_Quiere meterme en un hospital. ¿Te lo había contado?
– ¿Y vas a ir?
– ¡Y una porra! ¿Para que me claven un montón de agujas? No, gracias. No me interesa. -Arrastró las largas piernas hasta el borde de la cama y se incorporó. Se acercó a un tocador de poca altura y espejo enmarcado en oro. Se miró la cara y se volvió hacia mí.
– ¿Crees que estoy flaca?
– Mucho.
– ¿En serio? -La idea pareció entusiasmarla y se puso de lado para mirarse el inexistente trasero. Volvió a fijarse en la cara y se observó mientras daba una chupada al cigarrillo. Se encogió de hombros. Desde su punto de vista, todo estaba bien.
– ¿Por qué no hablamos del intento de asesinato? -dije.
Kitty retrocedió hasta la cama y volvió a tumbarse.
– Alguien le anda detrás. Eso es innegable -dijo Kitty. Apagó el cigarrillo y dio un bostezo.
– ¿Cómo lo sabes?
– Vibraciones.
– Aparte de las vibraciones -dije.
Joder, si tampoco nos crees tú… -dijo. Se puso de lado, se recostó en las almohadas y dobló un brazo para apoyar la cabeza.
– ¿También a ti te andan detrás?
– No, qué va. Sólo a él.
– Pero ¿por qué? No digo que no os crea. Pero busco un punto de partida y quisiera que me lo contarais todo.
– Tendría que meditar un rato -dijo y al instante se quedó inmóvil.
Tardé unos minutos en darme cuenta de que se había quedado frita. ¿Qué le pasaba a aquella muchacha, Señor?
Aguardé en el pasillo con los zapatos en la mano mientras Bobby la tapaba con una manta, salía de puntillas y cerraba en silencio.
– ¿Qué le pasa? -dije.
– Está bien, pero anoche estuvo despierta hasta muy tarde.
– ¿Pero qué dices? ¡Si parece que está en coma!
Se removió con inquietud.
– ¿Eso crees?
– Bobby, ¿la has visto bien? Está en los huesos. Bebe, fuma, toma pastillas. Y encima se enchufa canutos. ¿Cómo esperas que sobreviva?
– No sé. No creí que estuviera tan mal -dijo. No sólo era joven, era también un ingenuo; a no ser que la chica hubiera desmejorado tan despacio que él no se hubiera percatado de su estado físico.
– ¿Cuánto hace que no tiene apetito?
– Pues creo que desde la muerte de Rick. Puede que antes incluso. Era su novia y lo pasó muy mal.
– ¿Por eso quiere encargarse de ella el doctor Kleinert? ¿Porque no come?
– Supongo. La verdad es que no se lo he preguntado nunca. Kitty ya era paciente suya cuando empecé a visitarle.
– ¿Algún problema? -dijo alguien.
Derek Wenner avanzaba hacia nosotros, procedente de la galería, con un whisky en la mano. Se notaba que había sido atractivo antaño. Era de estatura mediana, pelo rubio y ojos grises dilatados por unas gafas de montura azul sucio. Estaba a punto de cruzar la frontera de los cincuenta, eso tirando por lo bajo, y le sobraban sus buenos quince kilos. Tenía la cara regordeta y colorada de los que beben demasiado y la cuña de la calvicie no le había dejado en el centro más que un arbusto raleante apuntalado por sendos rastrojos laterales. Los kilos de más le colgaban de la papada y de un cuello tan ancho que la camisa parecía quedarle pequeña. Parecían caros los pantalones de gabardina con raya y lo mismo los zapatos de piel que llevaba, de color blanco y crema, y con orificios. Antes lo había visto con una americana, pero se la había quitado junto con la corbata. Se desabrochó el cuello de la camisa con un suspiro de alivio.
– ¿Qué ocurre? ¿.Y Kitty? Tu madre quiere saber por qué no ha bajado.
Bobby pareció aturdirse.
– No sé. Estábamos hablando y se quedó dormida.
Lo de "dormida" se me antojó un eufemismo. La cara de la joven tenía el mismo color que una sortija de plástico que me había entusiasmado de pequeña. Era blanca, pero si la ponías a la luz un rato y luego la tapabas con la otra mano, despedía un resplandor verdoso. Y, que yo supiera, esto no era señal de buena salud.
