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—Mats viene hacia aquí. Te escoltará hasta el vehículo y éste te llevará hasta la nave de los humanos. No sé qué sugerirte a partir de ahí. Dile al capitán lo que está ocurriendo. No creo que él pueda escaparse. Dudo que quiera abandonar al resto del equipo de negociación. No se me ocurre nada mejor. Ganaremos tiempo y significará que Gwarha no puede hacer nada para evitar que se propague la información, a menos que quiera llevarse la nave de los humanos. Mierda. No sé si esto arreglará o empeorará la situación.

—¿Qué harás tú?

—Quedarme aquí y asegurarme de que Gwarha no se suelta.

—Ven a la nave, Nick.

—No seas ridícula. No pienso ponerme en manos del servicio de información militar.

—¿Crees que eso sería peor de lo que va a ocurrirte aquí?

—Es cierto que no me gusta responder preguntas, y el Pueblo no va a hacerme ninguna.

Una voz dijo:

—Aquí estoy, Nicky.

—Adelante —repuso Nicholas y se acercó a la puerta—. Él no puede ver nada de esto; no le cuentes nada. No quiero causarle problemas.

Esperó a que ella se acercara a la puerta; luego la abrió, la hizo salir y salió tras ella. La puerta del despacho del general se cerró.

Matsehar lo miró.

—¿A qué viene tanta prisa?

—Anna necesita que la vea un médico humano.

—Espero que no sea nada serio.

Había un algo de surrealista —¿era ésa la palabra adecuada?— en toda la situación y en la pregunta amable de Matsehar. ¡Qué joven encantador! Un poco peludo, tal vez, y educado para pensar que no había nada malo en la violencia; pero, de todas formas, una compañía deseable en cualquier situación. ¡Hablaba tan bien el inglés!

—No —respondió ella—. Nada serio. Pero no puedo perder tiempo.

—Por supuesto.

La puerta que daba al pasillo se abrió. Los soldados se habían marchado. Un problema menos. Anna salió, seguida por Matsehar. Nick se detuvo en la entrada. Al llegar a mitad del pasillo, ella se volvió una vez para mirarlo. Nick seguía en la entrada, ahora con las manos en los bolsillos y una expresión de leve preocupación.

Matsehar empezó a hablarle a Anna de su versión de Macbeth. Casi estaba terminando. Todos los planes de la ambiciosa madre y su hijo fracasaban. La madre había muerto después de tomar la opción de una forma no muy decorosa, impulsada por la locura y para escapar del sentimiento de culpabilidad.

Ahora su cruel hijo estaba solo, luchando con las consecuencias de sus actos. Había llegado a un estado de total desesperación.

—¡Escucha! —dijo Matsehar.

El día de mañana y de mañana y de mañana, Se desliza, paso a paso, día a día, Hasta la sílaba final con que el tiempo se escribe; Y todo nuestro ayer iluminó a los necios La senda de cenizas de la muerte. ¡Extínguete, fugaz antorcha! La vida es una sombra tan sólo, que transcurre; un pobre actor Que, orgulloso, consume su turno sobre el escenario Para jamás volver a ser oído; es una historia Contada por un necio, llena de ruido y furia, Que nada significa.

—¡Qué lenguaje tan espléndido! Sólo espero poder traducir este fragmento tan bien como se merece. Si hay algo que los humanos saben hacer, es escribir. —Hizo una pausa y añadió—:

Y debo decir que me gusta Macbeth. Su coraje es incuestionable. Nunca cede, ni siquiera cuando ha llegado a la desesperación total. Eso es lo que ocurre cuando se ignora la conducta normal y decente. Macbeth y su madre tendrían que haber agasajado al viejo rey como correspondía y dejarlo seguir su camino.

—Aja —respondió Anna.

—¿Ocurre algo?—preguntó él.

—No quiero hablar de eso.

Él guardó silencio durante un rato; la guió por una serie de pasillos que no le resultaban familiares.

—¿Nick tiene problemas? —preguntó por fin.

—Sí.

—¿Deque clase?

—No puedo decírtelo.

—¿Debo volver y preguntárselo?

Ella reflexionó.

—No quiere involucrarte.

—Entonces es algo grave. Será mejor que regrese en cuanto te deje a ti.

Llegaron a un ascensor que los llevó hasta gravedad cero y entraron flotando en el vehículo; éste estaba vigilado por un par de tripulantes hwarhath que se mantenían pegados al suelo gracias a las sandalias. Anna encontró un asiento y se abrochó el cinturón.

Matsehar la saludó:

—Adiós. Espero que tu problema, sea cual fuere, se resuelva pronto.

Salió. Anna oyó que la puerta se cerraba.

Uno de los tripulantes dijo:

—Miembro Pérez, debemos decírselo. Hay otro pasajero.

XXV

Observé a Gwarha. Seguía inconsciente, lo cual resultaba preocupante. A aquellas alturas tendría que haber vuelto en sí. Recorrí la habitación de arriba abajo, intentando no pensar en el futuro. Sabía que no elegiría la opción. Hubiese podido hacerlo mientras estaba en prisión —más de tres años— y nunca me atrajo lo más mínimo, a pesar de que mi única alternativa era pasarme el resto de la vida en doce habitaciones minúsculas con otros seis hombres de la tripulación del Free Market Explorer. Militares de carrera. Era como un círculo del infierno de Dante, o como la obra del filósofo francés, fuese cual fuera su nombre.

Alguien dijo:

—Nicky.

Era Matsehar. Estaba en la antesala.

—¿Por qué has vuelto?

—Anna me dijo que ocurría algo.

—Se equivoca. No se encuentra bien. No ocurre nada.

—Sal un momento —me dijo—. Sabes que cuando hablo con alguien me gusta verle la cara.

Mierda, sí, lo sabía, y también sabía que Mats podía ser tan terco como una muía. Era probable que no me dejara en paz hasta que hubiera conseguido su propósito.

—Espera. —Volví a mirar a Gwarha. Seguía inconsciente. Los nudos estaban apretados y su pulso era fuerte y regular.

Entré en la antesala a toda prisa para que Mats no pudiera ver el interior del despacho.

Estaba de pie, con los hombros muy erguidos y la expresión que suele adoptar cuando discute con los actores y los músicos: una severa determinación combinada con la idea de que tiene razón. Mats no ve el mundo con matices salvo, a veces, cuando escribe una obra.

—No te creo. No soy un experto en humanidad, pero Anna parece perfectamente sana, y no creo que sea una mentirosa.

El mentiroso era yo, como todo el mundo sabía. ¡Vaya fama!

—No se encuentra bien, Mats. Te lo aseguro.

Él siguió con su obstinada actitud.

—Hoy el Primer Defensor no está de buen humor. —Lo cual era un eufemismo—. Creo que lo mejor será que te vayas antes de que se ponga furioso.

Mats miró la puerta del despacho del general.

—Está ahí dentro.

—Sí.

—Me gustaría verlo.

—¿Para qué? No tienes nada que decirle y jamás os habéis tratado.

—Estoy a sus órdenes. Tengo derecho a verlo. Quiero verlo.

En ese momento tomé conciencia del equipo de vigilancia que estaba instalado en la antesala. Lo más probable era que no hubiera nadie vigilando, salvo un programa de ordenador. Pero si el programa decidía que estaba ocurriendo algo raro, alertaría a alguien, y yo tendría problemas. No es que no los tuviera ya, tal como estaban las cosas.

Maldije al Pueblo y su manía de perseguirse mutuamente. ¿Por qué no me había enredado con una especie menos paranoica? ¿O con un sexo menos paranoico?