—¿Crees en los fantasmas? —preguntó Anna.
—Sí y no —repuso Matsehar—. Pero, reales o no, sería bueno tener un lugar donde guardarlos.
¡Al demonio con aquella gente! ¿Es que no habían oído hablar del término medio? ¿Cómo podía responder «sí y no»?
Al cabo de pocos días llegó a la estación la primera delegación del Tejido: cinco mujeres corpulentas de edad mediana, vestidas con ricas túnicas. Llevaban una nueva traductora: una mujer alta y demacrada, de pelaje color gris acero y un aire de absoluta seriedad. Se llamaba Eh Leshali y era prima hermana de Eh Matsehar.
Según Leshali, Matsehar había dicho a sus parientes que aprendieran inglés.
—Cuantos más, mejor, dijo. Es el único consejo que nos ha dado Matsehar en la vida. Dijo que seguramente nos sería útil. Así que lo aprendimos. Mats es raro, pero a nadie se le ocurriría decir que es estúpido.
Eso era verdad, aunque Anna no lo consideraba especialmente raro. En muchos sentidos, le parecía el alienígena más normal que había conocido, tal vez porque carecía de la certeza que tenían los demás. Mats consideraba que el universo estaba lleno de ambigüedad. Vaihar no lo veía así; diferenciaba lo bueno de lo malo. En cuanto a Ettin Gwarha, ella tenía la impresión de que quizá veía el universo tal como lo veía Mats, pero que se negaba a hacerlo, como quien aparta la mirada de algo enorme y terrible.
Pero tal vez estaba equivocada. ¿Qué sabía realmente de los alienígenas? Más de lo que sabía al llegar a la estación, pero mucho menos de lo que las mujeres hwarhath sabían de la humanidad. A Anna le sorprendía la cantidad de información que poseían. Después de pensarlo, se dio cuenta de que su sorpresa no era fundada. Durante más de veinte años Nicholas Sanders había estado haciendo todo lo posible por descubrir el pastel.
Los alienígenas disponían de muchos datos. Ahora querían una explicación. ¿Cómo podía ser así la humanidad? ¿Cómo era ser un humano? ¿Cómo era ser una mujer en la Tierra?
Ella respondió lo mejor que pudo. Al menos no tenía que preocuparse por la posibilidad de revelar información estratégica. Descubrió que explicaba cosas como el cuidado de los niños, o la filosofía ética humana, o su propio trabajo con la conducta animal.
Inofensivo, dijo Cyprian Mclntosh.
Llegaron otras mujeres a la estación y el primer grupo se marchó. Tsai Ama Ul se fue con éste.
La necesitaban en casa, según dijo Ettin Gwarha a Anna. La discusión sobre la humanidad avanzaba, aunque nadie podía afirmar cómo iba a terminar, y las mujeres de Ettin decidieron presentar a todos sus posibles aliados.
Las dos traductoras se mantuvieron en un segundo plano. A sus alturas, Anna había trabado amistad con Ama Tsai Indil. Pero Eh Leshali, que parecía carecer totalmente de sentido del humor, no le caía demasiado bien.
Seguían llegando mujeres. Algunas se quedaban unos días, la observaban como si fuera algo realmente raro —un pájaro exótico, un objeto encontrado debajo de una roca—, le hacían un par de preguntas breves y se marchaban. En general, eran políticas, le señaló Indil. Las científicas y filósofas y teólogas se quedaban un poco más. Anna mantenía con ellas conversaciones interesantes.
De vez en cuando hablaba con Ettin Gwarha en sus aposentos o en el despacho de él, lugares donde podían hacerlo con tranquilidad.
Las tías de Gwarha habían planteado la cuestión de si la humanidad debía ser invitada a defenderse ante el Tejido; el gobierno hwarhath decidió que no. Se mostraban reacios a llevar a los humanos al mundo nativo, y en realidad no querían explicar qué les resultaba tan atemorizante de la conducta humana.
