Lassiter se enderezó. La pregunta lo había sorprendido.
– No me puedo quejar -repuso.
Marie sonrió.
– No, no es eso lo que quería decir. ¿Lleva dinero encima? Lo digo porque va a necesitarlo cuando lo deje en tierra firme,
Lassiter asintió. Creía que las cosas habían cambiado, pero estaba claro que ella seguía queriendo deshacerse de él. Se levantó lentamente y se acercó al perchero del que colgaba su chaqueta de cuero.
– No creo que eso sea un problema -replicó. -La que me preocupa es usted.
Marie movió la cabeza.
– No se preocupe por nosotros -contestó. -Desapareceremos en un par de días. Tengo dinero. Encontraremos una casa en algún sitio, y esta vez lo haré bien.
– Yo podría ayudarla. Cuando estaba en el ejército me dedicaba a ese tipo de cosas -dijo Lassiter mientras metía la mano en el bolsillo interior de la chaqueta. Al sacar la cartera, un sobre húmedo cayó al suelo.
¡La carta de Baresi!
– Si quiere, puede llevarse a Gunther -dijo Marie. -Necesita alguna reparación, pero…
– Me había dicho que sabía hablar italiano, ¿verdad?
– ¿Qué?
– ¿Podría leer una carta en italiano?
– Claro -repuso ella. -Pero…
Dentro del sobre había tres o cuatro hojas de papel cebolla pegadas entre sí. Todavía estaban húmedas. Lassiter se acercó a la estufa, se sentó en el suelo, junto a la mecedora de Marie, y separó las hojas cuidadosamente.
– Menos mal que se inventaron los bolígrafos -comentó.
– ¿De qué está hablando? -preguntó ella. – ¿Qué es eso?
– Es una carta que Baresi le escribió al párroco de Montecastello. Me la dio el cura antes de que lo mataran. Tome -dijo ofreciéndole las hojas. – ¿Le importaría traducírmela?
Marie cogió las hojas de mala gana y empezó a leer con fluidez:
2 de agosto de 1995.
Querido Giulio:
Con la muerte llamando a mi puerta, te escribo con el corazón lleno de gozo, pues estoy convencido de que pronto estaré delante de nuestro Señor, esperando a que Él juzgue mis acciones.
Ahora veo que acudí a ti en mi momento de mayor debilidad y que no sólo buscaba en la confesión el perdón de la Iglesia, sino también su complicidad. La magnitud del secreto con el que he cargado todos estos años, la magnitud de lo que yo creía en ese momento que era mi pecado, parecía tal que no podía seguir soportando el peso. Necesitaba compartirlo.
Y eso hice, pero no debí hacerlo.
Me han dicho que cerraste la iglesia y te fuiste a Roma. Y creo que estuviste muchos días fuera. Pobre Giulio. ¡El peso que cargué sobre tus espaldas!
Pero ahora sé que fue el cristal del falso orgullo lo que hizo que yo confundiera los deseos del Señor con mis propios logros. Ahora sé lo que tú siempre has sabido como hombre de Dios que eres: que todos nosotros somos instrumentos del Señor y que todo lo que hacemos es la voluntad del Señor.
El calamitoso acontecimiento que supuso el descubrimiento por mi parte de la manera de invertir la diferenciación celular y devolver así las células a su estado…
– No entiendo lo que quiere decir esto -dijo Marie señalando una palabra.
– Totipotente -leyó Lassiter. -Es un término genético. Marie continuó:
… totipotente era inevitable. Si no lo hubiera descubierto Ignazio Baresi ayer, otra persona lo descubriría mañana. Si no en Zurich, entonces en Edimburgo.
Y es precisamente en eso, en lo inevitable del descubrimiento, donde puede verse la mano del Señor. Porque eso es lo que es, y lo que debe ser, lo inevitable: el gran designio divino, que se expresa en todo lo que nos rodea.
