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Atravesaron los aposentos de las mujeres sin ver a nadie; salieron por una de las enormes puertas dobles.

En el pasillo había un hwarhath de pie: enorme, flaco y gris, vestido con los pantalones cortos de costumbre. Dio un paso adelante. Había algo raro en su manera de moverse. Era torpe, y los miembros del Pueblo nunca lo eran.

Extendió la mano izquierda y se la miró.

—¿Es correcto? Estoy intentando estrecharle la mano.

—La otra mano —dijo Anna.

Extendió la otra y se saludaron.

—¿Lo he hecho bien?—preguntó el hwar.

—Demasiado fuerte. Probemos otra vez.

Mientras lo hacían, Nicholas los observaba. Su rostro expresaba inquietud y diversión.

—Tenemos que irnos, Anna.

Dieron media vuelta y se marcharon los tres juntos. No había dudas con respecto a la forma en que se movía el alienígena; era el primer hwarhath sin coordinación que conocía.

—Mats ha olvidado presentarse —aclaró Nicholas—. Es Eh Matsehar. Es un adelantado, lo que significa que su graduación es superior a la mía, y ha sido temporalmente asignado al personal del general, sobre todo para que pueda estudiar a los humanos. La mayor parte del tiempo trabaja en el Cuerpo de Arte. Es el mejor dramaturgo de la actual generación.

—El mejor dramaturgo masculino —especificó Eh Matsehar—. Amit Asharil es muy buena, probablemente tan buena como yo, aunque en realidad el trabajo de hombres y mujeres no es comparable.

—Manzanas y naranjas —comentó Nicholas en tono cordial.

—Conozco la expresión —señaló el alienígena—. Son dos clases de fruta que crecen en tu planeta madre, y por alguna razón que no acabo de comprender, no se pueden comparar.

—Ajá —repuso Nicholas.

—Y usted —el hwarhaht inclinó la cabeza y miró de reojo— es Pérez Anna, la última víctima de Nicky.

—¿Qué?

—Podemos hablar de eso en otro momento —sugirió Nicholas.

—¿Por qué no ahora? —insistió Eh Matsehar.

—No sé quién está escuchando.

—¿Aquí fuera? —El alienígena miró a su alrededor—. Imagino que nadie. ¿Qué pueden oír? Chismorreos.

—Tal vez —respondió Nicholas.

Habían recorrido una serie de pasillos, casi todos idénticos: paredes desnudas y moqueta de trama apretada, todo (como de costumbre) gris. El aire era fresco, casi frío. Olía a metal y a alienígenas. Pasaron unos hwarhath junto a ellos, no tantos como el día anterior. ¿La delegación de humanos había llegado con el cambio de turno? ¿Los hwarhath organizaban su trabajo por turnos?

Llegaron a un pasillo custodiado por dos soldados armados con rifles.

—Ésta es la estación de Conferencia-con-el-Enemigo —anunció Nicholas—. Eso significa su nombre; y éste es el sector Conferencia-con-el-Enemigo de la estación. A partir de aquí te acompañará Matsehar. Tengo que ocuparme de otros asuntos.

Anna se fue con el alienígena. Éste la condujo hasta una sala ocupada por los miembros del equipo de negociación de los humanos y la dejó allí. El jefe de seguridad —un hombre delgado y oscuro, vestido de paisano y con un corte de pelo de paisano— dijo:

—¿Todo ha ido bien? —Tenía un melodioso acento caribeño. El capitán Mclntosh.

—Estupendo. He conocido a algunas de las mujeres.

—¿Ah, sí? —preguntó el asistente del embajador—. ¿Es más fácil tratar con ellas que con los hombres?

—Creo que no —respondió Anna.

El asistente del embajador frunció el ceño.

—No estoy seguro de querer oír eso, Anna. Verá la reunión desde aquí. No podríamos hacerles ceder en ese aspecto. No quieren que esté presente en la misma sala de la reunión, aunque nos pidieron que la trajéramos.

A Anna le pareció bien.

