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Las emociones mezcladas en el pecho de Mikil eran suficientes para hacer que quisiera gritar. Ella era Mikil, pero también era Kara, y como Kara había despertado dentro de una tormenta de fuego. De manera sorprendente solo había sentido un poco de temor, aun con las flechas de las hordas pasándole muy cerca de la cabeza. Ella había estado mil veces peleando en contra de los encostrados, muy a menudo en combate cuerpo a cuerpo.

Por otra parte, esa no era la condición de los civiles a su cargo. Habían perdido a seis en el ataque, incluyendo a Jeremiah. Se sintió angustiada.

Pero la embargaba otra emoción. El deseo de despertar en el laboratorio del Dr. Myles Bancroft. Thomas había agarrado el libro… ahora desearía haberlo tomado ella. Era imposible saber cuántas oportunidades más tendrían de escribir en él. Pensar en que esas pocas palabras que ella logró escribir tenían poder en la Tierra le hizo sentir un cosquilleo en la columna. Debía volver para ver si habían funcionado. Imaginar…

– Si bloqueamos el túnel -declaró Johan rascándose la barbilla y mirando alrededor-, ellos verán que lo bloqueamos.

– Dejémoslos. Cuando no logren encontrarnos supondrán que entramos al desierto.

– Aún buscarán nuestras huellas.

– Entonces les daremos unas que los alejen de aquí, más al occidente a lo profundo del desierto. Con los vientos nocturnos soplando, para la mañana se habrá perdido nuestro rastro.

Él se quedó en silencio, pensando.

– Me niego a penetrar más en el desierto mientras el destino de Thomas sea incierto.

Podría funcionar -asintió él-. Pero no bloqueemos el túnel en la entrada. De todos modos es demasiado tarde para eso.

Corrió a su caballo y se subió a la silla.

– Debemos apurarnos.

6

Ella sintió que le zarandeaban el hombro.

– Eso es, querida. Despierte. Lleva dos buenas horas durmiendo. Kara miró la poco atractiva figura a su lado. El Dr. Myles Bancroft mostraba una sonrisa de complicidad. Se frotaba un pañuelo en la frente.

– Dos horas y ningún sueño -informó.

Las luces aún estaban tenues. Las máquinas zumbaban en silencio: un ventilador de computadora, aire acondicionado. El vago olor de sudor humano mezclado con desodorante.

– ¿Soñó usted? -preguntó él.

– Sí -contestó ella irguiéndose; él le había limpiado la sangre del brazo y le había puesto una vendita blanca-. Sí, soñé.

– No según mis instrumentos, no. Y eso, querida mía, hace que este caso no solo sea fascinante sino duplicable. Primero Thomas y ahora usted. Algo está sucediendo con ustedes dos.

– Es la sangre de él. No me pregunte cómo empezó todo esto, pero mi hermano es la puerta entre estas dos realidades.

– Dudo mucho que existan dos realidades -opinó él-. Algo ocurre en las mentes de ustedes que sin duda está más allá de los sueños comunes y corrientes, pero le puedo prometer que su cuerpo estuvo aquí todo el tiempo. Usted no atravesó ningún armario hacia Narnia ni hizo un viaje a otra galaxia.

– Semántica, profesor -objetó ella bajándose de la camilla-. No tenemos tiempo para semántica. Debemos hallar a Monique.

Bancroft la miró con una sonrisa de vergonzosa persuasión en el rostro, como si se estuviera armando de valor para hacer la placentera pregunta.

– Así que, ¿qué pasó?

– Desperté como Mikil, teniente de Thomas de Hunter. Ella y yo escribimos en un libro que tiene poder para dar vida a las palabras; apenas logramos sobrevivir a un ataque de las hordas, y hallamos refugio seguro en una caverna después de bloquear nuestra ruta de escape. Finalmente caí en un sueño exhausto y desperté aquí.

Al oírse resumiendo la experiencia le bajó un zumbido por el cuello. En las últimas dos semanas ella había hecho con Thomas tanto de escéptica como de creyente, y no estaba segura de qué era más fácil.

– Ninguna herida.

