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Tanteé el tirador, pensando que no tendría más remedio que recurrir a las ganzúas. Pero no fue así y la puerta se abrió con un chirrido grave que habría podido salir de los aparatos de un encargado de efectos especiales. La agonizante luz del día se filtraba hasta el interior. Fue como si la habitación bostezara en mis narices, desierta, totalmente vacía. Ni ficheros metálicos, ni muebles, ni siquiera apliques de pared. En el suelo había un paquete de cigarrillos arrugado, unas tablas sueltas y un par de clavos doblados. El departamento se había desmantelado en el sentido más literal de la palabra y sólo Dios sabía dónde se encontraban ahora los archivos antiguos. Cabía la posibilidad de que estuvieran en alguna planta superior, pero no me apetecía subir sola.

Había prometido a Jonah que no cometería imprudencias y en este sentido procuraba comportarme como una buena scout. Además, había otra cosa que me estaba importunando.

Volví a las escaleras y bajé al sótano. ¿Qué vocecita era la que me murmuraba en el fondo del cerebro? Era como cuando el vecino tiene puesto el transistor. Sólo captaba frases aisladas de vez en cuando.

Me dirigí otra vez a radiología y tanteé el tirador de la puerta. Cerrada con llave. Saqué el juego de ganzúas y estuve hurgando un rato con ellas. Se trataba de una de esas cerraduras "a prueba de ladrones" que, aunque pueden abrirse con ganzúa, cuestan lo suyo. Pero quería ver qué gato se encerraba allí, de modo que me armé de paciencia. Las ganzúas que tenía en la mano se caracterizaban por tener una serie de muescas distanciadas entre sí y de profundidad variable; la parte trasera de cada diente trazaba una curva. Con un suave movimiento de frotación, había que levantar todas las lengüetas para que el rotor pudiese girar y mover el pestillo.

Estas cosas se solucionan como el estreñimiento, empleándose a fondo. A mí, entre que empujaba la ganzúa, la giraba y la apretaba hacia donde notaba que cedían las lengüetas, me costó unos veinte minutos. Pero, oh milagro, al final cedió la cabrona y lancé una exclamación de alegría. "Guau, soy genial." Si no fuera por estas experiencias, mi trabajo sería un aburrimiento. Era ilegal lo que hacía, pero ¿quién iba a chivarse?

Entré en el departamento. Encendí la bombilla que pendía del techo. Parecía una oficina normal y corriente. Máquinas de escribir, teléfonos, archivadores metálicos, plantas en los escritorios, cuadros en las paredes. Había un pequeño espacio de recepción donde supuse que esperarían los pacientes hasta que les tocase el turno de recibir el bombardeo de rayos X. Recorrí las dependencias del fondo, imaginando los movimientos y métodos que suelen emplearse para obtener radiografías del pecho, de la boca del estómago y de mama. Me situé ante los aparatos y abrí uno de los manuales que había cogido del coche.

Comparé los diagramas con los contadores y cuadrantes de los aparatos radioscópicos. Coincidían más o menos. Había alguna diferencia aquí y allá, en relación con el año, la marca y el modelo de los aparatos. Según cómo se mirasen, parecían salidos de una película de ciencia ficción. Una especie de casco cónico unido a un brazo articulado. Con el manual abierto y las páginas apretadas contra el pecho, me quedé mirando la camilla y el delantal de material plúmbeo que parecía el babero de un niño gigante. Pensé en los rayos X con que me habían bombardeado el brazo izquierdo hacía dos meses, a raíz del disparo.

No se me ocurrió de pronto la idea. Más bien se formó a mi alrededor, como un polvillo mágico que adquiriese forma poco a poco. Bobby había estado allí solo, igual que yo. Había buscado noche tras noche el arma con las huellas dactilares de Nola. Bobby sabía quién la había escondido, por lo tanto era muy probable que se formulara alguna hipótesis sobre el escondrijo. La lógica me insinuaba que había encontrado la pistola y que por eso lo habían matado. Puede que incluso se la hubiera llevado, pero pensaba que no. Mis movimientos se habían basado en la suposición de que seguía escondida en aquel lugar y de que había posibilidades de encontrarla. Bobby había tomado un par de apuntes personales, había garabateado el número identificador de un cadáver en el cuaderno rojo y en las páginas de un manual de radiología que había comprado.

