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Las noticias de las once abrieron con una ráfaga frenética de música. La foto de Grimaldi apareció en la pantalla, y el presentador comentó: «Una osada huida acaba con la vida de un agente de policía y deja a un asesino suelto entre nosotros.» Siguió un anuncio del Washington Post: «¡Si no te lo llevas, no te enteras!» y, por fin, el desarrollo de la noticia principal.

Una rubia muy atractiva, una tal Ripsy, empezó a hablar desde el aparcamiento del hospital. A su lado había una silla de ruedas caída en el suelo. Luego la cámara cambió de plano, y apareció en pantalla un hombre blanco de mediana edad con los ojos enrojecidos y demasiado pelo. Se llamaba Bill y estaba en una carretera en penumbras, «cerca de Olney». Comentó el «angustioso viaje» de la enfermera, y la cámara pasó a Michele, una mujer negra, que estaba sentada en un chalet de Reston con la madre de Dwayne Tompkins, que a duras penas conseguía mantener la compostura. La madre del policía fallecido miraba a la cámara con los ojos en blanco y parecía incapaz de hablar.

Lassiter lo observó todo con unos palillos en una mano y una cerveza en la otra. Le costaba prestar atención a lo que decía la televisión. La televisión tenía una capacidad especial para quitarle realidad de los acontecimientos, convirtiendo cualquier catástrofe en algo paladeable a la hora de cenar. La muerte de su hermana, la exhumación del cadáver de su sobrino, la huida de Grimaldi; de alguna manera, la televisión había procesado todas esas calamidades y las había convertido en una especie de entretenimiento. O, si no exactamente en un entretenimiento, desde luego en algo a lo que se podía sacar un beneficio, en mieses para el molino. Algo muy distinto de lo que realmente era: una cuestión personal.

Lassiter estaba pensando distraídamente en eso cuando se dio cuenta de que todos los presentadores llevaban el mismo pañuelo, o el mismo tipo de pañuelo: un pañuelo a cuadros negros y tostados que tenía un curioso efecto homogeneizador sobre sus diferencias físicas. Lassiter pensó que, por muy distintos que parecieran entre sí, todos ellos formaban parte de la misma tribu: la nación de Burberry’s.

La idea lo hizo sonreír, pero la sonrisa le desapareció de los labios al advertir que ése era exactamente el tipo de comentario sagaz que solía hacer Kathy. Irritado consigo mismo, apagó la televisión y se fue a casa pensando que al menos Riordan volvía a estar al frente del caso. Y eso lo deprimió todavía más. «Dios santo -pensó, -hablar de aferrarse a resquicios de esperanza…»

Le costó dormirse. No conseguía librarse ni del sonido de a cabeza de Pisarcik al golpear contra el suelo ni de la imagen del bolígrafo clavado en el ojo del policía muerto.

Y, lo que era todavía peor, sabía que era muy posible que no cogieran a Grimaldi por segunda vez. Y eso no sólo significaba que el asesino podía librarse de su castigo, sino que, además, él nunca sabría por qué habían asesinado a su hermana y a su sobrino.

Ciao.

Cuando por fin consiguió dormir, soñó con Kathy. En concreto, con algo que había pasado cuando eran niños.

Kathy debía de tener doce años y él siete. Estaban en Kentucky, remando en el lago, más que nada para huir de Josie. Kathy estaba tumbada en la proa de la barca, leyendo una revista. Llevaba unas gafas de sol graduadas que había elegido dos semanas antes de su cumpleaños para que se las enviaran en la fecha exacta. Le encantaban esas gafas de sol. Las llevaba todo el rato. Incluso dentro de casa. Incluso de noche.

En la barca de remos llevaba las gafas levantadas sobre el pelo. Se levantó, y las gafas se le cayeron al agua. Lassiter todavía podía oír el grito de Kathy, todavía podía ver las gafas hundiéndose en el agua. Recuperarlas parecía fácil. Pero, aunque Kathy se tiró inmediatamente al agua, aunque los dos volvieron al poco rato con gafas y tubos de bucear, aunque se pasaron horas buscando, nunca las encontraron.

