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Lassiter no sabía qué decir.

– ¿Y el síndrome se transmite a todos los hijos? -preguntó al cabo.

Marie movió la cabeza.

– No. Hay un cincuenta por ciento de probabilidades. Eso quiere decir que existe una posibilidad entre cuatro de tener un hijo varón con el síndrome de Duchenne.

– Las probabilidades no parecen tan altas.

– Preferiría jugar a la ruleta rusa. En ese caso, al menos jugaría con mi propia vida, pero aquí jugaría con la vida de otra persona, con la vida de la persona que más quiero en el mundo -dijo Marie al tiempo que subía las manos y las dejaba caer lentamente.

– Me imagino por lo que debe de haber pasado. Lo siento.

– No importa. Ahora tengo a Jesse y es imposible que hubiera querido a nadie más de lo que lo quiero a él.

– Sí, se nota cuánto lo quiere.

– Además, tampoco se puede decir que me viniera abajo cuando me enteré de que era portadora del síndrome. No tenía pareja, ni ninguna intención de quedarme embarazada a corto plazo. Sí, era una puerta cerrada, pero yo no estaba llamando a esa puerta.

– ¿Qué la hizo cambiar de idea?

Marie se encogió de hombros.

– Fue cuando estaba en Minneapolis. Mi vida estaba llena de secretos. No sé… Supongo que me sentía sola. Era como si nada tuviera sentido. Sabía que las cosas cambiarían si tenía un hijo. Pensé en adoptar un niño, pero con todo el lío de Calista resultaba demasiado complicado. No hubiera funcionado. La cosa es que leí un artículo sobre este nuevo procedimiento de donación de oocito y… dos meses después estaba en un avión, volando hacia Italia. Y dos meses más tarde estaba embarazada.

A la mañana siguiente, cuando llegaron los guardacostas, Lassiter y Jesse estaban «explorando» el otro extremo de la isla.

La temperatura había subido sorprendentemente; casi parecía primavera. La bruma se abrazaba a los árboles, mientras Lassiter seguía al niño por un angosto sendero cubierto de pinaza. Primero pararon en el muelle que había delante de la casa, donde dos embarcaciones descansaban, secas y seguras, en una plataforma natural llena de conchas rotas. Las embarcaciones estaban tumbadas boca abajo, amarradas con varias cuerdas al tronco de un pino. Una de las embarcaciones era una lancha de fibra de vidrio de unos cinco metros de eslora. La otra era un bote neumático. Al lado del muelle había un cobertizo con un motor Evinrude, depósitos de gasolina, remos, chalecos salvavidas, amarras, anclas, aparejos de pesca…

El muelle era nuevo y estaba pintado de gris. Una sección estaba unida de forma permanente a la plataforma, como un trampolín suspendido sobre el agua. El resto de la estructura, un gran flotador con forma de balsa y una pequeña rampa, descansaban en la plataforma, esperando a que alguien los bajara y los uniera a la sección fija del muelle.

Al irse, Jesse lo llevó a otra cala, donde liberaron a dos cangrejos de una trampa para langostas. Después, Lassiter se mostró debidamente impresionado cuando Jesse le enseñó un roble cuyo tronco crecía a través de los muelles oxidados de una vieja cama de hierro. Su última parada fue en otra cala, al final de la isla, donde estaban los restos astillados del viejo muelle.

– Antes guardaban los barcos aquí -le explicó Jesse, -pero ahora… -El niño ladeó la cabeza y levantó un dedo.

Lassiter también lo había oído: el murmullo de un motor.

– Los guardacostas -dijo Jesse. El ruido del motor se hizo más alto y luego desapareció repentinamente. Un instante después oyeron el quejido de otro motor. -Ése es un barco pequeño -indicó Jesse. -Es de los que se inflan, como el nuestro. -Miró fijamente a Lassiter. -Todavía no le he enseñado mi fuerte.

– No.

– ¡Venga! -exclamó Jesse. Cogió a Lassiter de la mano y lo condujo por un camino que subía hacia el «fuerte»: un claro rodeado de una maraña de pequeños robles y abetos. Jesse había dibujado una serie de habitaciones colocando trozos de madera en el suelo. Lo llevó al salón del fuerte y se sentaron en un tronco podrido.

