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La otra, Sufi, era pequeñita y deforme hasta cierto punto, ya que tenía el tórax ancho y la espalda combada. Llevaba un vestido vaporoso de rayón malva que no parecía haber sido testigo de muchos vapores. Tenía el pelo rubio, Fino y raleante, tal vez demasiado largo para favorecerla.

Después de una pausa prudencial, las tres, con gran alivio de mi parte, reanudaron la charla del principio. La verdad es que yo no sabía qué decirles. Nola hablaba de un retalito de treinta dólares que estaba loca por lucir en una cata de vinos que iba a celebrarse en Los Ángeles.

– Recorrí todas las tiendas de Montebello, pero fue una tontería. Yo no quería cuatro dólares por un vestido. ¡No pagaría ni dos! -dijo con determinación.

Aquello me chocó. Parecía mujer a la que le gustasen las extravagancias. A no ser que, en vez de deducir esta clase de conclusiones, me las invente. La idea que tengo de las mujeres adineradas es que van a Beverly Hills para que les depilen las piernas a la cera, para encargar un par de chucherías en Rodeo Drive y para asistir a comilonas benéficas de 1.500 dólares el cubierto. No me imaginaba a Nola Fraker escarbando en los expositores de las rebajas en nuestro Cósetelo Tú Misma. Puede que de niña fuese pobre y no acabara de acostumbrarse a ser la mujer de un médico.

Bobby me cogió de un brazo y me condujo hacia los hombres. Me presentó a su padrastro, Derek Wenner, y acto seguido, uno tras otro, a los doctores Fraker, Metcalf y Kleinert. Antes de que me diera cuenta me arrastraba en dirección al vestíbulo.

– Vamos arriba. Te presentaré a Kitty y luego te enseñaré el resto de la casa.

– Bobby, quiero hablar con esa gente -dije.

– No lo hagas. Son unos cretinos que no tienen ni pajolera idea.

Al pasar junto a una mesa rinconera, fui a dejar el vaso, pero Bobby se opuso.

– No lo sueltes -dijo.

Cogió una botella de vino sin descorchar de un cubo de plata con hielo y se la puso bajo el brazo. Se movía a velocidad pasmosa a pesar de la cojera, tanto que el taconeo de mis zapatos me pareció zafio y plebeyo mientras avanzábamos hacia la entrada. Hice un alto para quitármelos y lo alcancé. Había algo en su conducta que me daba ganas de reír. Estaba acostumbrado a hacer lo que se le antojaba entre personas que a mí me habían enseñado a respetar. A mi tía le habría impresionado aquella pequeña reunión, pero a Bobby parecía traerle sin cuidado. Subimos las escaleras, Bobby apoyándose en la pulida balaustrada.

– ¿No utiliza tu madre el apellido Wenner? -le pregunté.

– No, Callahan es en realidad su apellido de soltera. Lo adopté cuando ella y mi padre se divorciaron.

– ¿No es frecuente hacer eso, verdad?

– A mí no me lo parece. El es un capullo. De este modo, mi vínculo con él no es más estrecho que el de mi madre.

La galería del primer piso trazaba una semicircunferencia cuyos extremos se prolongaban como en una herradura. Cruzamos una puerta de arco que se abría a la derecha y accedimos a un pasillo ancho y flanqueado de habitaciones. Casi todas las puertas estaban cerradas. La luz diurna comenzaba a irse y la parte superior de la casa estaba a oscuras. Una vez investigué un homicidio en un colegio femenino que tenía la misma atmósfera. Daba la impresión de que se le había dado un uso institucional a la casa, y, en consecuencia, parecía desangelada e impersonal. Bobby llamó a la tercera puerta de la derecha.

– ¿Kitty?

– Un segundo -dijo una voz femenina.

Bobby esbozó una sonrisa espontánea.

– Creo que la hemos cogido con el canuto en la mano.

– ¿Y por qué no?, me dije con un encogimiento de hombros. Tenía diecisiete tacos.

Se abrió la puerta y la muchacha nos miró con suspicacia.

– ¿Quién es ésta?

– Vamos, Kitty, no seas muermo.

