Los peces sólo eran los primeros ejemplares de la colección de animales que Jesse quería tener y que pronto incluiría a uno de los cachorros de un perro labrador que se llamaba Pickle. Jesse incluso consiguió que el conductor del autobús, que tenía un perro muy mimado que dormía en el sofá, le regalara una cama para perros a cuadros rojos y negros. Después vendría otro perro y luego un gato y una cabra.
Jesse cuidaba los peces él solo, excepto cuando había que cambiar el agua de la pecera, que pesaba demasiado. Pero, por lo demás, él se encargaba de dar de comer a los peces todos los días y de limpiar la pecera, además de controlar la temperatura del agua en invierno para asegurarse de que no estuviera demasiado fría.
Jesse quería muchísimo a sus peces. Eran siete y todos tenían nombre. Tenía permiso para dejar puesta la luz de la pecera por la noche, que era cuando más le gustaba mirarlos desde la cama. Le encantaba ver cómo se deslizaban por el agua, entrando y saliendo del castillo y escondiéndose entre las plantas verdes. También le gustaba ver la hilera de burbujas plateadas que ascendía desde el purificador de agua. Ese día abrió la puerta de su cuarto sintiéndose un poco culpable porque casi se había olvidado de darles de comer.
– ¿Tenéis hambre, chicos? -dijo al entrar en su habitación. Con mucho cuidado, levantó la tapa de la pecera y la dejó a un lado. Luego cogió la cajita con la comida de un estante que había debajo de la pecera y midió cuidadosamente la cantidad en una cuchara de plástico. Marie le había insistido mucho en lo importante que era darles la cantidad justa de comida: «Ni demasiada ni demasiado poca.» Jesse distribuyó los copos multicolores por la superficie del agua y luego se agachó. Le gustaba ver cómo los peces subían a la superficie y le daban pequeños mordisquitos a la comida antes de volver a sumergirse. A veces, como ahora, hasta les hablaba:
– No os peleéis por la comida, que hay mucha.
Pero uno de los peces rayados, que estaba escondido detrás de una planta, no se movía; ni siquiera para comer. Jesse se incorporó y miró el pez desde arriba. Parecía enfermo. Estaba tumbado de costado y además tenía la barriga hinchada y la cola demasiado blanca y un poco pegajosa. Definitivamente, no se movía. Y, además, tenía algo raro en la cola. De repente, Jesse vio cómo uno de los guramis se acercaba al pez rayado y le daba un mordisco en la cola.
– ¡Oye!
Sin detenerse a pensar, Jesse metió las manos en la pecera, cogió el pececillo muerto y lo sacó. El agua goteaba contra el suelo mientras Jesse sostenía el pez en la palma de la mano y lo acariciaba suavemente con las yemas de los dedos.
– Vas a estar bien -dijo. Después lo volvió a meter en el agua con las dos manos. Abrió las manos justo debajo de la superficie y el pez empezó a nadar.