—¿Cómo está Nicholas? —preguntó.
—En este momento se encuentra bajo los efectos de los tranquilizantes que le dio el enemigo. Han dicho que se alteró y que no lograban serenarlo.
—Intentaron interrogarlo.
Ambos guardaron silencio; después el hwarhath dijo:
—Sanders Nicholas es famoso por su aversión a responder preguntas.
En los pasillos no había nadie, ni humanos ni extraños. La música había cesado. Anna sólo oyó el suave silbido y el zumbido del sistema de ventilación y las pisadas de ambos que retumbaban entre las paredes de hormigón.
¿Qué había sucedido? ¿Los alienígenas también se habían apoderado de aquel lugar?
Pasaron junto a una puerta abierta. Ella echó un vistazo y vio a un hwarhath inclinado sobre un ordenador, pulsando teclas con habilidad y rapidez.
Aquello al parecer respondía a su pregunta.
Salieron al pasillo exterior. La luz de los tubos del techo era tan tenue como antes, pero en el extremo opuesto la puerta estaba abierta y se veía brillar el sol.
Mientras salía a la luz, Anna lanzó un suspiro. ¡Ah! ¡Aire fresco! Corría aire. El cielo estaba salpicado de nubes pequeñas. A su alrededor, las colinas eran de un amarillo intenso. Más abajo, un lago redondo y azul se extendía en medio de un valle poco profundo. A la orilla del agua crecían los árboles. Todos (por lo que ella sabía) eran de la misma variedad: color naranja apagado, de tronco corto y grueso y ramas como palos. Ninguno tenía hojas.
El alienígena se detuvo junto a ella e hizo un ademán. A la derecha había un espacio llano, y en él dos aviones: las alas hwarhath en forma de abanico y un ADV.
—¿Dónde estamos? —preguntó Anna.
—Aún tengo problemas con las distancias de los humanos —respondió el alienígena—. Aunque por fin he aprendido a medir el tiempo. Nos encontramos a dos horas al sur y al oeste de la estación de investigación de los humanos. Sanders Nicholas ya está en el avión. Por favor adelántese, miembro.
Caminó sobre la vegetación semejante a musgo amarillo —era espesa, blanda y elástica, y su débil y seco aroma impregnaba el aire—, luego subió la escalerilla de metal y entró en una cabina muy semejante a la cabina de un avión de los humanos. Por su centro se abría un pasillo, entre filas de asientos. Bueno, ¿cuántas maneras había de transportar grandes cantidades de humanoides?
Los asientos eran más grandes que los de cualquier avión de los humanos: anchos y muy bajos, con brazos anchos y mucho sitio para las piernas. Curioso, considerando que los alienígenas —en conjunto— eran más pequeños que los humanos. No había ventanillas. Qué raro. ¿A aquella gente no le gustaba saber adónde iban?
El alienígena señaló con la mano la parte delantera del avión. Ella avanzó en esa dirección. A mitad de camino se topó con Nicholas. Se encontraba en un asiento junto a la pared de la cabina, encorvado y con la cabeza inclinada a un costado, apoyada en la pared. Lo habían envuelto en una manta. Tenía el rostro blanco como el papel y los ojos cerrados. Junto a él se sentaba un hwarhath.
—Nick —dijo ella, deteniéndose.
El alienígena que estaba junto a él levantó la vista brevemente y volvió a bajarla.
—Nicholas.
Él volvió levemente la cabeza y abrió los ojos. Anna tuvo la impresión de que no la veía. Después dijo algo en un idioma que no reconoció. Su voz parecía cansada.
El alienígena de Anna comentó:
—Creo que no sabe quién es usted, miembro. Está hablando en nuestro idioma.
—¿Qué ha dicho?
—Que no sabe nada. Creo que deberíamos continuar hacia delante.
Anna se sentó varias filas más adelante. El alienígena —¿cómo se llamaba? ¿Vai algo?— se sentó junto a ella y le explicó cómo ajustarse el cinturón de seguridad.
