Выбрать главу

En la confusión nadie corrió a ayudarlo. Si moría, la fruta no lo reviviría.

– ¡William! ¡La antorcha!

Thomas le lanzó la ardiente brasa a William, quien la atrapó con una mano y volteó a mirar para ver el problema.

– Rápido, Thomas.

– Enciende el fuego. ¡Anda!

Thomas hizo girar su caballo y corrió hacia el anciano, quien ahora yacía bocabajo. Se puso al lado de Jeremiah, con la fruta en la mano. Pero antes de poner la rodilla en la arena supo que era demasiado tarde.

– Jeremiah!

Agarró la lanza, puso un pie en la espalda del hombre y la extrajo de un jalón. Le habían partido en dos la columna vertebral.

Thomas aplastó la fruta con las dos manos, resoplando de ira. Vertió jugo en el orificio abierto.

Nada. Si el hombre aún estuviera vivo, el jugo habría comenzado al instante su regeneración.

Una flecha dio en el hombro de Thomas. Este se levantó y miró hacia la dirección de la que había venido. Los arqueros en el barranco más cercano lo miraban, los habían agarrado momentáneamente desprevenidos.

– ¡Él fue antes uno de ustedes! -gritó.

Sin dejar de mirarlos, Thomas agarró la flecha en su hombro, la sacó y la arrojó al suelo. Se presionó la fruta en la herida.

– Ahora está muerto, como lo están ustedes. ¿Me oyen? ¡Muertos! Todos ustedes. ¡Ustedes viven en muerte!

Uno de ellos soltó una flecha. Thomas vio que el proyectil estaba desviado y lo dejó pasar silbando sin moverse. Fue a parar en la arena.

Entonces él se movió. Más rápido de lo que ellos habían esperado. Subió a su corcel y se dirigió directo al cañón oriental.

El primer fuego ya arrojaba espeso humo negro hacia el cielo. William había encendido el segundo en el lado opuesto del cañón y galopaba hacia el tercer montón de arbustos que habían preparado precisamente para esta eventualidad.

Thomas hizo caso omiso de las flechas que volaban, se inclinó sobre el pescuezo del caballo, y se metió entre el espeso humo.

***

SOREN LEVANTÓ la mano para dar la señal.

– Espera -anunció Woref.

– Los demás saldrán hacia el cañón -objetó su teniente-. Deberíamos perseguirlos ahora.

– Ordené que esperaran. Soren bajó la mano.

El plan había sido encerrarlos, herir a tantos como fuera posible desde un ángulo elevado de ataque, y luego atacarlos para acabar con ellos. La maldita fruta de los albinos no tenía poder contra una guadaña en el cuello. Era una estrategia que el mismo Martyn aprobara en otro tiempo.

Ahora Martyn se hallaba abajo entre los albinos, atrapado con los demás. Pero de repente Woref no estuvo tan seguro de la estrategia; no había esperado que ellos encendieran fuego.

– ¿Creerán ellos que el humo los va a proteger? -inquirió Soren-. Los pobres tontos no saben que ya tenemos cubierta su vía de escape en el otro extremo.

Pero era a Thomas a quien enfrentaban. Y a Martyn. Ninguno pensaría que un poco de humo les ayudaría a escapar de un enemigo que claramente había conocido su posición antes del ataque.

¿Por qué entonces los fuegos?

– ¿Estás seguro de que no hay más rutas desde este cañón?

– Ninguna que encontrara ninguno de nuestros exploradores.

Pero debía haberlas. ¿Qué dirección tomaría él si dirigiera esta banda de disidentes? Dentro del desierto, naturalmente. Lejos de las hordas. Hacia las llanuras donde simplemente podrían dejar atrás cualquier persecución.

– Ordena que la mitad del equipo de rastreo bloquee el desierto hacia el sur -expresó Woref.

– ¿Al sur?

– No me hagas repetir alguna otra orden.

Soren se alzó en los estribos y transmitió la orden por medio de señales con la mano. Dos exploradores montados, cada uno confirmando el mensaje, hicieron girar sus cabalgaduras y desaparecieron.

– Toda la tribu se dirigirá momentáneamente hacia el humo – comentó Woref-. Quiero a todos los arqueros lanzando flechas sobre los albinos.

