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– ¿Seguro que no?

– Seguro. ¿Qué hora es?

– Las siete.

– Espera un momento.

Había habido un corte de luz el día anterior, y Lassiter se había olvidado de reprogramar el reloj que controlaba el mecanismo de las persianas de los grandes ventanales y los tragaluces. A través de los ventanales podía ver los árboles, con los troncos, las ramas y las hojas cubiertos de hielo; el sol se reflejaba en ellos con una intensidad dolorosa. Era como si una inmensa ola de luz solar se derramara sobre la habitación. Lassiter apretó una tecla en la pared y escuchó un murmullo metálico en el techo. Lentamente, la habitación se fue oscureciendo. Volvió a coger el teléfono.

– Dime.

– Me han apartado del caso.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Bueno, hay dos razones. Primero… ¿Estás seguro de que no te he despertado? A veces llamo demasiado…

– Sí, estoy seguro.

– Así que tú también eres madrugador. Igual que yo.

– Sí.

– Bueno, tal y como lo ven mis superiores, el caso está resuelto. Si dependiera de mí…

– ¿Cómo que el caso está resuelto?

Sé lo que vas a decir, pero es que, además, tenemos un doble homicidio en Annandale. Y una de las víctimas es un poli.

– Lo siento.

– Un chaval de veinticuatro años, un buen chaval. Era nuevo en el cuerpo. Paró a tomarse un café. -Riordan hizo una pausa. -El chaval tenía una hija de dos meses. Iba de camino a casa. Su mujer lo estaría esperando con la cena y, ¡zas!, se lo cargan mientras pide un café.

– Es horrible…

– Todavía no te he contado ni la mitad. La otra víctima es una tailandesa. Consiguió la nacionalidad norteamericana hace dos días. Estaba trabajando el día de Acción de Gracias. Cinco dólares ochenta y siete centavos la hora. Y ¡pim, pam, pum! Tres disparos en la cara. ¡Bienvenida a América! ¡Feliz día de Acción de Gracias! ¡Descansa en paz!

– Mira, Jim, entiendo lo que estás diciendo, pero…

– Y, además, me han invitado a dar una charla en un congreso, así que tengo que prepararla.

– ¿Un congreso?

– Sí. Es una de esas reuniones para fomentar las buenas relaciones entre los distintos países. Lo dirige la Interpol. En Praga. ¿Has estado alguna vez en Praga?

– Hace mucho tiempo. ¿De qué tienes que hablar?

– Estoy con un par de franchutes y un ruso. Me imagino que debo encajar en el perfil del típico policía norteamericano, o algo así. Tengo que hablar del «Trabajo de la policía en una sociedad democrática». Los checos no saben lo que es eso, ¿sabes? Al menos desde hace bastante tiempo.

– Qué interesante.

– En cualquier caso, hasta que vuelva, Andy Pisarcik se va a encargar de los últimos detalles del caso de tu hermana y de tu sobrino. Es un chico inteligente. Te voy a dar su teléfono.

Lassiter tenía ganas de discutir. Riordan era uno de los mejores detectives de homicidios del norte de Virginia. Pero Riordan no tenía capacidad para decidir a quién se le asignaba cada caso.

– ¿Te importa que te haga un par de preguntas, ahora que todavía estoy a tiempo?

– Depende -dijo Riordan sin comprometerse.

– Sin Nombre. ¿Te enteraste por fin de si había hecho alguna llamada desde el hotel?

Riordan vaciló unos instantes.

– La verdad, no lo sé… Déjame que lo compruebe. El Comfort Inn. Sé que pedí que lo comprobaran. Tengo todos los papeles aquí. Espera un momento. -Lassiter escuchó el ruido de unas hojas. -Sí, aquí está. Hizo una llamada. Llamó a Chicago. La llamada duró menos de un minuto. Eso es todo.

– ¿Adonde llamó?

– Pues… -El detective pareció titubear. – ¡Qué demonios! Llamó a un hotel. El Embassy Suites.

– ¿Y?

– ¿Qué crees? Hablaría con la telefonista. Obviamente, no figura nada. -La voz de Riordan tenía un tono defensivo. -No hicimos más averiguaciones. Ya sabes, en el hotel habrá… ¿Qué? ¿Doscientas habitaciones? Y la llamada no duró ni un minuto. Por todo lo que sabemos, hasta puede que se equivocara de número.