Un par de minutos más tarde se encendieron los motores. El avión despegó. Anna cogió el ordenador que se había llevado de su celda, lo activó y terminó de leer el fragmento dedicado a la blancura de la ballena.
El alienígena estaba callado, con las manos cruzadas, y no hacía absolutamente nada.
Dos horas más tarde, según el reloj del ordenador, el avión empezó a descender. Anna apagó Moby Dick. El avión aminoró la marcha. El ruido de los motores cambió. El aparato quedó suspendido en el aire y luego descendió. Un aterrizaje muy agradable; apenas se dio cuenta de que tocaba el suelo. Aquella gente parecía competente en todo: un rasgo inhumano.
Los motores se apagaron. Se desabrochó el cinturón.
—Por favor, quédese donde está, miembro. Primero bajaremos a Sanders Nicholas. ¿Puedo preguntarle qué está leyendo?
—Es la historia de un hombre que se obsesionó con la idea de cazar y matar un enorme animal marino.
—¿Y lo logró?
—El animal lo mató a él.
Oyó que se abría la puerta y notó entrar un aire húmedo que olía a mar. Detrás de ella, todos se movieron. Uno de ellos hablaba suavemente en el idioma de los alienígenas.
—Es una historia famosa —añadió Anna.
—¿Es decente? —preguntó el hwarhath.
—Supongo que sí. En realidad, no sé lo que su pueblo considera decente.
—Las historias sobre hombres o sobre mujeres. Pero no las historias sobre hombres y mujeres. Nos resulta difícil estudiar su cultura. Parecen obsesionados con actividades contrarias a la voluntad de la Diosa.
Por alguna razón, la voz cautelosa del alienígena le recordó la del guardia de Nicholas, el joven extraño llamado Hattin.
—Uno de los suyos custodiaba a Nicholas. ¿Qué le ocurrió? ¿Se encuentra bien?
—Encontramos su cuerpo. Sus cenizas serán enviadas a casa. Eso es importante. Cuando llega el final, nos gusta volver a casa.
El alienígena echó un vistazo hacia la parte trasera del avión.
—Ahora podemos marcharnos, miembro.
Ella lo siguió bajo una fría, fina y brumosa lluvia. Después de echar un vistazo a su alrededor, dijo:
—Ésta no es la estación.
—¿Su estación? No.
Los edificios que la rodeaban eran cuadrados, grises y monótonos. No había en ellos ventanas ni detalles arquitectónicos: sólo paredes lisas y desnudas. Seguramente había puertas, pero ella no las vio.
—¿Por qué estoy aquí?
—El Primer Defensor quiere hablar con usted.
—¿Por qué?
—Yo no soy una persona importante, miembro. El Primer Defensor no me dice lo que piensa.
Ella se quedó quieta unos minutos más, mirando los edificios grises y cuadrados, y se encogió de hombros.
—Dígame adónde debo ir.
—Allí —respondió, señalando.
Cuando se acercaron al edificio, ella distinguió una puerta que se encontraba al nivel de la pared y era apenas visible. Él la abrió y entraron en otro pasillo. Éste tenía las paredes grises de metal y el suelo alfombrado de un tono gris ligeramente más oscuro. Caramba, a aquella gente le encantaba ese color. En el aire flotaba un olor raro. ¿A qué? Algún animal desconocido. Del lado interior de la puerta había dos alienígenas armados con rifles. Uno se dirigió a su acompañante. Éste respondió.
El alienígena que había hablado en primer lugar movió levemente la cabeza. ¿Un gesto de asentimiento?
—¿Miembro? —le dijo su acompañante.
Bajaron por el pasillo. Allí había un gran despliegue de actividad. Los alienígenas pasaban junto a ellos y se movían con rapidez y con la gracia atlética que parecía característica de la especie. ¿Acaso entre los hwarhatb no había torpes? Nadie la miró directamente, pero tuvo la sensación de ser observada, de que la miraban de reojo. Aproximadamente la mitad de los alienígenas iban armados, la mayoría con rifles, aunque también vio algo parecido a revólveres, guardados en pistoleras.