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– Pues no sé qué hacer, oye -dijo-. No creo que al doctor Fraker le importe, pero es que no te lo puedo decir sin su consentimiento.

– Bueno, como tengo que hacer un par de cosas, pasaré por ahí. Tardaré unos diez minutos -dije-. Por favor, que el doctor Fraker no se vaya antes de que yo llegue.

Cogí el coche y puse rumbo al St. Terry. Aparcar fue un suplicio y tuve que dejar el coche a tres manzanas de distancia, cosa que me vino bien porque quería pasar por un drugstore. Entré por la puerta trasera, siguiendo las rayas policromas que había en el suelo, como si me dirigiese al país del mago de Oz. Llegué por fin a los ascensores y bajé al sótano.

Cuando llegué a Patología, el doctor Fraker había vuelto a marcharse, pero Marcy le había puesto al tanto de mi llegada y él le había dado las indicaciones necesarias para conducirme ante su presencia; "tráigamela", le había dicho, como si yo fuera un paquete postal. Seguí a Marcy por el laboratorio y al final lo encontramos; llevaba la bata verde de cirujano y estaba ante un mostrador de acero inoxidable, provisto de fregadero, trituradora de desperdicios y una báscula colgada del techo. Al parecer estaba a punto de empezar algo y me supo mal interrumpirle.

– No es mi intención molestarle -dije-. Sólo quiero la dirección y el teléfono de Kelly Borden.

– Tome asiento -dijo, señalándome un taburete de madera que estaba en un extremo del mostrador. Y a Marcy-: Por favor, busque los datos que ha pedido Kinsey; le enseñaré algo muy entretenido mientras tanto.

Nada más irse Marcy cogí el taburete y me encaramé en él. Fue entonces cuando empecé a darme cuenta de lo que Fraker estaba haciendo. Llevaba guantes de cirujano y empuñaba un bisturí. En el mostrador vi una bandeja blanca de plástico, de medio litro de capacidad, parecida a las que emplean en las carnicerías para poner los higadillos de pollo. Vació en el mostrador un puñado de órganos que despedían reflejos y se puso a inspeccionarlos con unas pinzas. A pesar de que no quería hacerlo, no podía apartar la mirada de aquel montoncito de carne humana. Durante todo el tiempo que duró la conversación no dejó de cortar trocitos de este o aquel órgano. La boca se me frunció en un rictus de repugnancia.

– ¿Qué es eso?

Tenía una expresión amable, impersonal y complacida. Se sirvió de las pinzas para indicarme y tocar uno por uno los fragmentos orgánicos. Me pasó por la cabeza la idea de que podían encogerse al notar su toqueteo, como si fueran babosas vivas, pero ninguno de los pedazos se movió.

– Bueno, según a qué se refiera. Esto es un corazón. Esto un hígado. Pulmón. Bazo. Vesícula biliar. El paciente murió de pronto durante una operación y nadie sabe por qué.

– ¿Y usted sí? ¿Sólo con hacer eso?

– Bueno, no siempre, aunque creo que esta vez vamos a encontrar algo interesante -dijo.

Creo que jamás había contemplado la carne cocida con la fascinación con que contemplaba aquella carne cruda. No podía apartar los ojos de los cortes que practicaba ni acababa de hacerme a la idea de que aquellos órganos habían sido partes vivas de un ser humano hasta hacía muy poco. No sé si se dio cuenta de mi estado hipnótico, por lo menos no lo dio a entender, así que procuré aparentar la misma indiferencia de que él hacía alarde.

– ¿Qué tiene que ver Kelly Borden con su caso? -dijo.

– No sé si tiene algo que ver -dije-. A veces tengo que hacer consultas que al final no tienen ninguna relación con lo que me interesa. Supongo que es como lo que usted hace: analizar todas las piezas del rompecabezas hasta que se encuentra una teoría general.

– Sospecho que mi actividad es mucho más científica que la suya -observó.

– No lo dudo -dije-. Pero yo juego con ventaja en este caso.

Interrumpió lo que hacía para mirarme por vez primera con interés sincero y auténtico.

– Conocí al hombre cuya muerte investigo -proseguí y quiero solucionar el caso por motivos personales. Creo que lo mataron y la idea no me hace ninguna gracia. Las enfermedades son neutrales. Los homicidios no.

