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Anna sacudió la cabeza.

—Hay montones de animales que forman comunidades.

—No como las nuestras. No se me ocurre ningún animal que esté tan intensa y continuamente interesado por sus iguales como nosotros y los miembros del Pueblo.

»Si tus individuos perdieran su época de apareamiento, si estuvieran interesados en sus iguales todo el tiempo, si los ejemplares grandes conservaran algún interés por el sexo, entonces tal vez se verían obligados a crear una cultura. Quizás empezarían a desarrollar un auténtico lenguaje. Tal vez empezarían a ser inteligentes.

—¿Estás planteando esto en serio? —preguntó Anna.

Él se echó a reír.

—Lo más probable es que no. Pero hablo en serio con respecto a la falta de una cultura, y tal vez querrías escuchar lo que tengo que decir de la lengua. Ése es un tema del que algo sé.

»He venido a decirte algo y me había olvidado. Las mujeres hwarhath se están impacientando. Quieren hablar contigo otra vez; pero el general no quiere soltarme. Así que las mujeres llevarán su propio traductor; es una mujer. Yo asistiré a un par de encuentros para supervisar su trabajo. Después me retiraré, lo cual es una pena. Tengo el presentimiento de que las mujeres van a resultar mucho más interesantes que los diplomáticos. Pero el general ha hablado. Había venido para decírtelo. No sé muy bien por qué he terminado analizando tus criaturas. —Dejó el tazón. Ella volvió a ver el brillo del brazalete de oro y jade—. No. Es mentira. He empezado a hablar de las criaturas porque te ha turbado mucho la grabación, y tu reacción me ha inquietado. El conocimiento es el único consuelo seguro. Creo que te lo dije una vez. Y sólo hay dos actividades que te hacen olvidar siempre el sufrimiento de la vida: practicar el sexo y jugar con las ideas —se puso de pie—. ¿Quieres que me lleve la grabación?

—No. Déjala.

Él le señaló a manejar el proyector y luego le dio las buenas noches. Cuando se fue, ella puso la grabación. La pared volvió a desaparecer y Anna contempló la colina donde se alzaba el recinto de los diplomáticos. ¿Dónde se había alzado?

Sus animales emitieron mensajes destellantes. Anna se bebió el resto del café con coñac. Nick estaba equivocado, pensó, influido por el tipo de inteligencia que poseían los humanos.

Imaginó los miembros adultos de sus criaturas flotando en las corrientes oceánicas y arrastrando los zarcillos que se extendían un centenar de metros o más. Sus cuerpos en forma de campana contenían una docena de cerebros, apenas visibles a través de la carne transparente. Tenía que existir una razón para tantas neuronas y tanta información. Imaginó intelectos enormes, fríos, solitarios, dedicados a la contemplación, una especie para la que el desapego era natural. Para ellos era innecesario el Paso Multiplicado por Ocho. Las Cuatro Verdades Nobles estaban fuera de lugar. No se preocupaban por la lujuria ni por la avaricia. No necesitaban que el Mono les llevara cestos llenos de Escrituras. Ya habían conseguido algún tipo de ilustración.

En ese momento se dio cuenta de que el coñac le estaba haciendo efecto.

Fue al cuarto de baño y se dio una ducha. Después se metió en la cama. Cubría el techo una nebulosa rosada cuyos filamentos hacían que pareciera una rara neurona. Más allá y a su través brillaban multitud de estrellas.

XI

Al día siguiente comentó con sus colegas la conversación.

—Es una lástima que pierdas el contacto con él —comentó el capitán Mclntosh.

—¿Por qué? —preguntó Anna.

—Me gustaría tener la posibilidad de conocerlo mejor —le respondió Mac—. Directa o indirectamente.

—Nada de conspiraciones, capitán Mclntosh —intervino Charlie Khamvongsa.

—Pertenezco al ejército regular, amigo. No nos dedicamos a conspirar. Pensamos estratégicamente.

Charlie se echó a reír.

—De acuerdo. Pero deje tranquilo a Nicholas Sanders.

