Él gentilmente cambió de tema. No había manera de reconciliar las enfermedades de ellos.
– Te conocí una vez en el desierto -le confesó él con una sonrisa.
– ¿Antes? ¿Cómo pudiste haberlo hecho?
– Roland.
– ¿Roland? Pero Roland era de las hordas.
– Roland era Thomas, comandante de los guardianes del bosque, quien se había extraviado y contraído la enfermedad. Naturalmente, me vi obligado a mentirte.
– ¿Eras Roland? ¿Tuve la vida de Thomas de Hunter en mis manos? ¡Debí haberte degollado!
– Entonces te habrías privado del placer de cabalgar hoy conmigo.
– Sinceramente, me cayó muy bien Roland. Recuerdo eso. Si te volviera a suceder, ¿me degollarías? -inquirió él. Sabiendo lo que sé hoy, sabiendo que estaría en posición de chantajear a mi padre, no -confesó ella mirando hacia abajo las bamboleantes Poetas del caballo.
– ¿Aun sabiendo que yo seguiría matando a muchos de tus guerreros en las guerras posteriores a ese día? Él planteó un buen punto.
– Entonces sí, siento decir que te habría cortado el pescuezo.
– Bueno. Me gusta una mujer sincera. Los dos rieron.
Él era muy obvio. Thomas de Hunter, este famoso guerrero que cabalgaba al lado de ella, quería ganarse su amor.
Para cuando llegaron al desierto, ella no estaba segura de no sentir algo por Thomas. Por una vez él cabalgó adelante para localizar a Suzan, y sorprendentemente Chelise se sintió abandonada. Solitaria. No, más que solitaria, añorando la compañía de él. Y cuando él reapareció cinco minutos después con una tonta sonrisa, ella sintió alivio.
– ¿Me extrañaste? -quiso saber él.
– Ah, lo siento. ¿Te habías ido? -contestó ella, pero al instante quiso retirar la broma-. Me sentí sola.
– ¿Cuándo había sucedido todo esto? ¿En la biblioteca?
Suzan galopó hacia ellos, saludando con las manos. Thomas se echó atrás en su montura.
– Ella encontró algo.
– ¿Las hordas?
– No lo creo. ¡Vamos!
Los dos salieron corriendo al encuentro de la teniente.
– Johan está esperando con Mikil y Jamous -informó Suzan frenando, con mirada vivaracha-. Debieron haber enviado a William adelante con los demás.
– ¿Dónde?
– Tienen un campamento en el cañón -señaló ella-. A poco más de tres kilómetros.
– ¡Excelente! -exclamó Thomas mirando a Chelise-. Se trata de Martyn.
– ¿Está él aquí?
– En carne y hueso -anunció Thomas haciendo girar el caballo-. ¡Cabalguemos!
Chelise se hallaba aterrada por este súbito descubrimiento… Thomas y Suzan eran una cosa, pero la posibilidad de encontrar a más de los del Círculo no le sentaba bien. ¡Además, Martyn! Después de Thomas, no había otro nombre al que ella hubiera llegado a odiar más.
La princesa cabalgó.
29
MIENTRAS THOMAS dormía en la Casa Blanca ante la insistencia " del presidente Blair, Kara se hallaba siguiendo una insistencia propia. No tenía deseos de dormir, no había causa para soñar. Solo quería una cosa, y era entender la erupción que le había aparecido debajo del brazo.
Los Laboratorios Genetrix se habían convertido en el hogar de Monique. Ella dormía sobre un catre en su oficina, y comía lo que quedaba de alimentos en la cafetería, aunque no habían recibido una remesa en tres días; la empresa que atendía el servicio de comida había suspendido operaciones. No importaba. Disponían de suficientes alimentos no perecederos para dar de comer a quinientos técnicos y científicos al menos por dos días. Para entonces sabrían si era hora de ir a casa y empezar a despedirse, o de dedicarse de lleno a un último y desesperado esfuerzo.