La chica se hizo a un lado con indiferencia. Entramos y Bobby cerró la puerta. La pobre estaba anémica; era alta y delgada como un fideo, y las rodillas y los codos le sobresalían como a los muñequitos de plástico. Tenía la cara demacrada; iba descalza y vestía un pantalón corto y una camiseta ajustada del tamaño de un calcetín de ejecutivo, de esos de una sola talla.

– Pero ¿qué miras? -me dijo. Como no parecía esperar respuesta, no me molesté en darle ninguna. Se dejó caer en una cama de matrimonio sin hacer, cogió un cigarrillo y lo encendió. Tenía las uñas mordisqueadas casi hasta la raíz. El cuarto estaba pintado de negro y parecía una parodia de la típica habitación de las adolescentes. Había muchos carteles en las paredes y animales de peluche, pero el conjunto poseía un aire de pesadilla. Los carteles eran de grupos de rock chorreantes de maquillaje, de pinta siniestra y actitud despectiva y estaban llenos de detalles misóginos. Los animales de peluche se aproximaban más al modelo sátiro que a los perritos y osos tradicionales. En el aire flotaba un perfume de eau de drogata y calculé que había fumado tanta hierba en aquel cuarto que para colocarse bastaba con pegar la nariz al edredón.

A Bobby parecía gustarle la actitud desdeñosa de la chica. Me acercó una silla tras tirar al suelo, sin más ceremonias, la ropa que había encima. Tomé asiento y él se tumbó a los pies de la cama, cogiéndose el tobillo izquierdo con la mano. Los dedos se le traslaparon como si en vez del tobillo ciñese con ellos la cintura de la muchacha. Me recordaron a Hansel y Gretel. Puede que Kitty tuviera miedo de acabar en la cazuela si engordaba. A mí me pareció que, de seguir así, iba a acabar antes en una caja de pino, y eso sí que daba miedo. La chica se echó hacia atrás y se apoyó en ambos codos, mientras me dirigía una débil sonrisa desde el otro extremo de sus piernas larguísimas y frágiles. Se le veían todas las venas, como en esas ilustraciones anatómicas de las enciclopedias a las que se superpone una lámina transparente. Le veía hasta las articulaciones de los huesos de los pies, unos pies con unos dedos que parecían prensiles.

– Bueno, ¿y qué pasa abajo? -preguntó a Bobby, pero sin dejar de mirarme. Hablaba como si tuviera la lengua gorda y la mirada se le desenfocaba cada dos por tres. ¿Estaba borracha o se había cascado unas pastillas?

– Allí están, dándole a la priva, como siempre. Y hablando del Papa de Roma, he traído vino -dijo Bobby-. ¿Tienes un vaso?

Kitty se estiró hasta la mesita de noche, rebuscó entre los mil objetos que contenía y cogió un vaso con un pegote verde en el fondo, de ajenjo o crema de menta. Se lo alargó. Al caer en el recipiente, el vino se coloreó con los restos del licor.

– Bueno, ¿y quién es la chorba ésta?

Me repatea que me llamen chorba. Bobby se echó a reír.

– Perdona, es Kinsey, la detective de quien te hablé.

– Me lo imaginaba. -Sus ojos volvieron a posarse en mí, con unas pupilas tan dilatadas que fui incapaz de distinguir el color del iris-. ¿Y qué te parece la fiestecita? Bobby y yo somos los anormales de la familia. Vaya par, ¿no?

La niña empezaba a ponerme nerviosa. No era lo bastante lista o rápida para avalar la pose de tía dura que fingía y la tensión se notaba, como cuando vemos a esos cómicos en solitario que cuentan chistes más viejos que la tos.

– El doctor Kleinert está abajo -dijo Bobby, cambiando de tema.

– Ah, el doctor Terror. ¿Qué piensas de él? -Dio una chupada al cigarrillo, fingiendo indiferencia, aunque intuí que sentía una curiosidad sincera por conocer mi respuesta.

– No he hablado con él -dije-. Bobby quería que te conociese a ti antes.

Se me quedó mirando de hito en hito y le devolví la mirada. Recuerdo que en sexto hacía cosas así cada vez que veía a mi peor enemigo, Tommy Jancko. He olvidado ya por qué nos caíamos gordos, pero sostenernos la mirada era nuestro duelo favorito. Se volvió hacia Bobby.