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– La verdad es que estoy un poco nervioso -le explicó a Lassiter al notar su mirada. -Es la primera vez que hago algo así.

«¡Vamos, vamos!», se dijo Lassiter a sí mismo apretando los dientes para encontrar el valor suficiente para volcar la mesa. Su cerebro le gritaba a sus piernas que se levantasen, pero sus manos lo impedían.

– En el caso de ellos dos, no existe otra opción -declaró Della Torre moviendo la cabeza hacia Jesse y Mane. -Pero… a usted podríamos darle una muerte más rápida.

Los dedos de Lassiter se abrían y se cerraban alrededor de los cuchillos. Grimaldi empezó a desenroscar el tapón del bidón de gasolina.

– No, gracias -murmuró Lassiter.

– Bueno… Entonces -dijo Della Torre levantándose. -creo que ha llegado la hora. -Se inclinó hacia adelante, mojó un dedo en la sangre que salía de la mano derecha de Lassiter, se volvió hacia Marie y dibujó un seis en su frente. Después agarró a Jesse del brazo y, mientras se lo retorcía, dibujó la misma cifra en su pequeña frente. Por último, volvió a mancharse el dedo de sangre y trazó la cifra sobre la frente de Lassiter. Después, el sacerdote dio un paso atrás para observar el resultado de su trabajo.

Al principio, Lassiter no entendía lo que estaba haciendo, pero luego lo comprendió. Marie, Jesse y éclass="underline"

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La bestia.

Della Torre se dio la vuelta y buscó en los bolsillos de su sotana hasta encontrar un frasco que Lassiter reconoció inmediatamente. El cura abrió el frasco y roció cada rincón de la habitación con agua bendita mientras murmuraba algo en latín.

Grimaldi se acercó a Jesse y a Marie, inclinó el bidón y roció la gasolina sobre sus cabezas. Lassiter empezó a incorporarse, consciente de que si no lo hacía ahora ya no podría hacerlo nunca, pero Marie ya había tomado la decisión por él; inclinó la silla hacia atrás, apoyó la planta de los pies en el borde de la mesa y la volcó.

Lassiter gritó con todas sus fuerzas mientras los cuchillos se desclavaban de la mesa. La lámpara de queroseno cayó a los pies de Della Torre y las llamas prendieron en su sotana. Desconcertado, el sacerdote intentó apagar las llamas con las manos. Marie le gritó a Jesse que saliera corriendo. De repente, la habitación se llenó de sombras y Della Torre, convertido en una antorcha viviente, empezó a avanzar en círculos hacia la puerta.

Grimaldi dio un paso hacia él, pero, antes de que pudiera ayudar al líder de Umbra Domini, Lassiter se abalanzó sobre él. Al recibir el impacto de Lassiter, Grimaldi soltó el bidón de gasolina, que salió despedido en la misma dirección en que avanzaba Della Torre. Un instante después, el cura se convirtió en una especie de astro solar que dejaba a su paso un reguero de llamas ardiendo en el suelo. Lassiter empujó a Grimaldi contra la pared, le dio la vuelta, lo agarró de las solapas y, atrayéndolo hacia sí, estrelló su frente contra la nariz del asesino de su hermana. El ruido que sonó le recordó al de un trozo de plástico duro al romperse. Cuando el italiano cayó al suelo, Lassiter le clavó la puntera del zapato en el costado.

Y siguió dándole patadas hasta que el italiano rodó hacia un lado, sacó la pistola y empezó a disparar.

Tres tiros seguidos impactaron en el techo, en la pared y en la puerta. Lassiter intentó darle una patada a la pistola, pero Grimaldi volvió a rodar por el suelo, y el pie de Lassiter lo golpeó en el costado. El italiano soltó la pistola con un grito de dolor. Como si fueran dos psicópatas, ambos se lanzaron hacia donde había caído el arma y, entre el humo y la oscuridad, buscaron a tientas por el suelo.

Una llamarada iluminó la pistola y los dos hombres se abalanzaron sobre ella. Lassiter aterrizó un poco más cerca. Estiró el brazo y cerró dolorosamente la mano alrededor de la culata de la pistola, pero el italiano le dio un codazo en la boca y se encaramó sobre su espalda. Un instante después, Grimaldi tenía a Lassiter cogido del cuello con los dos brazos y le apretaba con todas sus fuerzas, estrangulándolo lentamente.

