Gislason apretó el botón rojo.
—Ha indicado que desea manejar la situación por su cuenta. Ahora guardaré silencio.
—Idiota.
La barca redujo la marcha.
Anna miró hacia delante. No veía nada.
—¿Qué es eso?
—Un avión —respondió Gislason—. Debemos largarnos de aquí.
—¿Que debemos qué? Estamos en medio del océano.
—El enemigo puede rastrear esta barca, miembro. Sin duda se da cuenta de eso. No podemos quedarnos aquí. Voy a dejar que Mark Ten Marine Mind siga por su cuenta. Sin duda es lo suficientemente inteligente para hacerlo.
—Ésta es la única barca existente en un radio de varios años luz, y está llena de equipos de investigación. No podemos abandonarla.
—No la abandonamos, miembro. Mark parece ansioso por tomar el mando. Se la dejaremos a él.
—No —dijo Anna.
—Miembro, no tiene otra alternativa.
Ella vio luces más adelante, que subían y bajaban sobre la superficie del océano. Eran tres, pequeñas, pálidas y evidentemente artificiales.
La barca aminoró aún más la velocidad. Anna vislumbró la oscura forma del avión. Las luces indicaban el morro, la cola y el ala.
—No podemos hacer esto —insistió Anna—. Podría perder mi trabajo.
—Créame, miembro Pérez, se verá envuelta en peores problemas si no colabora con la comandante.
La barca viró de lado, moviéndose más violentamente que antes mientras Gislason la acercaba al avión. Cuando estuvieron junto a éste, casi tocando su oscuro costado, se abrió una puerta; brilló una luz amarilla; Anna parpadeó y vio la silueta de una persona recortada contra la luz.
—¿Teniente? —Era una voz masculina.
—Tendremos que amarrar aquí durante un rato. Ayude a Zhang y luego suba al avión —dijo Gislason.
Ella abrió la boca para protestar, pero la expresión de Gislason la obligó a guardar silencio. No era en absoluto una persona agradable, pensó, mientras el hombre que estaba en la puerta aseguraba las amarras. Cuando concluyeron, el hombre se agachó y la ayudó a cruzar hasta el avión. Entonces pudo verlo con claridad: era un hombre alto del este de Asia, vestido de uniforme. Usaba el típico mohawk, teñido de azul turquesa. Sus cejas eran del mismo color, completamente exóticas. Se preguntó qué pensaría Nicholas de aquello. Aunque era probable que no pensara en nada más que en el problema al que se enfrentaba.
—Bienvenidos a bordo del Shadow Warrior.
El soldado señaló con la mano una habitación larga y estrecha. En un extremo se veía una hilera de asientos colocados de cara a una pared de metal en la que no había nada más que una puerta cerrada. Los asientos parecían pertenecer a un cohete o a un maglev interurbano de la Tierra; aunque en el maglev no había cinturones de seguridad. Salvo por la fila de asientos, la habitación estaba vacía. Un avión de mercancías, pensó Anna.
—Me temo que no disponemos de comodidades, y debo entregarle un paquete al teniente Gislason. Si toma asiento, le serviré café dentro de un momento.
Se acercó a la fila de asientos y se sentó de cara a la pared. Ésta se encontraba sólo a un metro de distancia. La habitación, brillantemente iluminada, hizo que sintiera más miedo que viajando por mar abierto.
Un par de minutos más tarde volvió a aparecer el soldado asiático. Atravesó la puerta de la pared metálica y regresó casi de inmediato con un tazón en la mano. Era de cerámica pesada y totalmente liso.
—Tendrá que ser solo, lo siento; y a pesar de lo malo que es el café, el té es aún peor.
Anna cogió el tazón y bebió. El café era espantoso.
—¿Nunca lavan el jarro?
—No es una prioridad. Si me disculpa… —Se marchó.
Bebió un poco más de café —sólo un poco— y clavó la mirada en la pared de metal.
