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Lassiter estaba maravillado ante la autosuficiencia que demostraba la pequeña familia. Tenían una despensa llena de alimentos, aparejos de pesca y trampas para langostas. De las vigas de madera colgaban ristras de ajos, cebollas y pimientos secos y todo tipo de manojos de hierbas y los estantes estaban llenos de grandes frascos con etiquetas: arroz, judías, leche en polvo, harina, azúcar, copos de avena… Además, obtenían el agua de un pozo, bombeándola con una palanca que había en la cocina.

– A veces se congela -explicó Jesse, -pero tenemos muchas, muchísimas botellas. Y también tenemos barriles para el agua de lluvia. ¿Quiere verlos?

El niño era irresistible. En varias ocasiones, Lassiter sorprendió a su madre mirándolo con una expresión de orgullo y amor maternal que recordaba haber visto en Kathy: «¿A que es maravilloso?»

Después del almuerzo, Marie le dio a Jesse una clase de lectura. Mientras tanto, Lassiter se sentó en una mecedora en el porche y estuvo escuchando y mirando el océano. Al acabar la lección, Jesse salió corriendo. Quería enseñarle a Lassiter cómo llevaban y traían la barca del mar a la casa.

– Lo hacemos igual que los egipcios -dijo sacando una especie de trineo de debajo del porche.

Realmente, no era más que una plancha de hierro con una estaca de madera enganchada en un extremo. En el extremo de la madera había un agujero atravesado por una cuerda que servía para tirar de todo ello. Para demostrarle cómo lo hacían, Jesse puso una piedra encima de la plancha de hierro. Después cogió la cuerda con sus manitas y tiró, levantando la estructura sobre unos pequeños troncos. Lentamente, y con mucho esfuerzo, empezó a arrastrar el invento y su carga hacia el borde del agua, deteniéndose cada par de metros para coger uno de los troncos de detrás y ponerlo delante.

– Así movían las piedras con las que hicieron las pirámides -explicó Jesse. -Lo hacían así porque no tenían ruedas.

A la hora de cenar, Marie dijo que, si la bruma despejaba, estaba segura de que los guardacostas acudirían por la mañana.

– Y el señor Lassiter podrá volver a la civilización -dijo Marie.

– ¿No puede quedarse? -preguntó Jesse. -Es divertido que esté con nosotros.

– No, no se puede quedar, Jesse. Tiene que volver a su casa. Tendrá muchas cosas que hacer. ¿Verdad, señor Lassiter?

Lassiter miró a Marie durante unos segundos.

– Sí, claro -contestó finalmente. Estaba mintiendo.

Después, Marie se fue a leerle un libro a Jesse a su habitación. Lassiter se ofreció a fregar los platos. Mientras lo hacía, pensó que la verdad era que, aunque los hubiera encontrado, su búsqueda no había acabado. Su búsqueda no acabaría hasta que…

Hasta que supiera qué había pasado y por qué había pasado.

Cuando Marie volvió de acostar a Jesse, los dos se sentaron delante de la estufa. Ella parecía triste. Lassiter se lo dijo.

– Es sólo que…, con usted aquí…, Jesse está tan emocionado que me hace pensar que quizás esté siendo egoísta.

– ¿Por vivir en la isla?

Ella asintió.

– Pero eso cambiará pronto -dijo Marie. -En otoño empezará a ir al colegio, así que tendremos que encontrar una casa en el pueblo.

– ¿No tiene miedo de que alguien pueda reconocerla? -preguntó Lassiter.

Ella movió la cabeza.

– La verdad es que no. Esto está muy apartado… Y, además, yo he cambiado mucho.

– ¿Se refiere a su aspecto?

– No. Me refiero a mis prioridades. De alguna manera, todo eso ya no me parece tan importante. Ahora lo único que me importa es Jesse.

Lassiter asintió.

– Sí, y por eso tienen que irse de aquí.

Ella lo miró con gesto impaciente.

– Creía que eso ya había quedado claro -dijo.

Lassiter respiró hondo.

– Está bien. Pero hágame un favor: cuando vengan los guardacostas, dígales que no me ha visto.

– ¿Por qué? -preguntó ella mirándole con desconfianza.