Las frases que me bailoteaban sueltas en la cabeza empezaron a empalmarse. Hay que radiografiar el cadáver, me dije. A lo mejor es lo que hizo Bobby y por eso apuntó el número a lápiz en el libro de radiología. Puede que la pistola esté dentro del cadáver. Medité unos segundos y no encontré ningún motivo para no hacerlo. Lo peor que podía ocurrir (aparte de que me cogieran) era que al final llegase a la conclusión de que había perdido el tiempo y hecho el ridículo. No sería la primera vez.

Dejé el bolso y los manuales en una de las camillas y entré en la cámara frigorífica de los cadáveres. Vi una camilla de ruedas pegada a la pared de la derecha. Había enchufado ya el piloto automático y me limitaba a hacer lo que sabía que tenía que hacer. Alfie Leadbetter seguía sin dar señales de vida, o sea que nadie iba a echarme una mano. Puede que me equivocara, pero cabía la posibilidad de que nadie se hubiera dado cuenta de mi llegada. El edificio estaba vacío. Aún era temprano. El muerto no iba a quejarse si lo bombardeaba con rayos X.

Empujé la camilla hasta la litera donde yacía el cadáver. Fingí que trabajaba de empleada en el depósito. Fingí que era una experta en radiología, una enfermera, una profesional responsable que tiene una misión que cumplir.

– Siento molestarte, Frank -dije-, pero tengo que llevarte aquí al lado para someterte a una revisión. Tienes mal aspecto, chico.

Pasé una mano bajo la nuca de Frank y otra por debajo de las rodillas, tiré hacia mí y lo instalé en la camilla. Pesaba menos que una pluma, estaba frío y tenía la carne tan sólida como esas bandejas de pechugas de pollo que venden en los supermercados. Hostia, me dije, pero ¿por qué me atormento con estas imágenes de la vida cotidiana? A este paso, nunca iba a tener ganas de aprender a cocinar.

Tuve que hacer un sinfín de maniobras para pasar del depósito al pasillo, de aquí a la zona de recepción del departamento de radiología, y de dicha zona a uno de los gabinetes del fondo. Pegué la camilla en sentido paralelo a la cama del aparato radioscópico y cambié de sitio el cadáver. Bajé y subí el foco cónico un par de veces, para probarlo, y lo deslicé por los raíles del techo hasta que quedó sobre el abdomen de Franklin. Minutos más tarde tendría que adivinar a qué distancia del cadáver había que situarlo. Como mi intención era radiografiarlo y dar constancia fotográfica el hecho, me dije que lo primero y principal era encontrar la película que sirviera para tales menesteres.

Busqué en los cuatro armarios del gabinete, pero sin encontrar nada. Recorrí la estancia. Había una especie de cómoda de poca profundidad empotrada en la pared, igual que una caja de fusibles de dos portezuelas. Sobre una portezuela había un trozo de cinta adhesiva en la que se había escrito con bolígrafo la palabra reveladas. En otro trozo de cinta se había escrito sin revelar. Abrí esta portezuela. Vi varias casetes de distintos tamaños, amontonadas como si fueran cajas de bombones. Cogí una.

Volví junto a la cama y observé la distribución de las piezas del aparato radioscópico. No había forma de meter la casete en el cacharro que pendía sobre la cama, pero entonces vi una especie de estuche deslizable en la cama misma, bajo el borde almohadillado. Tiré del estuche e introduje la casete. Esperaba no equivocarme a propósito de la cara, que tenía que estar hacia arriba. A mí me pareció que estaba bien. A lo mejor salía de allí hecha una experta y me ponía a trabajar en aquello.