– Es el sofá -dijo Jesse. Después le contó una fábula sobre una foca perdida y los hombres que la buscaban por el mar.

Era una historia extraña. Justo cuando Jesse acabó de contársela oyeron una serie de silbidos. Lassiter captó el mensaje: «Campo libre. Los guardacostas se han ido.»

– ¿Se sabe algo de Roger? -preguntó Lassiter.

Marie movió la cabeza.

– Todavía no han encontrado el cuerpo, pero, antes o después, lo encontrarán. La corriente lo arrastra todo hacia Nubble, así que…

– ¿Preguntaron por mí?

Marie asintió.

– Dijeron que Roger había salido a llevar a la isla a alguien que quería verme. Por lo visto han encontrado su coche en Cundys Harbor.

Lassiter bajó la cabeza y murmuró entre dientes:

– ¡Joder!

– Me preguntaron si conocía a un hombre que se llamaba Lassiter.

– ¿Y por qué no les dijo que estaba aquí? -exclamó Lassiter exasperado.

– ¿Le hubiera gustado que lo hiciera?

– Pues claro que no.

– Es que… había algo raro. Para empezar, no traían un bote de salvamento y, además, no eran todos guardacostas.

– ¿Qué quiere decir?

– Dos de los hombres iban vestidos con traje.

– ¿Qué aspecto tenían?

Marie se encogió de hombros.

– Eran grandes -repuso.

– ¿Parecían policías? -preguntó Lassiter

– No lo sé. Puede que sí.

– Pero no está segura.

– No -respondió ella. -Y eso es lo que me preocupa.

Lassiter respiró hondo.

– ¿Qué querían saber? -inquirió.

– Preguntaron por usted. También querían saber si yo había visto el barco. Y me preguntaron dónde estaba Jesse: «¿Donde está el pequeño?»

– ¿Y qué les dijo?

– Les dije que estábamos dormidos cuando ocurrió y que encontramos el barco al día siguiente, pero que no había nadie. Y después les dije que Jesse estaba durmiendo la siesta.

– ¿Cree que la creyeron?

Marie asintió.

– Sí, soy buena actriz… O al menos solía serlo.

Después de comer, cuando faltaba una hora para que la marea alcanzara su punto más alto, empezaron a bajar el muelle. El proceso era bastante complejo y tardaron casi tres horas en tenerlo todo a punto. Al final, Lassiter se subió en el flotador mientras Jesse y Marie bajaban la rampa con cuerdas y poleas. Cuando por fin acabó de enganchar la rampa al flotador, Lassiter dijo:

– No puedo creer que haga esto usted sola.

Jesse se sintió insultado.

– ¡No lo hace sola!

El bote neumático pesaba lo suficientemente poco para poder cargar con él. Con la ayuda de Jesse, Lassiter lo llevó hasta el agua. Después, bajaron la lancha haciéndola rodar sobre tres troncos. A cada metro, Jesse gritaba «¡ya!», y Marie y Lassiter paraban mientras el niño cogía el tronco que había quedado atrás y lo volvía a colocar delante de la proa de la embarcación. Al llegar al muelle dieron la vuelta a la lancha y la dejaron caer en el agua. Lassiter entró en el cobertizo y salió con el motor fueraborda en las manos y un gesto de incredulidad en la cara; no entendía cómo Marie podía cargar sola con ese peso. Ajustaron el motor a la lancha y conectaron el depósito de gasoil. Envuelto en un gigantesco chaleco salvavidas, que lo hacía parecer el muñeco de Michelin, Jesse estrujó la pera de goma del conducto del depósito de combustible cuatro o cinco veces y apretó el botón de encendido bajo la atenta mirada de su madre. Después de un par de intentos, el motor rugió, expulsando una densa nube de humo azul.

Esa noche, cuando Jesse se fue a dormir, Lassiter y Marie se volvieron a sentar delante de la estufa. Marie estaba en la mecedora, con las rodillas abrazadas contra el pecho.

– ¿Tiene dinero? -preguntó de repente.