– A menos que encontremos una manera de tener en nuestras manos el antivirus que ya existe. Ese es el asesino: un antivirus que ya existe podría acabar todo esto en dos días. Ni uno solo de nosotros debería morir. Pero eso no es lo que va a ocurrir. No va a suceder porque Robert Blair ha rechazado un trato que intercambiaría nuestro arsenal nuclear por el antivirus.
Volvió a hacer una pausa por el efecto. Ellos ya conocían el ultimátum de los terroristas, pero nunca se lo habían puesto tan claramente, y nunca a la mano con el fracaso de la comunidad mundial de la salud.
– Mis amigos, oigan, denles las armas. Dennos el antivirus. Dennos una oportunidad de vivir. Denles otro día, otra semana, otro mes, otro año a nuestros hijos ¡y déjenlos vivir para luchar! -exclamó él y lanzó el puño al aire.
De inmediato, un rugido brotó de la multitud.
– ¡Las reglas han cambiado! -gritó, incitando los gritos de la creciente multitud-. ¡Estamos en una lucha por nuestras mismísimas vidas! ¡No podernos permitir que un hombre sacrifique nuestra sobrevivencia por sus propias ideas infladas de principios!
Mike respiraba con dificultad. La adrenalina le corría por las venas.
Señaló con el dedo la parte trasera de la Casa Blanca.
– ¡Esta farsa no debe continuar! ¡En algunos días todos moriremos a menos que ellos cambien de opinión! ¡Óiganme, luchen por sus vidas! Escúchenme, tomen por asalto la Casa Blanca! ¡Atiéndanme, si vamos a morir, moriremos peleando por nuestro derecho a vivir!
La mano le temblaba. Se le acababan las palabras.
Un silencio de mal augurio había sofocado a la multitud. Una cosa eran gritos de protesta. Otra era incitar a una insurrección. Esta plática de muerte estaba yendo lejos.
El grito empezó en alguna parte atrás, como a diez manzanas en el fondo, hasta donde él supo.
La turba se movió como si hubieran cortado las correas que la ataban. Se lanzaron hacia delante, gritando proclamas de muerte. El calvo con el bigote en forma de manubrio estaba entre mil que abrieron primero una brecha en la barricada.
Luego corrieron.
El camarógrafo se dio la vuelta y enfocó a la turba. Retrocedió, trastabilló por una cuerda, pero rápidamente se afirmó y mantuvo la programación en vivo.
Mike no sabía qué hacer. Hasta donde podía ver, la multitud se movía. Hacia delante. Hacia él.
Una ametralladora repiqueteó… unos reflejos pasaron veloces por sobre la turba.
Las tropas del ejército ya estaban de pie. Las advertencias resonaban por sus "Megáfonos, pero se perdían entre el rugido de la multitud. La primera fila pasó corriendo la plataforma.
Marcy gritaba algo, pero Mike no logró entenderla. La gente iba a pasar exactamente por sobre estas defensas y a correr hacia la Casa Blanca. Nadie Podía detener esto. Él no tenía idea…
¡Puní!
Gritos de terror. ¡Pum! ¡Pum!
– ¡Retrocedan o nos veremos obligados a disparar! ¡Pum!
De un bote salió una nube que fue a parar a siete metros del escenario.
– ¡Gases lacrimógenos! -gritó alguien; tan pronto como lo dijo, e| ardor golpeó los ojos de Mike. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
Paletas de helicóptero giraban cerca con fuerza, muy cerca para hacer cualquier daño que se les ordenara hacer.
La turba avanzó con violencia entre las nubes de gas. Otra ametralladora rugió. Siguió un silencio momentáneo.
Cuando se reanudó el griterío, sonaba muy diferente y Mike supo que habían alcanzado a alguien.
– ¡Sube aquí! -gritó, dando la vuelta.
Pero el camarógrafo ya corría entre la multitud.
La guerra había empezado. Los brazos se le pusieron como carne de gallina.
La guerra de Mike.
– LA RESPUESTA es no -manifestó bruscamente el presidente Blair-. Me quedo aquí, punto. Encuentren a Mike Orear y su pandilla y tráiganlos. Quiero salir al aire tan pronto como sea posible. Phil Grant frunció el ceño.
