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– Aún tengo que pasar por cuatro aparatos más; luego, a paseo. Por cierto, me llamo Bobby Callahan.

– Kinsey Millhone.

Nos dimos la mano como para cerrar un trato sin palabras. Supe en aquel momento que tarde o temprano acabaría trabajando para él.

Fuimos a un pequeño restaurante donde servían comida sana, uno de esos lugares especializados en imitar los productos cárnicos, pero que no engañan a nadie. Yo no lo entiendo, la verdad. Si fuera vegetariana, me daría asco comer algo que me presentan con el aspecto inequívoco de unos pies de cerdo, pongamos por caso. Bobby pidió un rollo de judías y queso del tamaño de una toalla de baño enrollada, sazonado con salsa de aguacate y crema agria. Yo me incliné por unas verduras salteadas con arroz integral y un vaso de vino blanco de origen desconocido.

Comer era para Bobby tan difícil y complicado como los ejercicios, pero gracias a que concentraba todas sus energías en el proceso le pude observar detenidamente. Tenía el pelo estropajoso y claro, sin duda por tomar mucho el sol, y unos ojos castaños adornados con unas pestañas que para sí las quisieran muchísimas mujeres. Tenía paralizada la mitad izquierda de la cara y una mandíbula prominente y acentuada por una cicatriz en forma de cuarto creciente. Supuse que se habría perforado el labio inferior con los dientes al caer por el precipicio. Cómo había vivido para contarlo era algo que probablemente se preguntaban todos.

Alzó los ojos. Se dio cuenta de que le había estado mirando, pero no hizo comentario alguno.

– Tienes suerte de estar vivo -dije.

– Pues aún no sabes lo peor. Ya se me han ido los chichones de la cabeza; parecían ciruelas. -Volvía a hablar con un ligero jadeo, como si lo que decíamos le afectase a la voz-. Estuve dos semanas en coma y cuando desperté no sabía qué hostias pasaba. Y sigo sin saberlo. Recuerdo, en cambio, cómo era antes, y eso es lo que me duele. Yo era un tío listo, Kinsey. Sabía un montón. Me concentraba y se me ocurrían cosas. Tenía un cerebro capaz de dar saltitos mágicos. ¿Sabes a qué me refiero?

Asentí. Sabía algo de los cerebros que dan saltitos mágicos.

– Ahora no tengo más que boquetes y espacios en blanco -prosiguió-. Agujeros. Hay períodos del pasado de los que no recuerdo nada en absoluto. Ya no existen. -Hizo una pausa para secarse la barbilla con impaciencia y echó una mirada de resentimiento al pañuelo-. Joder, encima se me cae la baba como a un tonto. Si siempre hubiera sido así, no me daría cuenta de la diferencia y no me fastidiaría tanto. Pensaría que los demás tienen un cerebro tan estropeado como el mío. Pero antes sabía pensar con rapidez. De eso sí me acuerdo. Quería ser médico y sacaba muy buenas notas. Ahora me dedico a hacer ejercicios de rehabilitación. Todo para conseguir la coordinación suficiente para ir sin ayuda al puñetero lavabo. Cuando no estoy en el gimnasio, voy a ver a un comecocos que se llama Kleinert para reconciliarme con lo que queda de mí.

Se le humedecieron los ojos de repente e hizo una pausa para recuperarse. Respiró hondo y cabeceó con brusquedad. Al reanudar la conversación advertí en su voz una gran carga de autodesprecio.

– En fin. Así he pasado las vacaciones este verano. ¿Y tú?

– ¿Estás convencido de que fue un intento de asesinato? ¿No pudo haber sido un gamberro o un borracho?

Meditó unos momentos.

– Conocía el coche. Bueno, eso creo. Ahora ya no, desde luego, pero entonces me dio la sensación de que reconocía el vehículo.

– ¿Y al conductor?

– Ahora no sabría decirte -dijo cabeceando-. Puede que sí y puede que no.

– ¿Hombre? ¿Mujer? -pregunté.

– No, no. También he olvidado eso.

– ¿Y cómo sabes que no era a Rick a quien buscaban?

Apartó el plato y pidió café por señas. Comprendí que se estaba esforzando por recordar.