Monique examinó en silencio el brazo de Kara, quien le observaba los ojos… era demasiado malo que Thomas se hubiera encaprichado con esta otra mujer en el mundo de Mikil. Chelise. Cuanto más tiempo pasara Kara con Monique, más decidía que la refinada francesa era más débil de lo que inicialmente había supuesto. Ella y Thomas podrían hacer una buena pareja. Suponiendo que los dos sobrevivieran.
La mirada de Monique ya no se enfocaba en la cortada que le había captado la curiosidad. Revisaba el resto del brazo.
– ¿Qué pasa? -quiso saber Kara.
– ¿Has notado salpullido en alguna otra parte? ¿Quizás en el estómago o la espalda?
– ¿Ya está sucediendo? -preguntó Kara retrocediendo.
– En algunas personas, sí. ¿Ninguna otra erupción?
– No. No que yo haya notado.
Por otra parte, ahora que pensaba al respecto, la piel parecía picarle en muchas partes.
– ¿Cuánto tiempo hace que lo notaste?
– Unas pocas horas -respondió Monique.
– ¿Y tú? -le preguntó Kara volviéndose hacia ella.
– No.
– ¡Creí que teníamos otra semana! ¿Quién más?
– Ha habido una cantidad de casos reportados en Bangkok. Theresa Sumner. Todo el equipo que llegó para reunirse con Thomas unas semanas atrás. Algunos en el Lejano Oriente informan haber tenido el salpullido aun durante diez días. Suponíamos que esto solo ocurriría entre aquellos cuyos sistemas luchan activamente contra el virus. La erupción es prueba de la resistencia del cuerpo, aunque eso no significa mucho.
La revelación no fue tan espeluznante como ella creyó que sería. Es más, constituía un poco de alivio después de tanto misterio. Como saber que después de todo el cáncer que se tiene es terminal. Que se va a morir exactamente en treinta días. Que hay que vivir y prepararse para morir.
– ¿Cuántos?
– Varios miles -contestó Monique encogiendo los hombros-. Nuestros cálculos iniciales del período de latencia del virus solo eran eso: cálculos. Siempre supimos que podría venir antes. Ahora parece haber hecho exactamente eso.
Intercambiaron una prolongada mirada. ¿Qué más se podía decir?
– Estamos muertos, a menos que se lleve a cabo este intercambio con Francia y consigamos el antivirus -opinó Kara.
– Así parece.
– ¿Lo sabe el presidente?
– Todavía no. Estamos haciendo pruebas. Lo sabrá en una hora.
Kara suspiró, hurgó en el paquete que llevaba, y extrajo un frasquito de vidrio con una muestra muy pequeña de sangre. Sangre de Thomas. Su hermano había insistido antes de salir del John Hopkins. El razonamiento de ^ era simple: estaba muy seguro de que volvería a Francia, pero no quiso explicar la razón. En caso de que algo le sucediera, quería que Kara y Monique tuvieran algunas opciones.
Kara dejó el frasquito sobre el escritorio.
– ¿De Thomas? -quiso saber Monique.
– Idea de él. ¿Sabes lo que sucedería si tú y yo soñamos con esta sangre›
– Rachelle está muerta -contesto Monique mirándola-. Tú despertarías como Mikil. No sé cómo quién despertaría yo.
– No. Pero despertarías. ¿Y qué pasaría si comes la fruta de rambután mientras estés allí?
– Nada de sueños.
– ¿Y si comes el rambután todos los días por el resto de tu vida?
– ¿Importaría? Si muero aquí, muero allá. ¿No es así como funciona?
– No si tener un sueño de una noche aquí dura cuarenta años allá. Podríamos vivir toda una vida en otra realidad mientras esperamos que la muerte nos lleve aquí.
Una pequeña sonrisa cruzó por el rostro de Monique. Luego una risotada de incredulidad.
– ¿Sugirió Thomas que hiciéramos esto?
– No. Él dijo que sabríamos qué hacer con la sangre. ¿Tienes una idea mejor?
– No. Pero eso no da sensatez a tu idea.
– ¿No lo harás entonces? Él te mencionó a ti, a nadie más.