Hai Atala Vaihar la acompañó de regreso por los pasillos fríos y brillantes de la estación.

—¿Le contó Nicky que encontré el otro libro?

—Sí.

—¿El río es real? ¿Existe en la Tierra?

—¿El Mississippi? Sí.

—Me gustaría verlo.

Anna decidió no contarle cuánto había cambiado: con los bosques talados, casi todos los remansos secos, el río mismo reducido (en muchos sitios) a un canal recto y estrecho, con apenas profundidad para la navegación. Los animales —águilas y garzas, peces, almejas, osos, pumas, venados, mapaches y zarigüeyas— habían desaparecido casi por completo.

Trescientos años de civilización. Cien años de la Gran Sequía del Medio Oeste. Ahora resultaba doloroso leer a Mark Twain.

—Mi país se encuentra en el interior —comentó Vaihar—. Y me crié cerca de un río, aunque no era un río grande. Solía explorar el fondo e ir a las islas. —Hizo una pausa—. No entiendo qué ocurre entre Huck y Jim.

—Hace años que leí el libro.

—Si fueran miembros de mi especie, sabría exactamente qué sucede, y diría que está mal. Son de diferente edad. Siempre hay que proteger a los niños. Pero… —Arrugó el entrecejo y se detuvo en medio del pasillo—. Parecen tener la misma edad. El chico no ha recibido cuidados suficientes, y al hombre no se le ha dado suficiente autonomía. De modo que el chico parece un hombre, y el hombre tiene algunos de los rasgos de un chico. ¡Qué raro! ¡Los humanos lo mezclan todo!

Siguió caminando y Anna avanzó con él.

Cuando llegaron a la entrada de los aposentos de los humanos, Vaihar habló de nuevo.

—Hay un momento en que los chicos empiezan a enamorarse unos de otros como debe ser. Sueñan con escapar. —Miró a Anna brevemente—. Por lo general descubren el amor al mismo tiempo que comprenden cuánto debemos a nuestras familias y al Tejido. La infancia casi ha terminado. La edad adulta se acerca.

»No es una etapa fácil. Queremos… —hizo una pausa— huir, eludir toda responsabilidad. No nos interesa nada más que nuestro amor.

»Este libro es eso. El sueño de una huida. Pero nada es correcto. Nada es exactamente como debería ser. Creo que comprendo, y luego no comprendo. Es muy turbador.

La dejó. Ella entró en sus aposentos.

Esa noche Anna siguió mirando la grabación. Sus alienígenas habían vuelto a su mensaje azul y verde. Yo soy yo. No pretendo hacer daño. El mensaje brilló débilmente entre la lluvia. Pudo ver las luces amarillas de la estación de investigación en el extremo de la bahía. Los hwarhath debían de estar allí cuando se realizó la grabación, registrando los ordenadores e interrogando a sus amigos. Imaginó a los miembros del Pueblo, precisos y corteses, recorriendo los conocidos pasillos, como bailarines o contables.

Pocos días más tarde, Vaihar reapareció en las negociaciones, y esa tarde Nicholas se quedó de pie en la entrada de los aposentos de los humanos. Iba vestido con su ropa de paisano: el raro atuendo de color castaño.

—Tsai Ama Ul quiere hablar contigo.

—De acuerdo.

Fueron a la sala en la que habían estado anteriormente. Dos mujeres los esperaban. Anna reconoció a una de ellas: la mujer de Tsai Ama, esta vez vestida con una túnica blanca y plateada. La segunda mujer era de la misma estatura que Anna, delgada, con una túnica de color azul verdoso sencilla, sin brocados, aunque las piezas mostraban un brillo sedoso. Su pelaje era tan negro como el de Tsai Ama Ul.

—No mires a Ul a los ojos —le indicó Nicholas en voz baja—. Pero la otra mujer es tu igual. Mírala de frente. Asegúrate de colocarte por delante de mí. Yo soy el más joven aquí, y no estoy relacionado con nadie más que contigo.