– Porque la misma gente que la está buscando a usted también me está buscando a mí. Y, créame, no le conviene que los guardacostas me lleven a tierra firme. Si lo hacen, alguien escribirá un informe y mi nombre aparecerá en él. Y, como ha muerto un pescador local, la noticia va a salir en los periódicos. Si me voy con los guardacostas, le aseguro que antes o después aparecerá un desconocido en el pueblo y empezará a hacer preguntas. «¿Alquiló un barco?» «¿Y salió a pesar de que había un aviso de tormenta?» «¿Adonde quería ir?» «¿A quién quería ver?» -Lassiter respiró hondo. -No creo que eso les convenga. Ni a usted ni a Jesse. Lo mejor será que me vaya de la isla por mis propios medios.

– ¿Cómo se va ir?

– Usted tiene una lancha. Podría llevarme.

Marie levantó las rodillas y se las abrazó contra el pecho.

– ¿Y después qué? ¿Qué voy a hacer? ¿Dejarlo en algún peñasco?

– Exactamente.

– Eso es una locura. ¿Qué iba a hacer usted?

– No se preocupe por mí.

Marie movió la cabeza.

– El barco ni siquiera está en el agua; ni tampoco el muelle.

– ¿Cómo que el muelle no está en el agua? ¿Dónde está entonces?

Marie lo miró.

– Hay que retirarlo en invierno. Si no, el hielo lo destrozaría. La cala a veces se congela en invierno.

– Ya, pero si el muelle está bien sujeto…

Ella se rió.

– Estamos hablando de toneladas de hielo. Cuando el hielo se empieza a derretir, si baja la marea…

– Pero ¡si no hay hielo!

– No, ahora no, pero… -Suspiró hondo. -Supongo que podríamos bajar el muelle. Sí, supongo que podría llevarlo.

– Es todo lo que le pido.

– Está bien, eso es lo que haremos.

Permanecieron unos segundos sin decir nada, hasta que Lassiter interrumpió el silencio.

– ¿Puedo preguntarle algo? -dijo.

– ¡Dios santo! -exclamó ella. -Es usted peor que Jesse.

– No, lo digo en serio. Es sobre la clínica. Todas las mujeres asesinadas se habían sometido al mismo procedimiento. Me estaba preguntando por qué se decidió usted por esa técnica.

– ¿Por la donación de oocito?

– Sí. Resulta raro. Quiero decir… A su edad… Las otras mujeres, como Kathy, eran mayores que usted. Lo que quiero decir es que creía que esa técnica era precisamente para eso, para… -Lassiter miró hacia el techo. -Supongo que todo esto es personal.

– ¡Qué demonios! -dijo ella con tono de eterna paciencia. -Ya sabe prácticamente todo sobre mi vida. -Marie hizo una pausa. -Yo deseaba tener un hijo, pero si quería engendrarlo tendría que ser con el material genético de otra persona.

– ¿Por qué?

– Porque soy portadora del síndrome de Duchenne.

– ¿Qué es eso?

Marie miró fijamente las llamas durante unos segundos.

– Es un desorden genético que transmiten las mujeres pero que sólo afecta a los varones.

– ¿Y?

– Es un desorden del cromosoma X. Algo parecido a la hemofilia, excepto que contra este desorden no existe tratamiento. Los varones que nacen con el síndrome mueren jóvenes. Mi hermano sólo tenía trece años cuando murió.

Lassiter recordó lo que la mujer de la oficina postal le había dicho sobre el hermano de Marie.

– Lo siento -dijo.

Ella se recostó en su silla y le explicó en qué consistía la enfermedad. Era una enfermedad degenerativa del tejido muscular. Empezaba en los tobillos e iba subiendo lentamente.

– Al principio se anda raro -explicó Marie. -Después empieza a costar más y, al final, ni siquiera puede hacerse. Pero la cosa no acaba ahí. La enfermedad sigue subiendo hasta que se empiezan a atrofiar los músculos del diafragma. Cada vez cuesta más respirar; ni siquiera se puede toser. Al final se muere de pulmonía o de cualquier otra infección. Yo me hice la prueba cuando tenía veinte años y descubrí que era portadora del síndrome.