– Señor, firmemente le insto a considerar las consecuencias…
– Las consecuencias son que a menos que andemos con sumo cuidado durante los próximos dos días, ninguno de nosotros tiene esperanza. Hace más de dos semanas que lo sé; ahora la gente también lo está entendiendo. Me sorprende que hayan necesitado tanto tiempo para derribar las barricadas. Debido a la vacilación del presidente, el director de la CÍA no estaba seguro de la respuesta imparcial de Blair a los disturbios.
– No estoy seguro de que estén equivocados al respecto, señor -opinó finalmente.
Por primera vez se cruzó en la mente de Blair la posibilidad de que Phil Grant pudiera estar trabajando con Armand Fortier. ¿Quién mejor que él? pensó de repente en los últimos años, buscando incongruencias en la actuación del hombre. Si Blair no recordaba mal, no había habido ninguna. El presidente estaba buscando fantasmas detrás de todo aquel que entraba a su despacho en estos días.
– Los disturbios se desataron solo hace una hora y ya hay seis cadáveres en el césped, por Dios -dijo Grant resaltando su punto-. El perímetro de la Casa Blanca se podría restaurar, pero están destrozando la ciudad. La gente de esta nación quiere una cosa, señor: sobrevivir. Démosle a Fortier sus armas. Consigamos el antivirus. Vivamos para luchar otro día.
Blair se alejó deliberadamente. Este era el mismo argumento, casi palabra por palabra, que Dwight Olsen había defendido casi quince minutos antes. Las motivaciones de Dwight eran transparentes, pero Phil Grant era una bestia distinta. Esto no le gustaba. Sabía que eran casi nulas las posibilidades de conseguir el antivirus de parte de Fortier. Mostrar militarmente los dientes al francés y luego rogarle un antivirus era sencillamente inaceptable. Mientras tuvieran alguna influencia, los Estados Unidos estaban en el juego. Tan pronto como renunciaran a esa ventaja se acabaría el juego.
Grant sabía todo esto. Blair decidió recordárselo.
– No confío en los franceses.
– No estoy seguro de que usted aún tenga una alternativa -advirtió Grant-. Para mañana podría tener en sus manos una guerra civil declarada. Usted representa al pueblo. El pueblo quiere este intercambio.
– El pueblo no sabe lo que yo sé -contestó Blair volviéndose.
– ¿Y de qué se trata? -cuestionó Grant parpadeando.
Fácil.
La insistencia de Thomas de que no confiara en nadie, ni en una sola alma, le recorrió la mente. Gains, había dicho Thomas. Quizás Gains, así es.
– Se trata de lo que usted sabe. Fortier no tiene motivos aceptables para entregar el antivirus cuando nuestros barcos se reúnan con los de él -informó el presidente y miró el reloj de pulsera-. Dentro de treinta y seis horas.
Grant lo analizó, luego lanzó a la mesa la carpeta que tenía en las manos.
– Comprendo su renuencia. La acepto, naturalmente. Nunca se podrí confiar en absoluto en los franceses -comentó, se puso de pie y se metió las manos en los bolsillos-. Esta vez no creo que tengamos alternativa. No con estos disturbios extendiéndose. En Nueva York y Los Ángeles ya están empezando. La nación estará ardiendo para mañana al mediodía.
– Eso es mejor que morir en cuatro días.
El intercomunicador chirrió.
– Señor, tengo una llamada privada para usted.
Gains. Había dejado instrucciones muy específicas. Ni siquiera la operadora sabía que la llamada era de Gains.
– Gracias, Miriam. Dígale que la llamaré de inmediato. Ponga en espera todas mis llamadas por algunos minutos.
– Sí señor.
Blair suspiró.
– Nada como una madre amorosa -manifestó, señalando la puerta con la cabeza-. No se preocupe, Phil, no voy a permitir que esta nación arda para el mediodía. Duerma un poco… parece que podría necesitarlo.
– Gracias. Quizás así sea.
El director salió.
Fantasmas, Robert. Estás viendo fantasmas.