¿Cómo si no, amigo mío, podría explicarse que un biólogo se interesara por el estudio de las reliquias? ¡Reliquias! ¿Qué son las reliquias sino amuletos mágicos, fetiches, meras patas de conejo? Una especie de «ayuda visual» para los poco sofisticados, que permite que las complejas doctrinas metafísicas resulten accesibles para el hombre llano. ¡Este clavo atravesó la mano de Cristo! ¡Esta astilla hirió la carne del hijo de Dios! Él caminó entre nosotros. Jesucristo fue real.
Y, aún así, casi en contra de mi voluntad, cuando observaba estos objetos con un microscopio veía que rebosaban de posibilidades. La actitud de superioridad con la que abordé al principio el estudio de las reliquias no tardó en dar paso a un entendimiento de una naturaleza más profunda. Después de cincuenta años de aprendizaje entendí lo que cualquier campesino sabe de forma intuitiva: que estos objetos son vínculos vitales y tangibles con Dios.
Como sabes, en Roma no fomentan precisamente esta opinión. Al Vaticano le gustaría poder olvidar esa época en la que el comercio de reliquias era una industria lucrativa, en la que se pagaban fortunas por una astilla de madera o un trozo de carne, esos siglos durante los cuales los traficantes de reliquias asesinaban a personas santas para poder vender antes los trozos de su cuerpo. Para el Vaticano, las reliquias siempre han constituido una amenaza. Cada vez que ha aparecido una gran reliquia en alguna remota diócesis, los peregrinos la han seguido y con ellos se han alejado unas riquezas que si no habrían ido a parar a Roma.
Como asesor científico al servicio del Vaticano, mi misión era muy simple: desacreditar las reliquias apócrifas y reservarme mis comentarios sobre las demás. Y eso es exactamente lo que hice. Anuncié que la clavícula de san Antonio no era más que un fragmento de la costilla de una oveja y que el paño con el que se había secado Jesucristo el sudor de la frente se había tejido en el siglo quince.
La verdad es que, como el Vaticano sospechaba, muchas de las reliquias que examiné eran fraudulentas. Pero no todas lo eran. Había muchas que resultaban imposibles de desacreditar, pues su origen y su antigüedad parecían apropiados y verosímiles. Podrían ser verdaderas o podrían no serlo.
Fue entonces, al darme cuenta de que yo podría hacer de comadrona de Dios, cuando empecé mis estudios de medicina. Ésa era, sin duda, la razón por la que yo había venido al mundo; tenía que serlo.
Marie miró a Lassiter.
– ¿De qué está hablando? -preguntó.
Lassiter movió la cabeza.
– Siga, por favor.
No fue difícil. Mis estudios de medicina duraron relativamente poco. Después abrí la clínica y, por alguna razón misteriosa, las mujeres acudieron a mí desde todos los rincones del mundo. Extraje muestras de ADN de las doce reliquias con más probabilidades de ser auténticas y me convertí en la herramienta de la inmaculada concepción de dieciocho niños.
Quién sabe, viejo amigo, lo que resultará finalmente de todo esto. Puede que estos niños no sean más que un extraño rebaño de campesinos de tiempos inmemoriales cuya vuelta al mundo no redunde en ningún provecho. O puede que yo sea el responsable de que Jesucristo regrese al mundo. Nunca lo sabré. Tú tampoco lo sabrás nunca. Pero, desde luego, debemos tener esperanza.
Y así, amigo mío, me despido de ti con la esperanza de poder haber llevado tranquilidad a tu espíritu. Es verdad, acudí a arrodillarme delante de ti lleno de dudas, pero eso se debió a mi imperfecta naturaleza humana. Cristo también dudó, aunque yo ya no albergo ninguna duda.
Todo queda en manos del Señor. Todo ha estado siempre en manos del señor.
Ignazio
– Joe. -La voz Marie sonaba temblorosa. – ¿De qué está hablando?
Lassiter permaneció unos instantes en silencio. Después dijo:
– ¿Tiene algo de beber que tenga alcohol?
Marie se levantó, se acercó al aparador y volvió con una botella de coñac y dos copas. Llenó las copas y repitió la pregunta.