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Salió a cubierta. El recinto diplomático se encontraba en la cumbre de la colina que se alzaba detrás del puesto de investigación. Era un grupo de cúpulas prefabricadas, apenas visible bajo la lluvia. La pista de aterrizaje, más allá del recinto, quedaba completamente oculta.

Pudo ver el puesto de investigación, con el aspecto de siempre: edificios bajos situados en medio de un paisaje de musgo amarillo. Las luces brillaban en las ventanas. Alguien salió por ana puerta, atravesó a toda prisa el espacio abierto y luego se agachó y entró por otra puerta. Sin correr, se dijo, simplemente apresurándose a causa de la lluvia.

Anna volvió a entrar e intentó activar otra vez el equipo de comunicación. Todavía nada. ¿Qué estaba ocurriendo?

Intentó mantener la mente concentrada en el problema que la ocupaba, pero no dejaba de pensar en la pista de aterrizaje y en el hombre que bajaba por la escalerilla del avión de los alienígenas.

La humanidad había encontrado a los bwarhath… ¿cuándo? ¿Hacía cuarenta años? En todo ese tiempo, nadie había cambiado jamás de bando, al menos que ella supiera. Estaban los otros, los incognoscibles, las personas de las horribles naves achaparradas y más veloces que la luz, que entraban en nuestro espacio y huían si nuestras naves las encontraban, o luchaban y quedaban destruidas. Después de cuarenta años de escaramuzas y espionaje, ¿qué sabía la humanidad sobre ellos? Conocía una de sus lenguas. Algo acerca de su capacidad militar. Habíamos trazado mapas con los límites de su espacio, pero nunca habíamos encontrado un planeta colonizado; sólo naves y más naves y algunas estaciones en la infinidad del espacio. (Anna había visto un holograma de una de ellas: un cilindro enorme que giraba a la luz de un sol rojo y apagado.)

Todo armado. Por lo que sabían los humanos, los alienígenas no tenían sociedad civil. La humanidad nunca había tenido una cultura —ni en Esparta, ni en Prusia, ni en Estados Unidos— tan completamente dedicada a la guerra.

¿Qué hacía entonces aquel hombre —este humano de aspecto absolutamente corriente, de pelo lacio y rubio— entre los alienígenas? ¿Era un prisionero? ¿Por qué habían llevado a un prisionero con su equipo de negociadores?

Volvió a salir a cubierta. Nada había cambiado. Tal vez debiera acercarse y preguntar qué sucedía. Pero si había problemas, lo mejor sería mantenerse al margen; y si había problemas, ¿no vería a un montón de gente corriendo y el destello de las armas de luz?

Pasó aproximadamente una hora yendo y viniendo de la cabina a cubierta. No ocurrió nada, salvo que los peces silbadores se hundieron en las profundidades del agua y no pudo oírlos más. Mierda. Mierda. Si hubiera querido estar en una guerra, se habría unido a los militares y habría recibido educación gratuita.

Finalmente, a la una, la pantalla de comunicación volvió a encenderse; vio el rostro de Mohammed, oscuro y delgado.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Anna.

—Hemos tenido un corte temporal de electricidad —respondió él con cautela—. No es probable que vuelva a ocurrir. Así me lo han asegurado.

Mohammed era el experto del sistema de comunicación. Él no echaba la culpa a otro cuando se trataba de un problema técnico; de modo que el problema no había sido técnico. Alguien había arrancado el enchufe.

—¿Qué ocurre con los alienígenas?

—Se han ido al recinto diplomático, como estaba previsto.

Ella abrió la boca y él alzó una mano.

—No sé nada más, Anna.

Ella apagó el equipo de comunicación y se dedicó a observar las otras pantallas.

A las dos, uno de los compañeros de Red entró en la bahía. Anna lo captó con el sonar; se desplazó rápidamente por la estrecha entrada del canal y se detuvo al notar la presencia de Red. De día las criaturas no utilizaban luces, sino que se comunicaban con productos químicos que expelían en el agua. Ninguno de los instrumentos de Anna conseguía captar los productos químicos a esa distancia. Sólo pudo observar los dos puntos en su pantalla. Permanecieron inmóviles durante un buen rato.

