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David Baldacci

Buena Suerte

Para mi madre, inspiradora de esta novela

Nota del autor

La historia de Buena suerte es ficticia, pero la ambientación, salvo los topónimos, no lo es. He estado en esas montañas y también he tenido la suerte de crecer con dos mujeres que durante muchos años consideraron que las cumbres eran su verdadero hogar. Mi abuela materna, Cora Rose, residió con mi familia durante los últimos diez años de su vida en Richmond, pero pasó las seis décadas anteriores, más o menos, en la cima de una montaña en la Virginia suroccidental. De ella aprendí sobre la vida en esas tierras. Mi madre, la menor de diez hermanos, habitó en esa montaña durante sus primeros diecisiete años; a lo largo de mi infancia me contó cientos de historias fascinantes sobre su juventud. Creo que las dificultades y aventuras por las que pasan los personajes de la novela le resultarían familiares.

Aparte de las historias que escuché de niño he entrevistado largo y tendido a mi madre para preparar Buena suerte y, en muchos sentidos, ha sido una experiencia sumamente esclarecedora. Cuando llegamos a la edad adulta solemos dar por sentado que sabemos cuanto hay que saber sobre nuestros padres y los demás miembros de la familia. Sin embargo, si uno se toma la molestia de preguntar y escuchar las respuestas se da cuenta de que todavía le queda mucho que aprender sobre esas personas tan allegadas. Así, esta novela es, en parte, una historia oral sobre dónde y cómo creció mi madre. Las historias orales constituyen un arte en vías de extinción, lo cual es ciertamente triste ya que muestran la consideración que corresponde a las vidas y experiencias de quienes han vivido antes que nosotros. Asimismo, documentan esos recuerdos, puesto que cuando esas vidas llegan a su fin el conocimiento personal se pierde para siempre. Por desgracia vivimos en una época en la que parece que sólo nos interesa el futuro, como si creyéramos que en el pasado no hubiera nada digno de nuestra atención. El futuro siempre resulta estimulante y atrayente y nos influye de un modo que el pasado jamás lograría. No obstante, bien podría ser que mirando hacia atrás «descubriéramos» nuestra mayor riqueza como seres humanos.

Si bien se me conoce por mis novelas de suspense, siempre me han atraído las historias del pasado de mi Virginia natal y los relatos de personas que vivieron en lugares que marcaron sus vidas y ambiciones por completo pero que, sin embargo, les ofrecieron un tesoro de conocimientos y experiencias de que pocos han disfrutado. Irónicamente, como escritor me he pasado los últimos veinte años a la caza de material para novelar y nunca supe ver el inagotable filón de recursos que había en mi familia. No obstante, si bien ha llegado más tarde de lo que debería, escribir esta novela ha sido una de las experiencias más gratificantes de mi vida.

1

Había humedad en el aire, las nubes grises y abultadas presagiaban lluvia y el cielo azul se desvanecía rápidamente. El sedán Lincoln Zephir descendía por la carretera llena de curvas a un ritmo aceptable, si bien pausado. Los olores tentadores que invadían el interior del coche provenían de la masa fermentada del pan, el pollo asado y el pastel de melocotón y canela que estaban en la cesta de picnic que descansaba entre los dos niños en el asiento trasero.

A Louisa Mae Cardinal, de doce años, alta y delgada, con cabellos del color de la paja veteada por el sol y ojos azules, solían llamarla Lou a secas. Era una muchacha bonita, y no cabía duda de que se convertiría en una mujer hermosa. Sin embargo, se oponía a las convenciones de tomar el té, las coletas y los vestidos de volantes, y, en cierto modo, salía ganando. Era su forma de ser.

Lou tenía la libreta abierta apoyada en el regazo y llenaba las páginas en blanco con palabras importantes, del mismo modo que el pescador llena la red. A juzgar por su mirada, estaba pescando un bacalao de lo más suculento. Como siempre, permanecía muy concentrada en lo que escribía. Ese rasgo era típico de Lou, y su padre mostraba un fervor incluso más acusado que el de ella.