– ¿Qué?

– Usted no tiene heridas o algo para probar sus experiencias como hizo Thomas. Cierto.

– ¿Ha oído usted las noticias? -preguntó ella.

– No particularmente, no -respondió él, parpadeó y alejó la mirada-. El mundo se está yendo al infierno, hablando de modo muy literal. Finalmente liberaron el gran artefacto uniformador que la mayoría de nosotros sabíamos que soltarían. Solo que me cuesta creer la rapidez con que todo está sucediendo.

– ¿El virus? Uniformar, no hacer distinción de personas. El presidente es tan vulnerable como el vagabundo desamparado en el callejón. ¿Y por qué aún se interesa por los sueños, doctor? Usted afirmó que estaba infectado, ¿no es así? Tiene diez días de vida igual que el resto de nosotros. ¿No debería estar con su familia?

– Mi trabajo es mi familia, querida. Me las arreglé para ingerir niveles peligrosos de alcohol la primera vez que se supo todo el asunto hace aproximadamente una semana. Pero desde entonces he decidido pasar mis últimos días preocupándome por mi primer amor.

– La psicología.

Pretendo morir en los brazos de ella.

Entonces permítame darle una sugerencia de quien ha visto más allá de la propia mente, doctor. Hable con su sacerdote. En todo esto hay más de I ° que pueden ver sus ojos o registrar sus instrumentos.

– ¿Es usted una persona religiosa? -inquirió él.

– No. Pero Mikil sí.

– Entonces yo debería hablar con esa Mikil suya. Kara miró el banco donde recordaba haber visto por última vez la muestra de la sangre de Thomas. Ya no estaba.

– No se preocupe; está guardada en lugar seguro.

– Yo… yo la necesito.

– No sin una orden de la corte. Se queda conmigo. Usted es bienvenida aquí en cualquier momento. Lo cual me recuerda que el ministro Merton Gains llamó hace como una hora.

– ¿Gains? -preguntó Kara, pensando en la crisis nuclear-. ¿Qué dijo?

– Quería saber si habíamos alcanzado alguna conclusión.

– ¿Qué le dijo usted? ¿Por qué no me despertó?

– Yo debía estar seguro. Algunos sujetos necesitan una cantidad extraordinaria de tiempo para entrar en REM. La desperté tan pronto como estuve seguro.

Kara miró a la puerta, repentinamente desesperada. Debía encontrar a Thomas o a Monique, muertos o vivos. ¿Pero cómo? Y la sangre…

– Doctor, por favor, tiene que darme esa sangre -pidió volviéndose-. ¡Él es mi hermano! El mundo está aquí en una crisis y yo…

– Gains fue muy claro -advirtió Bancroft-. No podemos perder el control. Pareció sugerir que esta era una posibilidad, una amenaza desde adentro.

¿Un espía?

– ¿En la Casa Blanca?

– No lo afirmó. Soy psicólogo, no funcionario de inteligencia.

– Está bien. ¿Qué le dijo usted de mí?

– Que no estaba soñando. Lo cual probablemente significa que experimentara lo mismo que su hermano. Quiere que usted lo llame de inmediato.

– Y usted me lo dice ahora -reprendió ella mirándolo y corriendo hacia el teléfono sobre el escritorio.

– Sí, bueno, tengo mucho en qué pensar -contestó Bancroft encogiendo los hombros-. Voy a morir en diez días, ¿no se lo dije?

***

UNA LUZ BRILLANTE le hirió los ojos. Luz del sol. ¿O era algo más? Quizás esa luz del más allá. Tal vez había muerto de la variedad Raison y ahora se hallaba flotando encima de su cuerpo, moviéndose a la deriva hacia la gran luz blanca en el cielo.

Ella parpadeó. Algo le presionaba el pecho. Le pinchaba la clavícula. Le dificultaba respirar. Pero no tenía dolor.

Con su primer parpadeo lo comprendió todo.

Entonces se dio cuenta que se hallaba en un automóvil en un ángulo inestable, suspendida del cinturón de seguridad del asiento. Agarró el volante para apoyarse y aspiró una gran bocanada de aire.