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Chelise miró a Suzan, tratando de no mirarle la piel oscura. Muy diferente de su propia carne blanca. El colgante que usaban los albinos le guindaba del cuello.

– ¿Por qué usas el pendiente? -le preguntó a Suzan.

La albina levantó el medallón en la mano y lo miró.

– Estos son los colores del Círculo. Verde por el bosque colorido, luego negro por el mal que nos destruyó a todos. Después rojo, ¿ves? -explicó, indicando las dos franjas que cruzaban el cuero rojo-. La sangre de Justin. Y finalmente, un círculo blanco.

– ¿Y por qué blanco?

– Blanco -señaló Suzan mirándola directo a los ojos-. Somos la novia de Justin.

Qué extraña manera de ver las cosas. Incluso ridícula. ¿Quién ha oído alguna vez ser la novia de un guerrero asesinado? Por supuesto, ellos creían que él aún estaba vivo.

Absurdo.

– ¿Deberíamos despertarlo? -preguntó Chelise mirando a Thomas.

– Me cuesta creer que aún esté durmiendo -contestó Suzan sonriendo-. Debiste haberlo agotado anoche.

– ¡Ja! Creo que él me está agotando con todo su entusiasmo.

– ¿Sientes algo por él? -inquirió Suzan, asegurando la montura extra que Thomas trajera de la ciudad.

Chelise no había esperado una pregunta tan directa. No supo qué decir.

– Allí yace Thomas de Hunter, leyenda de los guardianes del bosque, enamorado de ti, hija de su agente de perdición, Qurong. Es un cuento de hadas en ciernes.

– Él es un albino -objetó Chelise.

– Eso no significa que sea demasiado bueno para ti -replicó Suzan a) tiempo que ponía la mano sobre la silla y miraba de frente a la princesa.

– Eso no es lo que quise decir.

– No, pero es lo que sientes. Por eso te bañaste y por eso cubres tu piel para él. Que conste, estoy de acuerdo con Thomas. Creo que eres bastante hermosa. Y no creo que tengas idea de cuán afortunada eres de que este hombre te ame.

Chelise se sintió súbitamente emocionada. Miró a Thomas. Allí se hallaba el rey de los albinos. ¿O era Justin su rey? A pesar de los intentos de Thomas por quitarse el morst que se había aplicado la noche anterior, este aún le cubría partes del rostro.

– Sin embargo te hace sentir bien, ¿no es verdad? -indagó Suzan.

– ¿Qué?

– Ser amada.

– Sí -contestó ella después de titubear.

No estaba segura de haberse sentido nunca tan incómoda. ¿Tenía razón Thomas al decir que ella estaba cubriendo su vergüenza? Y ahora Suzan le había dicho lo mismo. Ella nunca lo había pensado en esos términos.

– Creo que lo mereces -opinó Suzan.

Creció el nudo en la garganta de Chelise, y debió tragar saliva para no llorar. No sabía de dónde había salido la repentina emoción, pero no era la primera vez que los albinos la afectaran con tanta facilidad. Las lecciones en la biblioteca con Thomas habían sido parecidas.

Ella decidió entonces, mirando hacia la selva para que Suzan no pudiera ver las lágrimas que intentaba reprimir, que le gustaban los albinos.

– ¿Por qué no lo despiertas? -preguntó Suzan-. Debemos irnos.

– Despierta -expresó Chelise yendo hacia él, contenta por el descubrimiento.

Thomas gimió y giró la cabeza, perdido aún para el mundo. Ella miro a Suzan, pero la mujer estaba muy ocupada ensillando otro caballo.

– Despierta, Thomas -ordenó la muchacha inclinándose y tocándolo.

Él despertó sobresaltado, miró alrededor, luego la vio y volvió en sí. $e levantó y se sacudió la capa.

– ¿Qué hora es? ¿Me dejaste dormir?

– Parecías cansado.

Él miró a Suzan, luego analizó a Chelise.

– Volveré en un instante -anunció él y se fue corriendo en dirección al riachuelo.

Era interesante esta obsesión de los albinos con la limpieza. Thomas volvió diez minutos después, con el radiante rostro limpio del morst.

– Me siento como un hombre nuevo. No pretendo ofender, pero la cosa esa me produce picazón en la piel.

– ¿De veras? Para mí es muy calmante.

