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«Comunicar a la nave que estaba en órbita que habíamos desplegado misiles inteligentes. Un buen número de ellos, demasiados para encontrarlos y desactivarlos. Si hace algo, si empieza a moverse, la destruiremos y destruiremos a todos los humanos del planeta. No hay mejor amenaza que una gran-amenaza, Nicky.

Frunció el ceño y se rascó la enorme nariz, chata y peluda»

—Sólo había un problema. La segunda nave humana. Le dije al Primer Defensor que quería destruirla. Estaba demasiado cerca del punto de transmisión. Pensé que lograría escapar. Él dijo que no. Quería que yo me tirara un farol. Eso era un error, Nicky. Si hubiera conseguido esa nave, podríamos habernos tomado nuestro tiempo en el planeta. Analizar todos los sistemas de datos lentamente e interrogar a los humanos.

»El Primer Defensor cree que puede reanudar las negociaciones. No quería más violencia de la necesaria. Siempre es una estupidez ser moderado en la guerra.

—Es casi seguro que en esa nave había mujeres. ¿Igualmente la habría destruido?

—Sí. Por supuesto. —Se inclinó hacia adelante y apoyó sus gruesos brazos en la mesa—. Esos perversos desconocidos no son los primeros que intentan escudarse en las mujeres y los niños. No son los primeros que infringen las reglas de la guerra. En el pasado supimos cómo tratar a los que así ofenden a la Diosa.

El método habitual consiste en fundar una alianza. Se dejan de lado viejas disputas, al menos de momento. Los enemigos más acérrimos se unen y todos actúan contra el linaje ofensor.

Si es posible, no se hace daño a las mujeres ni a los niños, al menos directamente. Pero si no es posible detener el linaje criminal sin hacer daño a mujeres y niños, bueno, entonces se les hace; y los hombres que infligen el daño toman la opción en cuanto resulta apropiado. (Una de las cosas que realmente me gusta de los hwarhath es que se puede faltar a casi cualquier regla, siempre y cuando uno esté dispuesto a suicidarse después. Consideran que esto impide que su gente desarrolle malos hábitos.)

Nadie negociará con un linaje que haya infringido las reglas de la guerra, y sólo hay un posible desenlace: una solución definitiva. La aniquilación del linaje ofensor. Los hombres son asesinados y no se acepta a las mujeres ni a los niños en ningún otro linaje. Se convierten en vagabundos y parias. Cuando los niños varones maduran, son asesinados.

Si las mujeres tienen otros hijos —cosa que solía ocurrir en el pasado, aunque los hwarhath no quieren admitirlo—, estos nuevos hijos reciben el mismo tratamiento que todos los demás. No tienen lugar entre el Pueblo. Ellos también son criminales.

Al final, el linaje se extingue. Esto puede llevar una generación o dos, incluso tres. Jamás hay perdón. Los hwarhath creen en las consecuencias y en la genética. Hay ciertos rasgos que no quieren conservar.

Wally comentó:

—Tenemos dos alternativas. Podemos declarar que los humanos son personas que han quebrado las reglas de la guerra, o podemos declarar que no son personas.

—¿A qué se refiere?

Me miró fijamente con sus ojos de color amarillo claro. Su rango es superior al mío. Bajé la mirada.

—Podemos decir que los humanos son animales muy inteligentes, que pueden imitar el comportamiento de las personas pero que carecen de la cualidad esencial de la persona. No pueden distinguir entre lo bueno y lo malo. Carecen de juicio y de discernimiento.

»Creo que existe un buen argumento para esto, y si son animales entonces podemos tratar con ellos como lo haríamos con los animales. No necesitamos preocuparnos por las reglas de la guerra.

—Wally, me asustas.

Volvió a bostezar y a mostrar los dientes. Luego sonrió.

—Nosotros no somos amigos, Nicky. Nunca olvido lo que eres. Un desconocido. Un enemigo. Un traidor a su linaje. Creo que al final traicionarás a Ettin Gwarha.