El italiano tenía una fuerza increíble.

Lassiter intentó forcejear, pero era inútil. Los músculos le empezaban a flaquear y la vista comenzaba a nublársele. Sabía que le quedaban pocos segundos. Deslizó el brazo dibujando un arco sobre el suelo y, cuando la pistola chocó contra algo duro, disparó.

Grimaldi gritó de dolor. Lassiter consiguió deshacerse de él y se arrastró hacia la pared, luchando por recuperar el aliento. Un rayo iluminó la cocina. Grimaldi estaba sentado en el suelo rodeado de llamas, como si de un actor en un escenario se tratara, con la rodilla cogida entre las manos, balanceándose hacia adelante y hacia atrás; parecía estar rezando.

Al verlo así, con la cara contorsionada por el dolor, Lassiter se acordó del famoso cuadro de san Sebastián.

Pero, aun así, disparó. Un solo tiro que hizo un pequeño agujero justo encima del ojo izquierdo de Grimaldi.

Marie estaba gritando. Al darse la vuelta, Lassiter vio que las llamas se hallaban ya a menos de un metro de su silla. Jesse estaba a su lado, intentando desatar a su madre, pero sus dedos eran demasiado débiles. Lassiter corrió hacia Marie, deshizo los nudos y, esquivando las llamas, sacó a la madre y al hijo fuera de la casa.

Justo delante del porche, un cuerpo yacía humeante y tembloroso bajo la lluvia.

– No mires, Jesse -exclamó Marie abrazando al niño contra su pecho.

Lassiter se arrodilló junto al sacerdote e hizo una mueca al ver que Della Torre tenía la cara carbonizada. No le quedaba pelo en la cabeza y un extraño líquido viscoso le salía por las órbitas de los ojos. Lassiter nunca hubiera imaginado que pudiera estar vivo, pero Della Torre gimió y se movió levemente.

– Tenemos que llevarlo a un hospital -dijo Marie. -Podemos usar su lancha. ¡Vamos!

Lassiter la miró como si se hubiera vuelto loca.

– No podemos hacer eso -replicó.

– ¡Se va a morir!

– ¡Claro que se va a morir! Quiero que se muera.

– Pero… No podemos dejarlo así. Hace muchísimo frío. ¡Y tiene todo el cuerpo quemado!

Lassiter se levantó.

– Si lo llevamos a un hospital, esta pesadilla nunca acabará -declaró. -Della Torre tiene miles de seguidores que piensan como él. Y, cuando sepan que Jesse sigue vivo… y, créame, lo sabrán… volverán a perseguirlos. No podemos llevarlo al hospital; tenemos que desaparecer lo antes posible.

Marie movió la cabeza lentamente.

– Pero… Es una persona -repuso por fin.

Lassiter miró a Marie fijamente durante unos segundos.

– Está bien -dijo al cabo. -Llévese a Jesse al barco. Yo llevaré a Della Torre.

Marie cogió a Jesse de la mano y corrió hacia la lancha blanca que esperaba amarrada en el muelle. Casi había llegado, cuando oyó el disparo. No tuvo que volverse para saber que ya no irían al hospital.

EPÍLOGO

Marie no le dirigió la palabra durante días. Finalmente, pasó casi un mes hasta que aceptó que el «tiro de gracia» había sido exactamente eso: un acto necesario de compasión. A esas alturas, los tres viajaban como una familia mientras Lassiter hacía uso de todos sus conocimientos para conseguirles nuevas identidades a todos ellos.

No bastaba con cambiar de nombre, sino que también era necesario crear una historia, un pasado completo, con historiales médicos, laborales, académicos y financieros, con pasaportes legítimos y tarjetas de la seguridad social que tuvieran la antigüedad apropiada. El proceso duró tres semanas y costó más de cincuenta mil dólares. Aun así, cuando todo estuvo listo, Lassiter no quiso decírselo a Marie.

– En un par de días os dejaré. Me iré en cuanto lleguen las fichas de identificación de firmas del banco de Licchtenstein -le prometió. Después de rebotar como una peonza de un sitio a otro, allí es donde había recalado finalmente su dinero; cortesía de Max Lang, por supuesto.