Finalmente, el nuevo alienígena avanzó. No se acercó a Moby Dick, aunque no tenía forma de evitar la masa flotante, y Moby tenía un parecido superficial con un alienígena. Lo suficientemente bueno para burlar a Red, al menos al principio. Pero aquel individuo no demostró el más mínimo interés, lo que parecía indicar que había obtenido información de Red.

Anna imaginó una conversación.

¿Hay alguien ahí?

Sólo esa extraña criatura que puede hablar como nosotros pero que nunca intenta comerse a nadie ni joder.

¡Ah, bueno! No hace falta molestarse siquiera en decir hola.

La criatura se detuvo en medio camino de la bahía. A las tres llegó María.

—Llegas tarde.

—Me he entretenido en la estación. Esto te va a volver loca, Anna. Un centenar de trabajadores sobre el terreno, todos especulando al mismo tiempo, y ninguno tiene suficiente información para decir algo que tenga sentido.

—Fantástico. Red tiene compañía. Acaba de llegar, y no ha intentado acercarse a Moby. Si no son inteligentes, lo simulan muy bien.

María sacudió la cabeza.

—Lo que tenemos aquí, Anna, es un puñado de medusas enormes con un extraño sistema nervioso. Una especie inteligente la forman esas personas que se encuentran en la colina.

—Quizá —dijo Anna.

Regresó lentamente al puesto. La lluvia se había convertido en niebla y los animales nocturnos salían de sus madrigueras. La mayoría eran de una misma especie: largos y segmentados, y con múltiples patas. Sus lomos brillaban bajo la luz de las farolas. (¿Cuál era el nombre correcto de las cosas que se encontraban a decenas de años luz de la calle más cercana?)

Supo que eran cazadores; buscaban los gusanos que saldrían a la superficie atraídos por la humedad, no de un modo inteligente, aunque estaban espléndidamente preparados para lo que hacían. Los alienígenas de Anna eran diferentes. Tenían cerebros, hasta diez en un solo animal, todos interconectados; pero Red y sus compañeros de la bahía tenían unos cinco cerebros como máximo. Estaban semidesarrollados. Los individuos grandes, con zarcillos de un centenar de metros de largo, nunca se apareaban ni salían del océano profundo.

María tenía razón con respecto al puesto. El comedor estaba lleno de gente, y el nivel de ruido era más alto de lo habitual. Se sirvió la comida y fue a buscar a Mohammed. Estaba en una mesa de un rincón, rodeado de gente que lo miraba atentamente. Era evidente que querían saber lo que había ocurrido con el sistema de comunicación.

Anna se detuvo con la bandeja en la mano y Mohammed alzó la vista.

—No quería hablar del sistema de comunicación, Anna. Durante la transmisión del aterrizaje tenía a mi lado a un militar. Cuando ha visto lo que salía del avión, ha cortado la electricidad y no ha querido volver a conectarla durante más de una hora. ¡Criptofascista! Te aseguro que me he puesto furioso.

—¿Alguien sabe qué le ha ocurrido al hombre? —preguntó alguno de la mesa.

—Debe de estar en el recinto diplomático, ¿no? No está en la estación, y no habrán dejado al pobre individuo bajo la lluvia, en la oscuridad.

Anna sonrió. Aquello era típico de Mohammed. Había utilizado una palabra como «fascista» como si supiera lo que significaba, y al mismo tiempo creía que la gente era civilizada. Existe una forma correcta de comportarse; no se puede dejar a un miembro de una misión diplomática bajo la lluvia.

Alguien más dijo:

—No se saldrán con la suya, ¿verdad?

Ella no supo a quién se refería… ¿A los hwar? ¿A los militares humanos? Y no estaba interesada en escuchar las especulaciones. Hizo a Mohammed un gesto de asentimiento, dio media vuelta y buscó una mesa en la que hubiera un sitio vacío.