Al otro lado de la cesta de picnic estaba Oz, el hermano de Lou. El nombre era un diminutivo de su nombre de pila, Oscar. Tenía siete años y era menudo para su edad, aunque sus largos pies auguraban que sería alto. Carecía de las extremidades desgarbadas y la gracia atlética de su hermana. Oz tampoco tenía la confianza que con tanta intensidad resplandecía en los ojos de Lou. Así y todo, sujetaba su desgastado osito de peluche con la inquebrantable fuerza de un luchador y su carácter, en cierto modo, reconfortaba el alma de los demás con una naturalidad absoluta. Después de conocer a Oz Cardinal uno se marchaba convencido de que era un pequeñín con uno de los corazones más grandes y cálidos que Dios había conferido jamás a mortal alguno.

Jack Cardinal conducía. No parecía percatarse de la inminente tormenta ni de los otros ocupantes del coche. Tamborileaba sobre el volante con sus delgados dedos. Tenía las yemas encallecidas de tanto escribir a máquina, y en el dedo corazón de la mano derecha, allí se apreciaba una aspereza permanente donde apretaba la pluma. «Signos de los que enorgullecerse», solía decir.

Como escritor, Jack daba vida a paisajes vividos repletos de personajes imperfectos que, cada vez que se pasaba una página, parecían más reales que los de cualquier familia. Los lectores solían llorar cuando uno de los personajes preferidos perecía bajo la pluma del escritor, pero la inconfundible belleza del lenguaje nunca eclipsaba la innegable fuerza de la historia, ya que los temas contenidos en las- narraciones de Jack Cardinal eran verdaderamente arrolladores. Sin embargo, entonces surgía un giro bien elaborado que hacía que uno sonriera e incluso soltase una carcajada, dando a entender así al lector que el humor suele ser el medio más eficaz para transmitir una idea seria.

El talento de Jack Cardinal como escritor le había procurado un gran éxito de la crítica pero unos ingresos exiguos. El Lincoln Zephyr no era suyo, ya que no podía permitirse lujos como los coches, ni los de último modelo ni los más modestos. Un amigo y admirador de su obra se lo había prestado para esta salida especial. Estaba claro que la mujer que iba sentada a su lado no se había casado con él por dinero.

Amanda Cardinal se había acostumbrado a los rápidos cambios que se producían en la mente de su esposo. Incluso en esos momentos su expresión denotaba que confiaba en el funcionamiento de la imaginación de Jack, que siempre le permitía huir de los detalles más fastidiosos de la vida. Sin embargo, después, cuando hubieran extendido la manta y preparado el picnic y los niños quisieran jugar, Amanda traería suavemente a su esposo a la realidad. No obstante, había algo que a Amanda le preocupaba aún más que las abstracciones intelectuales. Necesitaban esa excursión, juntos, y no sólo para sentir el aire fresco y disfrutar de una comida especial. En muchos aspectos, el sorprendentemente cálido día de finales de invierno era una bendición. Amanda observó el cielo amenazador y pensó: «Aléjate, tormenta, por favor, aléjate.» Para relajarse, volvió la mirada hacia Oz y sonrió. Costaba no sentirse bien cuando se miraba al pequeñín, si bien el niño era un tanto asustadizo. Amanda le había mecido en incontables ocasiones cuando tenía pesadillas. Por suerte, los gritos de miedo daban paso a una sonrisa cuando Oz finalmente veía a Amanda, quien hubiera querido sostenerlo entre sus brazos y mantenerlo a salvo por siempre.

Oz se parecía a su madre, mientras que Lou había heredado la amplia frente de Amanda y la nariz y la recia mandíbula de su padre. Era una combinación de lo más acertada. No obstante, si le preguntaban, Lou decía que sólo se parecía a su padre. No lo hacía para faltarle el respeto a su madre sino porque, ante todo, se consideraba hija de Jack Cardinal.