– ¿Qué se sabe del frasco?

– Hemos conseguido algunas huellas dactilares, pero son todas de Sin Nombre. El laboratorio ha vuelto a analizar el contenido: agua. Así que el fracaso sigue siendo una gran interrogación.

– Habéis sacado fotos, ¿no? ¿Podríais mandarme unas copias?

Se oyó un gran suspiro al otro lado de la línea.

– Vale, veré lo que puedo hacer. Pero eso es todo, Joe. Yo ya no llevo el caso. A partir de ahora habla con Pisarcik.

– Lo haré. Sólo una cosa más. ¿Qué hay de lo de Florida? De la habitación donde «Gutiérrez» recibía el correo. ¿Tienes la dirección?

Riordan se rió.

– Venga ya -dijo. Después colgó.

Resultó que en Chicago había cuatro hoteles que se llamaban Embassy Suites. Y Lassiter no podía llamar a Riordan para preguntarle cuál de ellos era. Así que llamó a su oficina y le dijo a uno de sus investigadores, un antiguo agente del FBI que se llamaba Tony Harper, que fuera a ver qué podía averiguar en el Comfort Inn. Lassiter confiaba en que Tony conseguiría una copia de la factura de Sin Nombre, aunque Probablemente le costaría dinero. Tony no lo defraudó. Dos horas después le mandó por fax una copia de la factura y un recibo por cien dólares. El recibo era en concepto de «servicios prestados».

Además de una solitaria llamada al prefijo 312, la factura incluía el número de la tarjeta Visa de Juan Gutiérrez. Lassiter sabía que, por veinticinco dólares, podía comprar un historial de los créditos de Gutiérrez, pero, por doscientos, podría conseguir algo todavía mejor: un listado detallado de cada pago que Gutiérrez había hecho con la tarjeta. Con las dos tarjetas, porque creía recordar que Riordan le había dicho que Gutiérrez tenía dos tarjetas. Su contacto encontraría sin problemas la segunda tarjeta a través de la primera, y también cualquier otra que pudiera tener.

El procedimiento no era enteramente legal, pero, al fin y al cabo, tampoco es legal conducir por encima del límite de velocidad. En la «era de la información», la violación de la intimidad era el equivalente moral a conducir sin llevar puesto el cinturón de seguridad; si a uno lo pillan, paga la multa y se va. Lassiter buscó en el listín de teléfonos giratorio que tenía encima de la mesa el número de Mutual General Services, una empresa de venta de datos con base en Florida.

Mutual era una empresa especializada en desenterrar información. Si alguien quería un informe bancario, un número de teléfono que no aparecía en la guía, una copia del recibo de una tarjeta de crédito o de un número de teléfono, ellos lo conseguían, rápido y barato. Según Leo, lo hacían a la vieja usanza. O sea, sobornando a gente. Sin duda, tendrían a alguien en la nómina de las principales emisoras de tarjetas de crédito y de todas las compañías telefónicas de Estados Unidos. «Sólo hacen una cosa -decía Leo, -pero lo que hacen lo hacen bien.»

Lassiter llamó a Mutual, dio el número de su cuenta y le dijo lo que buscaba a la mujer que lo había atendido: copias de los recibos de los últimos tres meses de la tarjeta de crédito de Juan Gutiérrez. Le dio el número de la tarjeta y pagó un poco más para que se la mandaran de manera urgente.

Hecho esto, se concentró en la llamada telefónica que figuraba en el recibo del Comfort Inn. Le habían cobrado un dólar y veinticinco centavos por una llamada de un minuto, lo que significaba que la llamada había durado algo menos.

Lassiter analizó las distintas posibilidades. Un minuto, probablemente menos. Hacía falta más tiempo para hacer una reserva. Y, si quería hablar con alguien que se alojaba en el hotel, lo más probable es que no lo hubiera conseguido; la operadora del hotel habría tardado unos segundos en conectarlo, el teléfono tendría que sonar en la habitación… Así que todo parecía indicar que, a quienquiera que hubiera llamado Sin Nombre, no estaba. A no ser… A no ser que Sin Nombre hubiera viajado a Washington desde Chicago. En ese caso era posible que estuviera llamando a «casa». La mayoría de las suites de hotel tenían buzones de voz, así que puede que Sin Nombre estuviera comprobando si tenía alguna llamada.