Unos veinte minutos más tarde, Gislason subió a bordo. Se sentó junto a ella y se abrochó el cinturón de seguridad.
—Ya está. Mark está actuando por su cuenta.
El soldado asiático cerró la puerta exterior, luego recogió la taza de café y fue hacia adelante. Ella no tenía idea de lo que había más allá de la puerta interior. Una cafetera, la cabina del piloto.
Se encendieron los motores.
—¿Se ha abrochado el cinturón? —preguntó Gislason—. El despegue será brusco.
Así fue, y ella recordó que nunca le había gustado mucho, volar. Se aferró a los brazos del asiento. A su lado, Gislason se tapó la cara con las manos.
Durante un instante Anna quedó aterrorizada.
—¿Qué es esto? ¿Tenemos problemas?
El avión saltó un poco más y enseguida quedó en el aire y se elevó suavemente. Gislason levantó la vista. Los ojos le habían cambiado de color. Ahora eran azules, de un tono tan intenso que parecían iluminados desde dentro.
—¡Caray! —exclamó Anna.
Él se cogió el mechón de pelo que le caía sobre la frente y dio un tirón hacia arriba y hacia atrás.
—¡Mierda! Hace daño. —El pelo se soltó. Debajo apareció el cráneo pálido, desnudo salvo por el habitual mohawk, amarillo como la mantequilla.
Gislason se frotó el mohawk y se peinó hacia arriba el pelo amarillo. Ahora se parecía a un escandinavo y a un soldado, y en absoluto a Nicholas.
El avión estaba virando; notó que la cabina se ladeaba.
—¿Adónde vamos?
—Tenemos un lugar que el enemigo no conoce —Dejó caer la peluca en el asiento contiguo—. Más le vale ponerse cómoda. Tardaremos un rato.
Se reclinó en su asiento e intentó relajarse. No era fácil. No tenía idea del rumbo que estaban siguiendo. ¿Al este, sobrevolando el mar? ¿Al oeste o al sur en dirección a tierra? Si se dirigían hacia el sur volarían sobre una parte del continente, por lo que ella sabía inexplorada. Por supuesto, había fotos aéreas, y sus colegas de biología habían tomado algunas muestras de vida. Las imágenes mostraban montañas bajas y peladas y llanuras cubiertas con la vegetación musgosa de color amarillo. En distintos puntos había bosques de arbustos grandes y/o árboles pequeños. Un animal que parecía un cruce entre un cangrejo y un armadillo se alimentaba en las llanuras amarillas cubiertas de musgo. Medía dos metros desde la punta de las uñas delanteras hasta el extremo de la cola acorazada: el animal terrestre más grande del planeta. No poseía esqueleto interno y, según sus colegas, era rematadamente estúpido; pero poseía un aparato respiratorio fascinante.
Al cabo de un rato, Gislason se sacó algo de un bolsillo y lo desplegó como si fuera un trozo de papeclass="underline" una, dos, tres veces.
Era un tablero de ajedrez de tamaño corriente. Golpeó un borde. De repente el tablero adquirió solidez: una sola pieza firme de metal y silicona. Los cuadrados rojos empezaron a brillar con un suave tono rosado. Los cuadrados negros siguieron siendo oscuros, como ventanas abiertas al espacio.
Impresionante, pensó Anna.
Él volvió a dar unos golpecitos en el tablero. Las piezas se materializaron, aunque ésa no era realmente la palabra adecuada. Eran hologramas, estaban hecho de luz y no de materia.
Dos hileras de guerreros chinos. Detrás de ellos, elefantes y consejeros, generales montados a caballo y un par de espléndidos emperadores de pie junto a sus delgadas y elegantes esposas. Un emperador iba vestido de rojo; el otro, de blanco y plateado.
—¿Juega? —le preguntó Gislason.
—Sé mover las piezas.
—Eso no es suficiente. —Tocó el tablero. Uno de los guerreros sacó una espada. La diminuta hoja resplandeció. La agitó sobre su cabeza y avanzó.