—No opino lo mismo.

—Tal vez sea sin intención, pero tu espíritu se mueve en dos direcciones, y como todos los humanos te confundes fácilmente. Todo está mezclado. No puedes distinguir lo correcto de lo incorrecto.

Un par de alegres conversaciones matinales. Me fui a practicar hanatsin y luego a revisar las provisiones que el general había birlado a los humanos.

Del diario de Sanders Nicholas, etc.

SEGUNDA PARTE

LAS REGLAS DE LA GUERRA

I

El viaje se desarrolló según lo planeado. Hicieron el primer transbordo siguiendo las instrucciones impartidas por el enemigo, y llegaron en medio de la nada. Una nave hwarhath fue a su encuentro y les dio una nueva serie de instrucciones. Siguieron avanzando. La nave hwarhath se quedó y se aseguró de que nadie los seguía. Esto ocurrió dos veces más y después de cuatro transbordos llegaron a la estación enemiga.

La singularidad alrededor de la que giraba (a una distancia segura) no producía luz útil, y la estación sólo era visible como un gráfico de ordenador. Apareció en una pantalla de la sala de observaciones: un cilindro chato más parecido a un bote de sopa que a cualquier otra cosa.

Tal como se había acordado, su nave se detuvo a una distancia segura del bote de sopa y esperó la llegada de un vehículo alienígena. Anna guardó sus cosas. No le había resultado fácil decidir lo que quería llevarse de la Tierra y ahora tenía que volver a decidir. ¿Qué debía ponerse para la primera negociación con un enemigo alienígena y en su terreno?

Ropa cómoda y muy versátil. Ropa fácil de lavar y que no necesitara planchado.

Pero también —además— un traje que deslumbrara los ojos azul mate de los alienígenas, y si no los de los alienígenas (¿quién sabía lo que podía deslumbrarlos?), los de sus colegas del equipo diplomático, o los de Nicholas Sanders, el de la sonrisa agradable y la no tan agradable historia. Aunque no estaba segura de que él participara en la nueva ronda de negociaciones.

Cuando terminó de recoger sus cosas fue a la sala de observación y vio el bote de sopa que daba vueltas y giraba sobre su largo eje.

Allí estaba uno de sus colegas, un joven diplomático llamado Etienne Corbeau.

—No lo entiendo —dijo el joven—. Estas estaciones pueden tener cualquier aspecto. ¿Por qué las hacen tan horribles?

—Tal vez no las ven así. La belleza está en el ojo del que mira.

Etienne sacudió la cabeza.

—Yo creo en los absolutos estéticos. La moral es relativa, pero en el arte está la verdad.

—Tonterías.

—Vas a tener que aprender un nuevo vocabulario, querida Anna.

¿Por qué? Estaba en este viaje sólo por una razón: el enemigo había pedido su presencia. Los hwarhath sabían que no era una diplomática. Probablemente no esperaran que hablara como Etienne.

El enemigo envió el vehículo y los diplomáticos subieron: hombres humanos de sonrisas radiantes instalados en los amplios asientos de los alienígenas. Ella era la única mujer; los hwarhath lo habían especificado.

El aire del vehículo tenía un olor raro. Los hwarhath, pensó Anna al cabo de un instante. En los dos últimos años había olvidado su olor, pero ahora lo recordó. No era desagradable, simplemente no era humano.

Los miembros de la tripulación del vehículo llevaban pantalones cortos y sandalias. Eran corteses; Anna recordaba esta cualidad por su anterior encuentro con los hwarhath en el planeta de los seudosifonóforos; y se movían con el hábil garbo que, al parecer, era característico de la especie. Parecían más alienígenas que antes. Tal vez se debía a su nuevo atuendo, que ponía de manifiesto lo peludos que eran. O tal vez a sus pezones. Tenían cuatro, dispuestos en dos grupos de dos, grandes, oscuros y claramente visibles en los pechos anchos y peludos.