pero yo no perdí. Que se paguen las apuestas, nomás. -Miró a Ledesma-. La corremos de nuevo cuando usted quiera, busque una cancha neutral. Hay carreras en Cañuelas, el mes que viene, si gusta.
– Se agradece -dijo Ledesma.
Pero no aceptó el desafío y nunca la volvieron a correr; dicen que las hermanas quisieron convencer al viejo Belladona de que comprara el caballo de Luján con el jockey incluido, porque querían hacer de nuevo la carrera, y que el viejo se negó, pero ésas son simples versiones y conjeturas.
Y entonces llegó marzo y las hermanas dejaron de ir a nadar a la pileta del Náutico y ahora Durán las esperaba en el bar del hotel o las dejaba en la salida del pueblo y después bordeaba la laguna y hacía una parada en el almacén de Madariaga para tomarse una ginebra. En ese tiempo ya se había desentendido de los caballos, como si hubiera sufrido una decepción o ya no necesitara el pretexto. Se hacía ver casi todas las noches en el bar del hotel, mantenía ese tono de confianza inmediata, de simpatía natural, pero, de a poco, se fue aislando. Ahí empezaron a cambiar las versiones sobre los motivos de su llegada al pueblo, dijeron que había visto o lo habían visto, que él había dicho o que alguien había dicho y bajaban la voz. Se lo veía errático, distraído y parecía sentirse más cómodo cuando estaba en compañía de Yoshio, que era a la vez su ayudante personal, su cicerone y su guía. El japonés lo conducía en una dirección inesperada que a nadie le gustaba del todo. Se bañaban desnudos en la laguna a la hora de la siesta. Y varias veces vieron a Yoshio que lo esperaba en la orilla con una toalla y le frotaba el cuerpo con energía antes de servirle la merienda en un mantel tendido bajo los sauces.
A veces salían a la madrugada y se iban a pescar a la laguna. Alquilaban un bote y veían salir el sol mientras tiraban la línea. Tony había nacido en una isla del Caribe y las lagunas que se encadenaban en el sur de la provincia, con sus cauces tranquilos y sus islotes donde pastaban las vacas, le daban risa. Pero le gustaba el paisaje vacío de la llanura que se veía desde el bote, más allá de la corriente mansa del agua que se desplazaba entre los juncos. Campos tendidos, pastos quemados por el sol y a veces algún ojo de agua entre las arboledas y los caminos.