– Diantre, será mejor que hable con ella -dijo el padrastro. De lo cual se deducía que tenía plenos poderes sobre ella. Abrió la puerta y entró en la habitación de la joven.
Bobby me dirigió una mirada, mitad de desánimo, mitad de inquietud. Me puse a espiar lo que ocurría en la habitación. Derek dejó el vaso en la mesita y tomó asiento en la cama.
– ¿Kitty?
Le puso la mano en el hombro y la zarandeó con suavidad. No hubo reacción.
– Vamos, pequeña, despierta.
Se volvió para mirarme con preocupación. Dio una sacudida brusca a la muchacha.
– Vamos, despierta.
– ¿Quiere que llame a los médicos de abajo? -dije. Volvió a darle una sacudida. En mi opinión, era trabajo perdido.
Me puse los zapatos, dejé el bolso junto a la puerta y me encaminé a las escaleras. Al llegar a la sala de estar, Glen Callahan se me quedó mirando como si intuyera que algo iba mal. Se me acercó.
– ¿Y Bobby?
– Arriba, con Kitty. Convendría que alguien le echara un vistazo. Perdió el conocimiento y su marido no puede despertarla.
– Avisaré a Leo.
Vi que se acercaba al doctor Kleinert y que le murmuraba algo. El psiquiatra me miró y con una excusa abandonó el grupo en que estaba. Subimos al piso superior.
Bobby, con cara de preocupación, estaba ahora junto a su padrastro. Derek trataba de sentar a la muchacha, pero ésta se caía de costado. El doctor Klemert se adelantó con rapidez y apartó a los otros dos. Sin perder un instante, le hizo una revisión básica con ayuda de una linterna tipo bolígrafo que sacó del bolsillo interior de la chaqueta. Las pupilas de la joven se habían reducido al tamaño de la cabeza de un alfiler y, desde donde estaba, sus ojos me parecieron yertos y exánimes, y sin muchas ganas de reaccionar ante la linterna con que el psiquiatra le enfocó, primero uno, después el otro. Tenía la respiración lenta y superficial, los músculos fláccidos. El doctor Kleinert se agachó para coger el teléfono, que estaba en el suelo, al lado de la cama, y llamó al 911.
Glen se había quedado en la puerta.
– ¿Qué ocurre?
Kleinert no le hizo caso, enfrascado al parecer en la llamada de urgencia.
– Soy el doctor Leo Kleinert. Necesito una ambulancia en West Glen Road, de Montebello. Mi paciente sufre una intoxicación por ingestión de barbitúricos. -Dio la dirección y una serie de indicaciones para llegara ella. Colgó y se quedó mirando a Bobby-.
– ¿Sabes qué ha tomado?
Bobby negó con la cabeza.
Fue Derek quien respondió, pero dirigiéndose a Glen.
– Estaba perfectamente hace media hora. Estuve hablando con ella.
– Derek, Derek, por el amor de Dios -dijo Glen con un dejo de enfado.
Kleinert abrió el cajón de la mesita de noche. Apartó algunos objetos y sacó un monedero de cremallera con pastillas suficientes para colocar a un elefante. Habría unas doscientas entre Nembutal, Seconal, Tuinal, Placidyl y demás; en conjunto parecía el vistoso muestrario de la industria doméstica del cuelgue.
La desesperación se había pintado en la cara de Kleinert. Miró a Derek, con el monedero sujeto por una punta. La Prueba Número 1 de un proceso que, según me decía la intuición, había comenzado hacía tiempo.
– Primero despejemos el campo; ya nos ocuparemos de eso más tarde.
Glen Callahan había salido ya y alcancé a oír sus intencionados taconazos mientras se dirigía a las escaleras. Bobby me cogió del brazo y salimos juntos al pasillo. A Derek, por lo visto, le costaba creer lo que pasaba.
– ¿Se pondrá bien?
El doctor Kleinert le respondió con un murmullo, pero no alcancé a descifrarlo. Bobby me condujo a una habitación que había enfrente y cerró la puerta a sus espaldas.