CAPITULO 37
Lassiter estaba arrodillado en el muelle, soltando las amarras del bote neumático, cuando Jesse dijo:
– Mira, mami, un barco.
Lassiter se dio la vuelta y miró hacia donde el niño estaba apuntando. Al principio sólo vio el cielo gris pizarra, las rocas, los pinos y el movimiento de las olas. Pero después, al fijarse mejor, vio una lancha blanca que subía y bajaba sobre las olas. Desde luego, el niño tenía una vista increíble.
– ¿De quién es el barco? -preguntó Jesse.
Marie se puso la mano en la frente y miró hacia el mar con gesto de preocupación.
– No lo sé -dijo ella. -Es la primera vez que lo veo.
Lassiter maldijo entre dientes y volvió a amarrar el bote a la cornamusa del muelle con un nudo de vueltas cruzadas. Tenían planeado ir remando hasta la lancha de Marie para marcharse, pero, ahora, eso era imposible. O por lo menos era imposible sin que los viera quienquiera que viniera en la lancha blanca.
– ¿Tiene unos prismáticos? -inquirió.
Marie asintió mientras cogía a Jesse entre sus brazos.
– Hay unos en casa -repuso. Inmediatamente después, la madre y el hijo subieron corriendo hacia la casa. Lassiter los siguió con los ojos entrecerrados, pues estaba empezando a llover.
Los prismáticos estaban colgados al lado de la librería. Lassiter salió fuera, se los llevó a los ojos y giró la pequeña rueda hasta que consiguió enfocar la lancha. Aunque estaba demasiado lejos para identificar sus caras, pudo ver que había tres hombres.
– ¿Son ellos? -preguntó Marie poniéndose a su lado.
– No lo sé. -Lassiter forzó la vista intentando enfocar las borrosas caras. Y entonces lo vio. En la popa de la lancha, un armario de carne y hueso se puso de pie y apuntó hacia la casa. Lassiter no necesitaba verle la cara para saber quién era. -Sí, son ellos -aseguró mientras los rostros de los tres hombres de la lancha empezaban a cobrar forma. -El Armario, Grimaldi y Della Torre.
Marie respiró hondo y abrazó a Jesse con fuerza.
– No podemos quedarnos aquí -dijo Lassiter. – ¿Dónde podemos escondernos?
Marie reflexionó un momento.
– Podríamos ir al viejo embarcadero. Hay un viejo almacén. Ellos no conocen la isla. A lo mejor no miran allí.
– Está bien -aceptó Lassiter. -Coja una linterna. -Luego fue hasta el armario donde Marie guardaba su rifle. – ¿Dónde guarda la munición?
– En el cajón del pan -respondió Marie.
Tenía que haberlo supuesto. Cogió el rifle, se acercó al cajón del pan y lo abrió. Dentro había una barra de pan y un par de magdalenas y, al fondo, una caja.
Una caja sorprendentemente ligera.
Lassiter abrió la caja y se quedó de piedra al ver que sólo contenía una bala.
– ¿Y las demás? -inquirió.
Marie bajó la mirada.
– No sé… Bueno… Supongo que las he gastado.
– ¿Haciendo el qué? -preguntó Lassiter.
– Practicando -explicó Marie. -En esta isla no hay demasiadas cosas que hacer. A veces, cuando me aburría, salía a practicar… -añadió al ver el gesto de incredulidad de Lassiter.
Él no podía creerlo.
– ¿Y ahora qué se supone que tengo que hacer yo? -exclamó. – ¿Pedirles que se pongan en fila india para poder darles a los tres con un solo disparo?
Era demasiado. Marie contrajo el ceño en una expresión de dolor. Al verla, Jesse corrió a consolarla.
Intentando protegerla, el niño abrazó las piernas de su madre con sus pequeños brazos.
– No llores, mami -dijo. -No llores.
Lassiter levantó los brazos.
– ¡Está bien! ¡Lo siento! -se disculpó. -De verdad, lo siento. Llévese a Jesse al viejo embarcadero. Yo iré ahora mismo.
Marie asintió y fue hacia la puerta con Jesse. De repente, se dio la vuelta.
– Pero… ¿qué va a hacer usted?
– No lo sé -contestó Lassiter. -Quizá me deshaga de ellos a pedradas.
Empujó a Jesse y a Marie hacia la puerta y observó cómo desaparecían entre los árboles. Después cargó el rifle con la única bala que tenía, salió al porche, se arrodilló, apoyó el rifle sobre la barandilla y cerró el ojo izquierdo. Fue moviendo el rifle lentamente, hasta que vio la lancha blanca.