Los demás salieron en fila. La puerta se cerró tras ellos y Anna miró a su alrededor: otra habitación gris con moqueta. Había una silla frente a una pared desnuda. Como de costumbre, la silla era grande, baja y mullida. Se sentó y la pared desapareció. Vio otra habitación, más grande que la que ella ocupaba, con dos filas de sillas, idénticas —por lo que pudo ver— a la suya. Llegaban hasta la mitad de la sala y estaban colocadas una frente a otra. Aparte de las sillas, la nueva habitación estaba vacía. Las paredes eran del color habitual, desnudas y sin ventanas.

Qué raro, pensó mientras se acomodaba. El Pueblo parecía ir y venir entre un tipo de diseño funcional realmente triste y la clase de muebles que había visto en los aposentos de las mujeres: ricos, ornamentados, de bella factura. ¿Se trataba sólo de una diferencia entre lo masculino y lo femenino? ¿Los hombres estaban condenados al gris acorazado, mientras que las mujeres vivían entre alfombras, tapices y maderas de brillo nacarado?

La gente empezó a entrar en la habitación grande, el holograma: primero los humanos, que entraron por una puerta que ella no podía ver y ocuparon una fila de sillas. Cuando estuvieron todos instalados, esperaron. Todo aquello había sido hablado y acordado: cómo entrarían y dónde se sentarían.

Los hwarhath entraron por el otro lado. Se habían puesto el uniforme de guerrero espacial. Las botas, altas, negras y brillantes, tenían un aspecto realmente poderoso, arrogante, militar. Eran mucho más impresionantes que las sandalias.

El primer hombre que apareció ante su vista era notablemente más bajo que quienes le seguían. Giró en un extremo de la segunda fila de asientos y caminó hasta la silla central; luego se detuvo y se quedó de pie frente a los humanos: un individuo achaparrado, de pecho ancho. Iba muy erguido, como los demás; Anna nunca había visto a un hwarhath encorvado. Y tenía la habitual facilidad de movimientos y el porte de los alienígenas, y algo más. ¿Qué era?, se preguntó Anna. ¿Confianza? ¿Definición? ¿Era ésa la palabra adecuada? La cualidad de ser definido. Los otros hwarhath se acomodaron a ambos lados de él. Anna reconoció a Hai Atala Vaihar, que se colocó exactamente a la izquierda del hombre bajo y un poco por detrás. Los hwarhath se situaron muy cerca de la fila de sillas, asegurándose de que el hombre achaparrado quedara delante, solo.

El hombre miró brevemente de lado para cerciorarse de que sus hombres estaban en posición, luego echó un vistazo al embajador humano y asintió. Todos se sentaron, alienígenas y humanos, y comenzaron las presentaciones.

El hombre bajo era el Defensor-de-la-Hoguera-con-el-Honor-en-Primer-Término, Ettin Gwarha. El general de Nick inclinaba la cabeza ligeramente hacia donde se encontraba Hai Atala Vaihar, el encargado de la traducción, pero por lo demás se mantenía erguido, mirando a los humanos con serenidad, o tal vez indiferencia. Cuando por fin habló, en el lenguaje alienígena, ella reconoció su voz: profunda y suave, un tanto áspera. No dio muestras de comprender el inglés, aunque a esas alturas todos sabían que lo comprendía.

Tras las presentaciones llegaron los discursos.

Tal vez ella no era la persona adecuada para aquel trabajo. No tenía mucho aguante para aquello. Al menos no estaba en la sala de reuniones. Podía moverse y pensar en algo más interesante. En los micrófonos ocultos en su equipaje, en la decoración de interiores de los alienígenas, en el promedio de hijos que daban a luz los hwarhath. Resultaba curioso que hubiera sido capaz de observar las criaturas de la bahía durante horas sin aburrirse ni impacientarse. Tal vez porque, por lo que sabía, no decían falsedades. Estaban realmente atrapadas entre el temor y el deseo de aparearse. Realmente querían tranquilizarse unas a otras.

¡Dios, echaba de menos aquel sitio! No había vuelto desde que el servicio de información militar la había obligado a marcharse del planeta. Cerró los ojos durante un instante y se imaginó otra vez con el pobre y viejo Mark, que aún yacía —por lo que ella sabía— en el fondo de alguna trinchera submarina; el cielo azul por encima de su cabeza; las colinas doradas a su alrededor; el agua límpida de la bahía llena de seudosifonóforos y la luz exacta para que los cuerpos transparentes resultaran visibles.