Había una cafetería cerca de la cinta transportadora por la que debía salir el equipaje. Lassiter pidió un café con leche y lo pagó con tres billetes de un dólar. Sus compañeros de vuelo se amontonaban uno detrás de otro esperando a que sus maletas descendieran por la rampa. Tenían la mirada de depredadores cansados, escudriñando cada maleta mientras pasaba a su lado, esperando el momento de saltar sobre su presa. Después corrían con sus maletas hacia el control de pasaportes, donde volvían a esperar en una nueva cola.
Lassiter viajaba demasiado para compartir su impaciencia. Incluso cuando vio su maleta permaneció donde estaba, bebiéndose el café. Estuvo observando cómo la maleta daba vueltas, una y otra vez, hasta que se acabó el café. Entonces recogió la maleta y pasó el control de pasaportes.
Siempre se le olvidaba lo feo que era el aeropuerto de Roma. Puede que, como ingeniero, Leonardo hubiera admirado las máquinas voladoras, pero, desde luego, como artista habría cerrado los ojos ante la visión de la gris terminal, con sus suelos pegajosos y sus aburridos carabinieri. Aun en sus mejores días, el aeropuerto resultaba sucio, pequeño y caótico.
Ese día estaba abarrotado de turistas procedentes de todos los rincones del mundo. El entrenador de un equipo finlandés de bolos, con sus jugadores apiñados a su espalda, discutía con una italiana sentada con gesto adusto detrás de un mostrador de plástico con un gran signo de interrogación en rojo. Una diminuta pareja de indios avanzaba entre el gentío tirando de la maleta más grande que Lassiter había visto en toda su vida, una especie de cofre azul celeste atado con gruesas gomas elásticas. Varias mujeres árabes con el rostro cubierto esperaban sentadas en el suelo, mientras sus hijos alborotaban a su alrededor entre los hombres de negocios y los turistas italianos que iban de un lado a otro, empujando y arrastrando sus pertenencias en medio de un increíble estrépito. Las azafatas de tierra iban de una cola a otra, haciendo las mismas preguntas una y otra vez antes de pegar unos diminutos adhesivos en el equipaje de mano de los viajeros. Los guardias de seguridad paseaban de un lado a otro en parejas, con armas automáticas colgando del hombro. Lassiter hizo caso omiso de todo y se abrió camino hacia la calle para coger un taxi.
Hacía uno de esos días grises y fríos en los que la espesa bruma siempre parece a punto de convertirse en lluvia. Lassiter encontró un taxi, negoció la tarifa y, acomodándose en su asiento, descansó la vista en las grises colmenas de edificios y los suburbios industriales que se extendían a ambos lados de la carretera. Italia podría hacer las cosas mejor, pensó.
Y las hacía. Su hotel, el Hassler Medici, estaba agazapado sobre la escalinata recientemente restaurada de la piazza Spagna. Las ventanas daban a la via Condotti, donde se podía ver la sala de té Babington’s y un McDonald’s. Cerca de la Puerta del hotel, un chico y una chica repartían unas hojas entre los transeúntes. Lassiter cogió una, y la chica lo obsequió con un «grazie».
Al registrarse, un recepcionista vestido con esmoquin se disculpó por los chicos de las hojas y le explicó la razón de su presencia. Después de siglos de abusos, la escalinata había alcanzado tal nivel de deterioro que había sido necesario restaurarla a un enorme coste. Tras muchos retrasos, la restauración por fin había finalizado y se había inaugurado con gran pompa en una ceremonia que incluía el corte de una cinta. Pero, al concluir las fotos de rigor, los políticos la habían cerrado otra vez, por si los escalones volvían a deteriorarse.
La mera idea sacaba al conserje de quicio.