– Es que pasó algo y por eso lo supe. Hasta aquí lo recuerdo. Recuerdo incluso que estaba en un aprieto. Asustado. Pero no recuerdo por qué.

– ¿Qué hay de Rick? ¿Tenía algo que ver en el asunto?

– Creo que no. No podría jurarlo, pero estoy casi seguro.

– ¿Y adónde ibais aquella noche? Tal vez haya alguna relación.

Alzó los ojos. La camarera estaba junto a él, cafetera en mano. Esperó a que nos sirviera el café. La camarera se alejó y Bobby esbozó una sonrisa de inquietud.

– ¿No sé quiénes son mis enemigos, entiendes? Tampoco sé si los que me rodean están al tanto de lo que he olvidado. Y no me gustaría que nadie me oyera, por si las moscas. Sé que me comporto como un paranoico, pero no tengo más remedio…

Siguió con los ojos a la camarera mientras ésta volvía a la cocina. Dejó la cafetera en su sitio, cogió un pedido que había en el poyo del ventanuco y miró a Bobby desde donde estaba. Era joven y pareció darse cuenta de que hablábamos de ella. Bobby volvió a limpiarse la barbilla como si acabara de ocurrírsele algo.

– Íbamos a un pub que se llama La Diligencia y que está en la montaña. Suele tocar allí un grupo de bluegrass y Rick y yo queríamos oírles. -Se encogió los hombros-. Es posible que hubiera más cosas, pero creo que no.

– ¿A qué te dedicabas entonces? ¿Qué solías hacer?

– Acababa de terminar el primer ciclo en la universidad de aquí y trabajaba por horas en el St. Terry en espera de que me aceptasen en la facultad de medicina.

La gente llama St. Terry al Hospital de Santa Teresa desde que tengo memoria.

– ¿No era ya un poco tarde para eso? Tengo entendido que la solicitud de matrícula se presenta en invierno y que las admisiones se comunican en primavera.

– Bueno, yo ya la había presentado, no me habían admitido y quería probar otra vez.

– ¿Qué hacías en el St. Terry?

– En realidad hacía de empleado para todo. Estuve en un montón de dependencias. Trabajé una temporada en Admisiones, rellenando formularios y papeles relacionados con los enfermos que solicitaban plaza. Pedía sus datos, preguntaba por la cobertura del seguro, cosas por el estilo. Luego estuve otra temporada en Archivos clasificando gráficos hasta que me aburrí. El último puesto que tuve fue de mecanógrafo, en Patología. Con el doctor Fraker. Un tío cojonudo. A veces me dejaba hacer experimentos en el laboratorio. En fin, ya ves, cosas normales.

– Sí, no parece que fuera peligroso -dije-. ¿Qué me dices de la universidad? ¿Podía estar relacionado con ella el lío en que estabas? ¿Con los estudiantes? ¿Los profesores? ¿Los estudios? ¿Con alguna actividad extraestudiantil en que estuvieras metido?

Por lo visto no recordaba nada y cabeceaba sin parar.

– No sé cómo. Terminé en junio y el accidente fue en noviembre.

– Pero piensas que eras el único que sabía… lo que fuese.

Recorrió el restaurante con la mirada y volvió a posarla en mí.

– Eso creo. Yo y el que quiso matarme para que tuviera la boca cerrada.

Estuve un rato mirándole, tratando de poner un poco de orden en todo aquello. Manché el café con una nube de lo que sin duda era leche sin pasteurizar. A los naturistas les encanta el sabor de los microbios y bichos afines.

– ¿Sabes durante cuánto tiempo estuviste en poder de esa información, fuera cual fuese? Porque me pregunto que… si tan peligrosa era en potencia… bueno, por qué no lo contaste todo en seguida.

Me miraba con suma atención.

– ¿A quién? ¿A la policía o algo así?

– Claro. Imagínate que viste a un ladrón con las manos en la masa, o que descubriste que fulano o mengano eran espías rusos… -Le fui enunciando las posibilidades a medida que las barajaba en la cabeza-. O que te enteraste de que había un complot para matar al presidente…

– ¿Quieres decir que por qué no fui al primer teléfono que vi para pedir ayuda?

– Exactamente.

Hablaba con calma ahora.