—Él reaparecerá sólo si los hwarhath insisten en que presentemos pruebas de su muerte. Bueno, si insisten, su cadáver aparecerá flotando en alguna playa. —Hizo una pausa—. No en el mejor estado, pero reconocible y lo suficientemente entero para que puedan determinar que murió ahogado.
Caray, realmente disfrutaba con la idea del asesinato; se le notaba en la voz; y también disfrutaba con la idea de aterrorizar a Anna Pérez.
—Si podemos quitárnoslos de encima, si están dispuestos a creer en el accidente, usted y Sanders abandonarán el planeta. Pero no lo harán hasta pasado un tiempo. Mientras tanto, Anna… ¿puedo llamarla así?… está obligada a permanecer en Camp Freedom.
—¿Hay que tomar en serio ese nombre?
—Es el único lugar del planeta donde estamos a salvo de la vigilancia del enemigo. —La mujer hizo una pausa—. Y libres de las interferencias de los civiles. Sí, Anna, el nombre puede tomarse en serio. —Se puso de pie. Anna pudo ver entonces los pantalones de corte marinero que completaban el traje—. La acompañaré a su habitación.
Dejaron a Gislason en el despacho. La mujer la condujo pasillo abajo. Sonaba otra canción, una que Anna no conocía. La música seguía demasiado alta y sin embargo ella seguía sin entender las palabras, aunque tuvo la impresión de que eran en inglés.
Se desviaron por un pasillo lateral. El volumen del ruido disminuyó un poco.
—Por aquí —dijo la mujer y abrió una puerta.
Otra habitación absolutamente corriente. Tenía el aspecto de un dormitorio. Una mesa, una silla, una cómoda, una cama, una segunda puerta que conducía a un pequeño cuarto de baño. Sin ventanas, por supuesto.
—En el cuarto de baño encontrará toallas, junto con los artículos de primera necesidad: cepillo de dientes, peine, y todo eso. En la cómoda tiene ropa de recambio. En la mesa hay un ordenador. Le he pedido la cena, verduras al curry con arroz. Me temo que toda nuestra comida es vegetariana. Espero que no le importe.
Se sorprendió respondiendo:
—No, por supuesto que no. Casi nunca como carne.
—Fantástico. —La mujer sonrió—. La puerta estará cerrada con llave. La verdad es que no queremos que se vaya a pasear por el campo. Por favor, entre.
Anna lo hizo sin protestar, luego se volvió y abrió la boca. La puerta se cerró. Oyó el chasquido de la cerradura.
Se sentó en la cama. Era una prisionera, retenida por personas que habían destruido deliberadamente la única barca de investigación existente en un radio de varios años luz, propiedad del gobierno que les daba empleo. ¿Qué clase de malditos criminales eran?
Asesinos, decidió un instante después. Sin duda eso explicaba por qué Nicholas parecía tan asustado. Seguramente él lo sabía.
Ella había hecho lo que correspondía al enviar el mensaje.
¿Y si no llegaba? ¿Y si nadie hacía nada? Se echó el pelo hacia atrás y se frotó la cara. Sentía los músculos tensos. ¿Y si el servicio de información militar se enteraba de la existencia del mensaje? Ahora se daba cuenta de que eso era posible, tal vez incluso probable.
Su cuerpo aparecería flotando en la playa y tal vez después no tuvieran necesidad de asesinar a Nicholas. Si el cuerpo de Anna aparecía, quizás eso convencería a los hwarhath de que el accidente había sido real.
Tal vez no fuera necesario que descubrieran el mensaje. Quizá ya estaba condenada. Había hecho lo que ellos querían. Ya no les servía y —como decían las obras holográficas— sabía demasiado.
Por otra parte, Nicholas era sumamente valioso. Tenía sentido eliminarla a ella primero.
Empezó a temblar. ¿Cómo se las había arreglado para meterse en aquel lío?
Había hablado con un hombre agradable. Había aceptado a alguien nada más conocerlo. Le había caído bien porque mostraba curiosidad y le hacía preguntas interesantes.
La puerta se abrió y apareció el soldado de las cejas azules.
—La cena —anunció, y dejó una bandeja en la mesa—. ¿Todo está bien? ¿Necesita algo?
—Necesito salir de aquí.
—Lo siento, miembro. Será mejor que le diga que esta habitación está bajo vigilancia. Eso puede ahorrarle algunas molestias. —Sonrió—. Todos hacemos cosas que preferiríamos que los demás no vieran. Que pase una buena noche.
Salió. Anna se puso de pie. No tenía hambre, pero en la bandeja había media botella de vino blanco. No era muy adecuado para el día que había pasado, pero tendría que servirle. La abrió, llenó un vaso y volvió a sentarse. Era ligeramente dulce. ¿Un Chardonnay?
Cuando se terminó el vino, decidió que era demasiado pronto para dejarse dominar por el pánico. No sabía lo suficiente. Su tutor de la escuela para graduados le había dicho que aquél era su mayor defecto. Formulaba teorías y sacaba conclusiones antes de tener los datos.
Abrió la cómoda y encontró un camisón: largo hasta el suelo y de auténtica franela con un estampado de flores realmente encantador.
¿Qué clase de gente era aquélla? ¿Y qué significaba el camisón? ¿Era posible asesinar a alguien después de proporcionarle un camisón de franela?
Al cabo de un instante decidió que sí. Era posible, aunque no justo.
Se llevó el camisón al cuarto de baño y llenó la bañera. El agua estaba caliente y le habían proporcionado gel de baño. Esto era cosa de la mujer sin nombre, la directora, evidentemente, de Camp Freedom. Parecía una conducta propia de ella: la anfitriona perfecta. Aquel lugar debía figurar en la Guía de Posadas Campestres y Campos de Concentración. Anna agregó gel al agua. Produjo una abundante espuma.
Después se cepilló los dientes y se metió en la cama. Se quedó un buen rato a oscuras, pensando en la posibilidad de la muerte, y finalmente se deslizó en un sueño agitado, del que se despertó a menudo. Sus sueños eran fragmentados y desagradables. Unas cosas le perseguían. No podía correr.
Al despertarse definitivamente oyó una música alta y confusa. La puerta de su habitación estaba abierta. El soldado de las cejas azules estaba de pie en la entrada.
—Lamento molestarla, miembro. Me iré enseguida. —Dejó una bandeja en la mesa y recogió la de la cena—. Y debo disculparme también por el desayuno. En la cocina tenemos problemas. La doctora quiere verla cuando esté lista.
—¿Quién?
—Ayer la conoció.
La mujer del pelo rizado.
El soldado se marchó y ella se levantó. En la bandeja había judías negras, arroz y café solo. En realidad, no estaba mal. El café era mucho mejor que el del avión. Cuando terminó de comer, se puso su propia ropa. Estaba sucia e impregnada de sal, pero quería tener que ver lo menos posible con el servicio de información militar.
Cejas Azules regresó y la acompañó al despacho de la Doctora Sin Nombre. Ella estaba allí, sentada detrás del escritorio. Hoy llevaba una blusa de color rojo fuego y un chaleco negro. La corbata era de malla plateada. Gislason estaba apoyado contra una pared, con los brazos cruzados y expresión… ¿sardónica, tal vez? Anna no estaba segura de lo que significaba la palabra «sardónica». Pero algo andaba mal; lo vio en la expresión del hombre. El capitán Van estaba en un rincón, hundido en una silla, y parecía abatido.
—Por favor, tome asiento —le indicó la doctora.
Anna se sentó en la última silla.
—Ha surgido un problema —anunció la doctora.
—¿Qué?