Anna fue invitada, junto con Nicholas y diversos prisioneros humanos: una variopinta colección de espías y militares de carrera y personas como ella, científicos que por una u otra razón habían sido sorprendidos por la guerra.
La discusión con el Tejido fue feroz, le comunicó el general. Sus tías aún no estaban dispuestas a predecir el resultado de las votaciones.
—Ellas no me lo cuentan todo, miembro, y aún menos cuándo envían mensajes. No hay ninguna vía de comunicación absolutamente segura, menos todavía si llega al perímetro.
Era espeluznante que el Pueblo dijera cosas como ésa, que le recordaban lo competitivos que eran, cuan violentos e irrespetuosos con la libertad y la intimidad personal. Sin embargo, a ella le caían bien. ¿Por qué? ¿Por el pelaje? ¿O por sus orejas grandes? ¿Por su honestidad? ¿O por su resistencia a lastimar a las mujeres y a los niños, un rasgo que le parecía absolutamente encantador?
Los hwarhath aún se cuidaban de lo que le decían, aunque las mujeres eran menos cautelosas que los hombres. Sin embargo, estaba aprendiendo cosas de su cultura. Las preguntas que las mujeres le hacían eran reveladoras, lo mismo que las respuestas a sus preguntas.
Era posible que no comprendieran realmente a lo que ella se había dedicado profesionalmente antes de los acontecimientos que habían tenido lugar en Reed 1935-C. Estaba entrenada para observar sociedades animales carentes de lenguaje. Existía más de una forma de comunicarse, aunque los animales verbales tenían tendencia a olvidarlo: el movimiento, la postura, la entonación, la mirada. Los hwarhath eran muy expresivos físicamente. Las mujeres no tenían que usar la palabra para darle información. Anna notó la excitación que experimentaba cada vez que lograba dar sentido a sus observaciones.
Los otros miembros del equipo humano se estaban impacientando. Nadie había previsto que las negociaciones se prolongaran tanto; la primera ronda había terminado relativamente rápido. Charlie dijo que no podía pedir al gobierno de la Confederación que los mandara a casa. Se habían hecho muchos progresos.
Los negociadores habían concretado todos los detalles del intercambio de prisioneros y ahora discutían la forma de que las dos especies vigilaran sus fronteras en caso de que se llegara a un acuerdo. No era fácil, dijo Charlie. Las fronteras tenían demasiadas dimensiones y su continuidad no resultaba comprensible para la gente corriente.
¿Cómo se vigila algo que no se puede visualizar ni imaginar?, preguntó.
Anna no conocía la respuesta.
A mitad de año, Charlie pidió autorización para enviar parte de su equipo al espacio humano y traer gente nueva. Necesitaba físicos.
Los dos principales parecían incómodos y dijeron que tenían que discutir el problema. Cuando regresaron, un día después, Lugala Tsu dijo:
—Si os permitimos enviar vuestra nave a casa, la posición de esta estación será conocida. Se construyó para celebrar estas reuniones y podemos permitirnos el lujo de perderla. Los hombres que están en ella pueden ser reemplazados, incluso Ettin Gwarha y yo. —Miró de reojo al general—. ¿No es así?
—El lugar de los principales es el frente —respondió Ettin Gwarha. Su tono de voz indicaba que estaba de acuerdo.
—Pero aquí hay mujeres —añadió Lugala Tsu—. Y no podemos ponerlas en peligro.
Muy bien, dijo Charlie. Se pondría fin a las discusiones entre Anna y las mujeres. Los humanos enviarían a Anna de regreso al espacio humano. Los hwarhath podrían enviar a sus mujeres a un lugar seguro.
Oh, mierda, pensó Anna, que escuchaba desde la sala de observación.
Los dos principales se miraron. Ettin Gwarha inclinó la cabeza. Lugala Tsu se echó hacia delante y habló con su voz áspera y profunda.