En el sueño, Lassiter estaba buceando. Encontraba las gafas en el fondo del lago, con las patillas cruzadas, como si Kathy acabara de dejarlas encima de una mesa. Buceaba y buceaba, pero las gafas siempre resultaban ser un trozo de cuarzo, una lata de cerveza, un truco de la luz. Al final, siempre volvía a la superficie con las manos vacías. Al despertarse, Lassiter se sintió como si hubiera vuelto a fallarle a su hermana; hoy igual que entonces.

A la mañana siguiente, Freddy Dexter estaba en el vestíbulo, decorando un árbol de Navidad. Al ver entrar a Lassiter le dio la caja de ornamentos a la secretaria de recepción y corrió detrás de él.

– ¿Qué tal? -preguntó Lassiter.

– Quería hablarte del cristal -dijo Freddy con gesto satisfecho.

– ¿De qué? -Lassiter se quedó mirándolo.

– Del frasco de cristal -le recordó Freddy.

– Ah, sí. Ven a mi despacho. -Al entrar, Lassiter le señaló una silla. Después se sentó frente a su escritorio y levantó el auricular del teléfono. – ¿Quieres un café?

Freddy dijo que no. Lassiter colgó, se recostó en su asiento y esperó. Freddy se aclaró la garganta.

– Resulta que el cristal es más complejo de lo que parece -empezó.

– ¿Sí?

– Sí. Lo usamos para ver mejor, para beber… Pero eso es sólo el principio. Hay mucho más.

– Eso es lo que esperaba oír.

– Te podría hablar de todo tipo de cosas: cualidades dúctiles, hierros para soplar…

– ¿El qué?

– Tubos de hierro. Se hicieron por primera vez en Mesopotamia. En serio, no puedes imaginarte lo que costaba manufacturar cristal transparente.

– Tienes razón, no puedo imaginármelo.

Freddy sonrió.

– Bueno, la cosa es que nadie lo consiguió hasta el siglo quince. Pero, incluso entonces, no lo conseguían siempre. Y debemos estar agradecidos por ello -añadió, -porque ésa es la razón por la que existen las vidrieras de colores. En cuanto al frasco…

– ¡Aja! -dijo Lassiter.

Freddy hizo caso omiso del sarcasmo.

– En su época debió ser de lo mejorcito que se hacía.

Lassiter tardó unos segundos en reaccionar.

– ¿Me estás diciendo que es una antigüedad?

Freddy se acomodó en su asiento.

– Es posible que lo sea. Estamos trabajando con fotos. Sin tener el frasco, no se puede saber si es auténtico o si es una copia, una magnífica falsificación. Parece ser que, hacia finales del siglo pasado, los italianos se pusieron a hacer copias de todo lo que caía en sus manos: estatuas, reliquias, prendas de vestir, cristal… Por lo visto, fue cuando empezó el turismo a lo grande. Empezó a ir gente rica de todo el mundo a Italia y, de repente, surgió un mercado para las antigüedades.

– ¿Y qué tiene eso que ver con el frasco?

– Si no es original, es una magnífica copia del tipo de frasco que usaban los curas en la Edad Media.

– ¿Qué?

– Para el agua bendita. He consultado con varios expertos. He hablado con una mujer de Christie’s, con un experto del Smithsonian… Todos coinciden. El tipo de frasco del que estamos hablando, el tipo de frasco que llevaba tu hombre, sólo se fabricaba en Murano, una islita al lado de Venecia. En vista de las marcas que tiene y de la pequeña corona de metal de la tapa, este frasco en concreto debe de estar relacionado con los templarios. Por lo visto, se los llevaban a las Cruzadas. -Freddy se recostó en su silla, claramente satisfecho consigo mismo.

Lassiter se quedó mirándolo.

– Las Cruzadas -repitió.

– Sí. Contra el Islam.

– Y llevaban agua bendita en esos frascos.

– Así es. En cuanto a los viejos frascos -dijo Freddy, -los de agua bendita estaban muy valorados. Para sustancias menos preciadas se usaba arcilla. Podría contarte más cosas sobre frascos para agua bendita de las que puedas imaginar. Por ejemplo, que Marco Polo se llevó unos cuantos hasta China. Eso si es que realmente llegó a China. Pero eso es otro tema. En cualquier caso, me han dicho…

– ¿Tienes todo esto por escrito?