– Te quedan bien. Las flores blancas son un complemento perfecto.

– Gracias -manifestó ella sonriendo; ¿creía él de verdad que ella era hermosa, o la estaba tratando con condescendencia?

Montaron y se dirigieron al sur alejándose de la ciudad, hacia el desierto. Thomas las guió a lo largo de un sendero de caza, lejos de todas las rutas frecuentemente transitadas.

***

CABALGARON DURANTE una hora sin hablar, Suzan en la retaguardia.

– ¿Soñaste bien, Thomas? -preguntó Chelise, rompiendo finalmente el silencio.

– No soñé en absoluto. Comí el rambután.

– Pensé que querías soñar. Casi pierdo la vida por tus sueños.

– Hice un juramento: nada de sueños mientras esté contigo. Ella no sabía lo que él podría tener en mente, pero no forzó ninguna explicación.

– ¿Haz decidido lo que deberíamos exigir por tu regreso? -inquirió Thomas acercando su caballo al de ella.

– Podríamos cambiarme por Woref, como sugeriste -respondió ella-. Lo podrías convertir en albino. Eso le serviría a la bestia.

Por desgracia, el ahogamiento funciona solo si se hace de manera voluntaria. De otro modo reuniríamos encostrados por montones y los hartaos meterse al agua, ¿no es así, Suzan? -dijo Thomas riendo entre dientes. Así se ha sugerido -contestó ella.

– Qué horrible muerte sería -comentó Chelise encogiéndose de hombros.

– ¿Parezco muerto? -objetó Thomas-. Más vivo de lo que nunca has visto.

Luego estiró el brazo.

– Cuando muevo el brazo, no hay dolor en mis articulaciones. Y no es porque me haya acostumbrado a sufrir.

El pensamiento de ahogarse la aterraba. Se había acostumbrado tanto al dolor en las articulaciones que sencillamente le hacía caso omiso la mayor parte del tiempo.

– Podríamos exigir asilo para tu Círculo -opinó Chelise.

– ¿Harías eso?

– ¿Por qué no? -respondió ella encogiendo los hombros.

– Suzan, creo que ella se nos está animando.

Solamente ayer Chelise habría respondido con un comentario cortante para aclararle las cosas a Thomas. Ahora sentía ridículo tal comentario, por lo que ella lo desechó.

– Quizás deberíamos dejar que mi padre sufra durante uno o dos días -comentó la joven; no estoy en posición de chantajearlo muy a menudo.

– Perfecto. Entonces esperaremos una semana.

– ¿Una semana? Yo no sabría qué hacer aquí conmigo misma durante una semana.

– Cabalgarás con nosotros.

– ¿Y hacia dónde exactamente estamos cabalgando?

– Aún no lo he decidido -anunció él-. Lejos de las hordas. Fuera de peligro. ¿Te gustaría visitar nuestro Círculo?

– No, no. No podría hacer eso. ¡Se aterrarían de mí! Y yo de ellos. A cualquier parte menos a una de tus tribus.

– Entonces simplemente nos dirigiremos al sur -declaró él sonriendo-. Mientras esté contigo para mantenerte a salvo, y estés cómoda, cabalgaremos.

– Parece justo -convino ella, quien no podía mirarlo sin sentirse incomoda.

El sol pasó por encima y comenzó a descender hacia el horizonte occidental. Suzan se salió varias veces del camino para inspeccionar la ruta, a veces Chelise se preguntaba si Thomas y su teniente no habían planeado las prolongadas desapariciones para que él pudiera estar a solas con ella. No es que eso le importara a la encostrada.

Thomas le contó historias de sus días como comandante de los guardianes del bosque y ella le correspondió con recuerdos de sus días en el desierto: cómo habían hecho uso de la paja del desierto, dónde hallaban el agua, cómo fue criarse jugando con otros niños que no tenían sangre real.

Él parecía especialmente conmovido por las historias de ella acerca de los niños e hizo muchas preguntas sobre cómo aprendieron a sobrellevar la enfermedad, como él la llamaba. En realidad él pensaba que la condición de la piel de los encostrados era una anormalidad. Y, desde luego, lo era para él, igual que la condición de él lo era para ella. Sin embargo, como lo señalara Chelise, si se tomara el mundo como un todo y se compararan los millones de encostrados con solo mil albinos, ¿quién sería anormal? ¿Y quién estaría enfermo?