La mira telescópica del rifle era magnífica. Della Torre estaba en la popa de la lancha, vestido con una sotana negra, haciendo caso omiso del viento y de la lluvia, como si de un Ulises clerical se tratara. La lancha estaba a unos doscientos metros de la costa y, aunque no era un blanco fácil, Lassiter sabía que no podía fallar. Respiró hondo y soltó el aire lentamente mientras apuntaba al pecho del sacerdote. Matar a Della Torre sería como dejar a una serpiente sin cabeza: el cuerpo podría sobrevivir por su cuenta, pero quedaría ciego, desorientado.
O puede que no.
Desplazó el cañón hacia la izquierda, hasta que encontró la cabeza del Armario. El italiano le estaba diciendo algo a Della Torre, absolutamente ajeno al hecho de que su vida pendía del movimiento de un dedo. Aunque la lancha se mecía sobre las olas, Lassiter tenía cogido el ritmo del movimiento y estaba seguro de poder acertar.
«Dispara -se dijo a sí mismo. – ¡Dispara! No quieres volver a vértelas con ese tipo. Ya ha intentado matarte dos veces. Disparó a Azetti a sangre fría y lo más probable es que también fuera él quien mató a Bepi.» Aunque era un buen argumento para disparar, Lassiter movió el rifle más a la izquierda, hasta encontrar la figura de Grimaldi.
El asesino de Kathy y de Brandon estaba sentado en la proa, mirando fijamente hacia la isla. Tenía un aspecto tan lúgubre como la lluvia. Ahora el barco ya estaba a cien metros de la costa y avanzaba directamente hacia el pequeño muelle situado a los pies de la casa. A pesar de la lluvia y el viento, Lassiter podía distinguir las facciones de Grimaldi con tal nitidez que incluso pudo ver que llevaba varios días sin afeitarse. «Dispara -se dijo a sí mismo. -Por el amor de Dios, dispara.»
Hazlo por Kathy y por Brandon.
Por Jesse y por Marie.
Por Jiri.
Hazlo por ti mismo.
«Si aprieto el gatillo -pensó Lassiter. -la bala le partirá el cráneo como una taladradora, le atravesará el cerebro y le abrirá un agujero del tamaño de un puño detrás de la cabeza.» Rozó el gatillo con el dedo.
«Pero no -pensó. -No es a mí a quien buscan. Ni siquiera saben que estoy aquí. Además, si encuentran la casa vacía… Quién sabe, incluso es posible que se marchen.»
No era un argumento demasiado convincente, pero Lassiter se aferró a él con la desesperación con la que alguien se agarra a su última esperanza. Y, además, realmente no tenía nada que perder por esconderse. No era como si tuviera un M-16 con un cargador completo; tenía un rifle con una sola bala. Sólo podría matar a uno de los tres hombres con el rifle y, después, lo más probable es que le tocara morir a él. Era mejor esperar.
Lassiter respiró hondo, bajó el rifle y se levantó. La lancha estaba a punto de llegar al muelle y sus tres ocupantes estaban de pie, ansiosos por saltar a tierra. Con mucho cuidado, Lassiter retrocedió, paso a paso, hasta que, al llegar a la parte trasera de la casa, se dio la vuelta y empezó a correr por el sendero del bosque por el que se habían ido Marie y Jesse.
El sol acababa de ponerse y el bosque estaba oscuro. Había una niebla tan espesa que parecía salir del suelo, y un reguero constante de gotas caía entre los árboles. Había parches de nieve junto a algunas rocas y la tierra cubierta de pinaza estaba salpicada por pequeños brotes verdes. El ambiente era húmedo y el aire estaba cargado con el fuerte olor de la resina.
Sin prestar atención a nada de ello, Lassiter avanzó sin hacer ruido. La capa de pinaza ahogaba sus pasos.
Al llegar, pensó que el embarcadero estaba demasiado cerca de la casa.
El sendero acababa al borde de un pequeño acantilado. Debajo había un viejo edificio medio derruido al borde del mar. La marea alta azotaba los cimientos de piedra. Veinte años antes, el edificio había servido de almacén invernal para media docena de embarcaciones. Pero, hoy en día, no era más que una ruina abandonada con el tejado medio caído y las ventanas rotas. Lassiter miró a su alrededor, buscando un sitio mejor para esconderse, pero sólo vio lluvia, mar y bosque.