– Ya he transmitido la orden.

– ¿Pero por qué? -musitó Woref para sí mismo-. El humo los sofocará si no salen rápidamente.

Un chiflido resonó en el cañón y, exactamente como él lo había previsto, casi cincuenta cabezas de caballos aparecieron por debajo del saliente de la pared de un cañón en el occidente. Les cayó una lluvia de flechas. Las mujeres agarraban a sus hijos y corrían hacia el humo, fustigando a sus monturas a correr tanto como pudieran.

Múltiples blancos. Allá abajo estaban acabados. Pero solo tenían que correr cincuenta metros antes de que los tragara el humo.

Sin embargo, cayeron dos. Un caballo tropezó y su jinete corrió a pie. Un tercero se agarró a una flecha que le había dado en el pecho. El que iba a pie tropezó y tres flechas se le clavaron en la espalda.

Entonces los albinos salieron del acoso y entraron a su humo. Los hombres de Woref habían matado solo a cinco. Seis, contando el que mataron antes con una lanza. Habían herido a muchos más, pero sobrevivirían con la ayuda de su hechicería. Esa fruta amarga de ellos.

Los arqueros dispararon una docena de flechas a cada uno de los albinos caídos, luego el cañón se llenó de un espeluznante silencio.

Woref movió las riendas de su montura hacia un lado y trotó a lo largo del precipicio, hacia el oriente, escudriñando con los ojos la más leve señal de vida debajo del espeso humo. El silencio lo enfadó. Sin duda ellos no volverían a exponerse a otro ataque de flechas. ¡Tenía que haber otra salida!

Detrás de él, el equipo de rastreo entraba al valle, cortando eficazmente cualquier intento de retirada.

Thomas había estado con quienes habían encendido los fuegos. El acuerdo de Woref con Qurong era por Thomas. Si los grupos se hubieran dividido…

Luego un grito del oriente. Habían divisado el grupo de Thomas.

Woref espoleó el caballo y galopó por el cañón. Entonces los vio, cinco caballos que levantaban polvo más allá del humo, yendo a toda velocidad hacia la trampa que él les había tendido.

***

THOMAS ALEJÓ del humo a su contingente, orando porque todas las miradas de los encostrados estuvieran puestas en él. Había inspeccionado hasta el último centímetro de este cañón y sabía dónde pondría una trampa si fuera el comandante de las hordas. Ahora sus posibilidades de atravesar esa trampa eran mínimas. Si les hubieran advertido, habrían tenido una mejor oportunidad de pasar la entrada del cañón antes de que los enemigos lograran tender la trampa. Dos hermanos, Caín y Stephen, corrían al lado de Suzan a la derecha de Thomas. William subía por detrás.

– ¿Peleamos? -exigió saber William.

– No.

– ¡Nos atrasamos demasiado! Nos estarán esperando.

Sí, estarían esperando.

– Podemos regresar -opinó William.

– ¡No! No podemos poner en peligro a los demás. ¿Tienes lista tu fruta?

Tan pronto como lo dijo, oyó el grito adelante. Treinta hombres montados entraron cabalgando al descubierto, cortando la entrada del cañón.

Sin embargo, ellos siguieron cabalgado, directamente hacia las alertas hordas.

– Justin, danos fuerzas -musitó Thomas entre dientes.

Los encostrados no estaban atacando. Nada de flechas, ningún grito, solo esos treinta hombres a caballo, esperando acorralarlos. No había manera de pasarlos.

Thomas frenó su corcel y levantó una mano.

– Deténganse.

Se detuvieron a cien metros de los encostrados.

– ¿Vas a dejar que nos atrapen? -preguntó William-. Sabes que nos matarán.

– ¿Y cuál es nuestra alternativa?

– Mikil y Johan han tenido el tiempo necesario para hacer que los demás atraviesen la brecha. ¡Aún podemos lograrlo!

– Ahora tendrán gente en el cañón -informó Suzan.

Ella había sido de las últimas en entrar al Círculo, y no había nadie cuya adhesión alegrara tanto a Thomas. Como cabecilla de los exploradores de los guardianes del bosque, ella había estudiado a las hordas más que la mayoría y conocía sus estrategias casi tan bien como el mismo Johan.