– Creo que lo que sentía usted por Bobby le impide juzgar objetivamente. En mi opinión, murió por casualidad.

– Es posible. Pero también es posible que acabe convenciendo a los de Homicidios de que murió a consecuencia del intento de asesinato que sufrió hace nueve meses.

– Eso tendrá que demostrarlo -dijo-. Creo que hasta el momento no tiene adónde agarrarse y en eso es en lo que se diferencia su trabajo y el mío. Es muy probable que yo encuentre algo concluyente aquí, sin necesidad de abandonar esta sala.

– Le envidio por eso -dije-. Mire, yo no dudo de que Bobby murió asesinado; pero no sé quién lo hizo y puede que nunca encuentre ninguna prueba al respecto.

– Mi método, en ese caso, es infinitamente más seguro -dijo-. Casi todo mi trabajo se basa en datos comprobados. A veces me estanco, sí, pero muy de tarde en tarde.

– Es usted afortunado.

Volvió Marcy y me entregó un papel con la dirección y el teléfono de Kelly.

– Prefiero creer que soy inteligente -replicó Fraker con ironía-. Pero no quiero entretenerla más Téngame al tanto de lo que averigüe.

– De acuerdo. Y gracias -dije, agitando el papel.

Eran las cinco en punto. Vi un teléfono público en un recodo del pasillo y marqué el número de Kelly.

Contestó al tercer timbrazo. Me identifiqué y le recordé que nos había presentado el doctor Fraker.

– Sé quién eres.

– ¿Podría pasar por tu casa? Quisiera hablar contigo porque tengo que hacer una comprobación.

Me pareció que titubeaba.

– Sí, desde luego. ¿Sabes dónde vivo?

Vivía en el sector occidental de la ciudad, no muy lejos del St. Terry. Cogí el coche, entré en la calle Castle y me detuve ante una casa de madera, de dos viviendas. Anduve por el largo sendero del jardín hasta un pequeño cobertizo situado en la parte trasera de la casa. Por lo visto, su habitáculo también había sido un garaje en otra época. Al rodear unos matorrales lo vi sentado a la puerta de su vivienda, fumándose un canuto. Estaba descalzo y llevaba unos tejanos y una camisa a cuadros debajo de un chaleco de cuero. Lucía la misma coleta que ya le había visto, aunque la barba y el bigote se me antojaron más grises de lo que yo recordaba. Habría jurado que estaba colocadísimo, de no ser por sus ojos, de color aguamarina, que me resultaron insondables. Me pasó el porro, pero lo rechacé con un cabeceo.

– ¿No te vi en el entierro de Bobby? -pregunté.

– Tú sabrás. Yo sí te vi a ti. -Sus ojos se posaron en los míos con una expresión que me desconcertó. ¿Dónde había visto yo antes aquel color? En una piscina donde flotaba un cadáver igual que un nenúfar. Había sido cuatro años antes, en el curso de una de mis primeras investigaciones.

– Siéntate ahí si es que tienes tiempo para sentarte. -Pronunció las dos fiase seguidas, sin respirar, conteniendo el humo de la droga en los pulmones.

Miré a mi alrededor y vi una silla plegable, de madera, vieja ya, que arrastré hasta la puerta. Saqué del bolso el cuaderno de direcciones y le enseñé lo que había escrito en la parte interior de la cubierta trasera.

– ¿Sabes de quién puede ser? No es un teléfono de aquí. Miró el número escrito a lápiz y me dirigió una mirada.

– ¿Has probado a llamar?

– Claro. También llamé al único Blackman que hay en la guía. Tiene el teléfono desconectado. ¿Por qué? ¿Sabes de quién se trata?

– El número me suena, pero no es un teléfono. Lo que pasa es que Bobby no puso el guión.

– ¿Qué guión? No entiendo.

– Las dos primeras cifras corresponden al Hospital Provincial de Santa Teresa. Las cinco últimas son el código de depósito de cadáveres. Es el número de identificación de un cadáver que tenemos almacenado. Ya te conté que tenemos un par desde hace años. El tuyo se llama Franklin.

– Pero ¿por qué pone aquí Blackman?