Anna se preguntó cuántos hijos tendrían los hwarhath en cada parto. Había averiguado todo lo que había podido, pero era muy poco lo que se sabía de los alienígenas. Sobre todo de las mujeres alienígenas.
—Esta gente siempre me ha puesto los pelos de punta —comentó Etienne. Estaba sentado junto a ella.
—¿Por qué?
—Los ojos. Las manos. La piel. Y su violencia. No estabas en el recinto cuando éste fue atacado.
No. En ese momento era prisionera del servicio de información militar de los humanos.
Notó una sacudida: el vehículo se desenganchaba de la nave humana, llamada Mensajero de la Paz. Un instante después la gravedad cambió y se aseguró de que llevaba los cinturones abrochados.
El viaje no tuvo nada de particular. Los motores se encendieron, se apagaron y volvieron a encenderse. La gravedad siguió cambiando. No había nada que ver, salvo la cabina sin ventanillas. ¿Los hwarhath no usaban más que colores industriales, y por qué sus colores industriales eran como los colores industriales de la Tierra? Por supuesto, no sabía nada de la óptica de los alienígenas. Tal vez aquellas paredes vacías en realidad estaban cubiertas de dibujos festivos invisibles para ella. Tal vez cuando los alienígenas miraban los diferentes tonos de gris, veían… ¿quién podía decirlo? Colores tan intensos como el fucsia.
Los diplomáticos conversaban nerviosamente a su alrededor. No decían nada importante. Los alienígenas podían estar escuchando. Delante de ella, el asistente del embajador hablaba de sus gladiolos, y Etienne describía su última visita al Museo de Arte Moderno de Nueva York.
Al cabo de una hora se produjo otra pequeña sacudida. El vehículo había llegado. Las puertas se abrieron y el equipo salió flotando, ayudado por los alienígenas, que no flotaban. Debían de llevar algo en la base de las sandalias que los sujetaba al suelo.
Era como llegar a una estación humana, pensó Anna. Un ascensor trasladó al equipo de diplomáticos desde el eje hasta el borde. Cuando el ascensor se detuvo, dejaron de flotar. Salieron en fila con gran dignidad, y los hwarhath de la tripulación los guiaron por un pasillo hasta una sala: grande, muy iluminada y con moqueta gris. El aire era fresco y olía a maquinaria y a alienígenas; había media docena de ellos de pie, esperando, vestidos con pantalones hasta la rodilla y nada más.
—No entiendo ese atuendo —comentó Etienne.
Ella echaba de menos los uniformes ceñidos que los hwarhath usaban antes. Pero ahora se les veía más cómodos, se parecían menos a guerreros de la era espacial.
Hubo un saludo oficial, pronunciado por un alienígena voluminoso con fuerte acento. No era el Primer Defensor. ¿Dónde estaba él? El embajador de los humanos respondió. Anna estaba demasiado lejos y tenía problemas para oír, pero de todos modos no estaba demasiado interesada.
Observó a los hwarhath y notó que uno de ellos le resultaba conocido: bajo, oscuro y elegante. Él la miró y sus ojos se cruzaron sólo un instante. Después de bajar la vista sonrió, y la sonrisa fue decididamente familiar: breve y resplandeciente, no más prolongada que su mirada. Hai Atala Vaihar.
Cuando los discursos concluyeron, él se acercó.
—Miembro Pérez.
—Observador Hai Atala.
—Me recuerda. Estoy encantado. Aunque debería comunicarle que he sido ascendido. Ahora soy portador.
—Enhorabuena.
Él le dedicó su radiante sonrisa.
—Como sabe, se decidió que usted tendría habitaciones propias separadas de las de los hombres. Yo la escoltaré.
Anna habló con sus colegas. Etienne pareció preocupado. El asistente del embajador le dijo:
—No estoy del todo satisfecho con esto, Anna. —El jefe de seguridad le dijo que tuviera cuidado. Hai Atala esperaba, cortésmente callado.