– ¡La arreglan y luego se aseguran de no tener que arreglarla nunca más! Quieren convertir la escalinata en un museo. -Una risita cínica. -Pero, claro, ¡se olvidan de que, después de todo, son escalones, de que están ahí por algo! -Movió la cabeza de un lado a otro. -Hoy están abiertos. Mañana, ¿quién sabe? -Disparó las manos hacia el techo. -Yo, desde luego, no me atrevería a asegurarlo. -Sonrió y le dio su llave a Lassiter. -Bienvenido a la Ciudad Eterna, señor Lassiter.
La habitación era grande y silenciosa y estaba lujosamente amueblada. Cuando la puerta se cerró detrás del botones, Lassiter se sentó en la cama, algo mareado por el largo viaje, y se dejó caer hacia atrás con un suspiro de alivio. No tenía intención de quedarse dormido, pero estaba agotado y la luz grisácea de la calle hacía que pareciera que era casi de noche.
Cuando se despertó ya había oscurecido. Por un momento dudó si serían las seis de la mañana o las seis de la tarde. Acostado en la oscuridad, se recordó a sí mismo dónde estaba. Había llegado al hotel a las doce de la mañana, así que tenía que ser por la tarde.
Se levantó y deshizo la maleta mientras se iba despertando. Llevó el cepillo de dientes y la maquinilla de afeitar al cuarto de baño de mármol y se desvistió. Se metió en la ducha, cerró los ojos y dejó que el agua caliente lo golpeara en los hombros para liberarse de la somnolencia. Al cabo de unos cinco minutos cambió la ducha por la comodidad del grueso albornoz blanco que colgaba de un gancho detrás de la puerta del baño y fue al minibar en busca de una botella de agua de Pellegrino.
Ya despejado, desabrochó la bolsa negra en la que llevaba su ordenador portátil Compaq y enchufó el adaptador a la red eléctrica. Después de la comprobación rutinaria de la memoria, Lassiter buscó el archivo de viajes y sacó el documento que había preparado para el viaje a Roma. Luego marcó el número de teléfono del contacto de Judy, el detective privado que no había conseguido averiguar nada sobre Grimaldi.
– Pronto?
– Hola. Eh… ¿Habla mi idioma?
– Si-iii. -Lo dijo en dos sílabas, acabando en una nota alta. Al fondo, un niño reía fuera de sí.
– Estoy buscando al señor… Bepi… -El nombre resultaba imposible de pronunciar.
– ¡Bepistraversi! Soy yo. ¿Es usted Joe?
– Sí.
– Judy me dijo que llamaría.
– ¿Tiene un momento?
– Claro que sí. Y, por cierto, todo el mundo me llama Bepi.
– Bueno, Bepi, ¿dónde podríamos vernos? Puedo ir a su oficina…
– Un momento… -Bepi tapó el auricular y Lassiter oyó una súplica explosiva al otro lado de la línea. -Per favore! Ragazzi -Silencio. Risas. Y de nuevo la voz meliflua de Bepi. -Creo… Quizá sea mejor que quedemos en La Rosetta. Así podremos cenar algo. -Le explicó a Lassiter cómo llegar a una trattoria en el Trastevere. -Reservaré una mesa.
Lassiter se vistió y salió rápidamente a la calle. Compró el Herald Tribune en un quiosco de prensa y paró a tomarse un café en la pasticceria que había al lado. Las noticias eran malas, pero el café estaba tan bueno que pidió otro. Cerca borboteaba el agua de una fuente, y un aparato de música sonaba machaconamente al lado de un vendedor ambulante africano que se especializaba en escribir nombres en granos de arroz. La Rosetta era un diminuto restaurante en un antiguo barrio de clase trabajadora que hacía tiempo que se había convertido en un lugar de moda frecuentado tanto por turistas como por los propios romanos. Lassiter había estado allí el verano anterior, cuando la ciudad se cocía bajo el sol. Mónica y él habían comido en una osteria, sentados a una mesita en un estrecho callejón por el que pasaban continuamente todo tipo de ruidosos ciclomotores. Por lo que recordaba, la experiencia había resultado agridulce, una mezcla de romanticismo con velas y humo de gasolina.