Al cabo de un par de minutos ambos recorrían un pasillo igual a los de la base hwarhath: grande, desierto, gris y lleno de alienígenas que se movían rápidamente con su habitual aplomo.
—Leí Moby Dick, como usted me aconsejó —le comentó el portador—. Un libro muy bueno y casi totalmente decente. He estado… ¿cuál es la palabra correcta? Acosando a Sanders Nicholas para que lo lea. Quiero comentarlo con un humano. Tal vez, mientras usted está aquí…
Al llegar a una esquina, doblaron por otro pasillo. Anna miró hacia delante. Una figura alta y delgada se encontraba de pie mirando en su dirección, cruzado de brazos y con un hombro apoyado en la pared gris del pasillo. Muy típico. Lo que recordaba de Nicholas era que se pasaba el tiempo holgazaneando, salvo al final.
El hombre se irguió y se separó de la pared, desplegando los brazos y separándolos de los costados. Debía de ser un ademán formaclass="underline" brazos rectos, manos en posición horizontal, con las palmas hacia adelante. Tenía los dedos juntos y los pulgares hacia arriba. ¿Qué significaba? ¿Tal vez «no tengo nada en las manos ni en las mangas»?
Hai Atala se detuvo e hizo el mismo ademán.
—Hola, Anna —la saludó Nicholas y sonrió. Tenía casi el mismo aspecto que dos años antes. Un poco más viejo, tal vez. Con más mechones grises.
Hai Atala anunció:
—Nicky hará las veces de escolta, miembro. No tengo parientes en la zona de la estación reservada a las mujeres. En realidad, no debería entrar. Nicky, al menos, pertenece a la misma especie que usted, y dice que es de la misma zona del planeta que usted.
—¿De veras? —preguntó Anna.
—Leí tu historial. Tú creciste en la zona de Chicago. Yo crecí en Kansas. Los dos somos del Medio Oeste. Eso casi nos convierte en parientes. ¿Puedo llevarte la bolsa?
—Se supone que no debo soltarla. El enemigo podría ponerme algo dentro. Un aparato de escucha, una bomba.
—Podemos escuchar perfectamente bien con los dispositivos de las paredes —intervino Hai Atala—. Y nadie haría estallar una bomba en su propia estación espacial. —El alienígena hizo una pausa—. En cualquier caso, no una bomba grande. Espero verla más tarde, miembro. —Dio media vuelta y se alejó. Anna lo observó mientras se marchaba.
—¿Es una alucinación, o se mueve aún más deliciosamente que el otro hwar?
—Les encanta ponerse nombres —comentó Nicholas—. Sobre todo a los hombres. Por lo general son nombres humorísticos y a menudo de un humor desagradable; pero su apodo es el Hombre Garboso. No sólo por la forma en que se mueve. Posee un espíritu garboso y también lo es en el trato social. Y tiene una mente mucho más abierta que la mayoría del Pueblo. Un joven muy bueno, que será muy importante si no se desencadena una guerra grave. Si acabamos combatiendo a la Confederación, tendrás el dudoso placer de tratar con Wally Shen.
—¿Y tú tienes algún apodo? —preguntó Anna.
—Un par. El Hombre al Que No le Gusta Responder Preguntas y el Hombre Que Odia las Moquetas. —Rozó con la sandalia la moqueta que cubría el suelo—. He vivido con esta cosa durante veinte años, y aún me arranca improperios.
Iba vestido con una camisa de color pardo, de manga larga, pantalones del mismo color y sandalias. Como antes, algo fallaba en su ropa, como si la hubiese confeccionado un sastre que no estuviera totalmente seguro de lo que hacía. Llevaba dos insignias redondas adheridas al cinturón: de metal esmaltado con emblemas que Anna no reconoció y algo que, casi con toda seguridad, eran letras.